Misa
Tiendo a pensar que es el salto en la secularización de las sociedades europeas y no la evolución del estilo lo que provocó desde la segunda mitad del siglo XVIII una progresiva y casi imparable trivialización de la música religiosa. Es cierto que Mozart y Haydn son capaces aún de encontrar ese punto en el que convergen emoción y misterio, ingredientes fundamentales para ajustar la expresión musical al carácter de lo sagrado. Pero incluso en la soberbia música que escribieron estos dos compositores, el oyente tiene que poner de su parte para provocar ese encuentro. Tenemos que saber, que, por ejemplo, el Agnus Dei de la Misa de la Coronación o el Et incarnatus est de la gran Misa en Do menor forman parte de una celebración litúrgica y no teatral para convencernos a nosotros mismos de que es el aura inefable del misterio sagrado el que nos provoca el pálpito de la emoción, algo que no resulta en absoluto necesario al enfrentarnos a una misa de Josquin o Victoria, a un motete mariano de Guerrero, a un aria de Bach o incluso a un salmo de Monteverdi.
Esa confusión de los planos (la iglesia y el teatro), que hasta Bach no solía pasar de anecdótica (ahí están los grandes motetes de tantos y tan diversos barrocos franceses, hechos para alabar a sus dioses, los Luises), se convierte en sustantiva con la llegada del Clasicismo. Menos proclive aún a la música religiosa fue el gran siglo romántico, con sus grandilocuentes requiems (exímase obviamente a Fauré, pero Fauré merece un cielo aparte) y sus motetes supuestamente bachianos pero que hoy nos suenan huecos, vacíos, innecesarios. Es cierto que en el siglo XX parece haber una recuperación del sentimiento religioso en música (Messiaen o Poulenc, Penderecki o Pärt quizá sean prueba suficiente para algunos), pero, salvo en contadísimas ocasiones, hay algo en sus obras formal o específicamente sacras que no termina de funcionar en tanto que expresión de la religiosidad, algo que falla, como si el punto de encuentro entre misterio y emoción se hubiese desplazado definitivamente del imaginario del oyente medianamente avisado, que ya no está capacitado para escuchar el Stabat Mater de Szymanowski o la Pasión de Wolfgang Rihm como si fuesen los de Vivaldi o Schütz.
Sólo en ese contexto es entendible que Leonard Bernstein fuese capaz de proponer en 1971, para la inauguración del Centro de Artes Escénicas John Kennedy, una Misa como la que grabó en noviembre de 2003 Kent Nagano en Berlín: A Theatre Piece for Singers, Players and Dancers, como la subtituló el compositor y director estadounidense, es una obra que, en su lenguaje próximo al collage de los musicales de Broadway, ha sido despojada de toda su capacidad para penetrar los misterios de lo sagrado, sea eso lo que sea .
1 comentario:
Amigo Artaher, comenta usted algunas cosas interesantes. De hecho, releído ahora, mi post no me parece demasiado consistente. Creo que no he sido capaz de expresar lo que quería decir, lo cual significa que tengo sólo intuiciones pero no las ideas lo suficientemente claras. Es cierto que hay una corriente en toda la música del siglo XX (encabezada nada menos que por Stravinski) que es antirromántica por definición y no busca la emoción ni tan siquiera la expresión en música. Pero eso es sólo una parte de la realidad: toda la corriente que viene del expresionismo alemán es en el fondo profundamente romántica y pretendidamente emotiva. Pero no era eso exactamente lo que yo quería decir: no se trata sólo de que la música pueda provocar emoción en el oyente, es la capacidad para sugerir el misterio, la trascendencia (de momento, no sé expresarlo mejor). Yo eso lo capto en un himno gregoriano, en un motete de Morales o en una cantata de Bach, pero me cuesta sentirlo en el Requiem de Verdi, los motetes de Bruckner o el 'San Francisco de Asís' de Messiaen. Aunque tal vez sea una deformación personal, no sé.
¡Ah! Y por supuesto que un ateo es capaz de conmoverse con la 'Pasión según San Mateo'. Al menos este ateo que ahora escribe, lo hace.
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