viernes, 30 de diciembre de 2005

Mendigos

Cuando Cachanito doblaba la esquina y comenzaba a subir la cuesta, detrás llevaba ya una larga reata de niños que no paraban de reír y soltarle puyas. “Cachanito, que se te caen los calzones”, “Cachanito, ¿desde cuándo no te comes un pollo?”, “Cachanito bebe vino y tira peos”... Y Cachanito, acostumbrado a las burlas, seguía adelante, impertérrito, como si nada de aquello fuera con él, con su andar cansino y titubeante, sus dientes podridos y destartalados, su jersey mugriento y los pantalones raídos a medio caer, sujetos a la cintura con una deshilachada cuerda de esparto. De vez en cuando, algún niño, más desvergonzado y audaz que el resto, se atrevía a ponerse justo detrás de él y a tirarle de los perniles con fuerza hacia abajo, dejando al descubierto unos calzoncillos que un día fueron blancos y largos y en ese momento aparecían marrones y llenos de agujeros. Las risas se multiplicaban entonces y a ellas nos sumábamos todos, mientras Cachanito se sostenía los pantalones con una mano y alzaba la botella que llevaba en la otra en tono amenazante, rodeado por los pilluelos que celebraban con renovadas mofas su enfado. La burla terminaba cuando la señora Dolores salía de casa y espantaba a los muchachos revoleando con gestos imperiosos el delantal. Cachanito recobraba entonces su tranquilidad y su mesura y seguía a la señora Dolores hasta el zaguán de su casa.

Cachanito era uno de los borrachos oficiales del pueblo, y diariamente llevaba su botella para que la señora Dolores, nuestra vecina de enfrente, se la llenase con el vino más barato de su bodega, que previamente, como todo el mundo sospechaba y nosotros sabíamos a ciencia cierta, había sido pasado por agua. “A mí es que me da pena ese pobre hombre”, se justificaba una tarde ante mi madre, “y por eso le echo agua al vino, por lo menos bebe menos de lo que él se cree”. Yo tenía un miedo cerval a Cachanito, tanto que cuando su peregrinaje diario con la botella en la mano coincidía con una jornada sin clases y él aparecía por la esquina rodeado por una decena larga de niños mayores que lo acosaban, yo corría rápido a esconderme, para seguir el espectáculo tras los visillos de la ventana o por las rendijas que dejaba la puerta entreabierta.

Una mañana en que, no recuerdo por qué razón, yo no había ido al colegio, mi madre acababa de darme la talega y unas monedas para que me acercara a casa de Micaela a por el pan y, en el último momento, salió hasta la puerta para terminar de alisarme el pelo con un poco de agua justo cuando Cachanito pasaba por delante de nuestra casa. Desconozco qué podía estar haciendo en aquel preciso instante por allí. Llevaba las manos libres, andaba mucho más recto y firme que de costumbre, se había afeitado la barba y alguien debía haberle lavado los pantalones, que parecían otros. Cuando me miró, con una sonrisa falta de costumbre, estrafalaria, pero que yo intuí amistosa, mi madre notó mi estremecimiento y me abrazó por la espalda. Cachanito se paró entonces y por primera y única vez en mi vida oí su voz: “Cuando yo era niño, mi madre también me peinaba con agua”, y luego siguió, con paso lento, recto y sereno, su camino. Nunca más volví a verlo lúcido, pero desde entonces, cada vez que Cachanito, tambaleándose y con gesto torcido, daba la vuelta a la esquina de mi calle acompañado por su séquito infamante, yo corría a esconderme en el lugar más alejado de nuestra casa para no oír las risas ni las burlas. Con la cabeza apretada contra la almohada, llorando a lágrima viva, imaginaba a Cachanito de niño, derrotado por la fiebre y las anginas, acostado en una cama de sábanas blanquísimas, y a su madre que se acercaba para tomarle la temperatura con las manos temblorosas y, como tantas veces había hecho conmigo la mía, dejarle un beso, como sólo las madres saben dejarlos, en sus infantiles mejillas ardientes.

El tiempo fue pasando y, sin que pudiera darme cuenta de ello, Cachanito desapareció de mi calle, de mis juegos y de mis angustias de niño. Moriría por entonces, sabe Dios en qué condiciones, o simplemente cambió su lugar de aprovisionamiento. Sólo sé que un día dejé de echarlo de menos. En realidad nunca supe absolutamente nada de él, pero aquella mañana en que yo no había ido al colegio y me disponía a hacerle un mandado a mi madre, aquel hombre, tantas veces humillado e insultado y de quien yo me había reído con la inconsciente crueldad de la naturaleza, me dio una lección que jamás olvidaría, cuando, vaya usted a saber por qué, reivindicó ante mis asustados seis años su dignidad de ser humano, haciéndome saber sin alharaca ni trascendencia alguna que él también había sido un niño como yo. La lección no la olvidé pero sí a él, hasta hace sólo unas semanas, cuando el asesinato de una mendiga en un cajero de Barcelona me hizo revivir aquel lejanísimo episodio, que creí perdido para siempre. Mientras los diarios nos vendían la sensacional historia de la víctima (triunfadora secretaria de dirección, madre de una hija, que había arruinado su vida a causa de las drogas), yo me acordé de Cachanito, cuya historia nadie venderá jamás porque ya nadie conoce. Por eso aquí he querido dejar constancia de que al menos vivió, fue niño y a mí me ayudó a crecer.

sábado, 24 de diciembre de 2005

Iberia

A Garrotazos. Francisco de Goya
1. A garrotazos o a tortas. Como si una fatalidad histórica se cerniera sobre las tierras de España. No hay conflicto entre nosotros que no se arregle con una oportuna guerra civil. Y ya está. Conflicto solucionado hasta dentro de un par de generaciones, cuando el olvido y la ignorancia provoquen un nuevo deslizamiento del fiel de la balanza hacia la hiperlegitimidad histórica de unos privilegios disfrazados de derechos. Conflicto redivivo. Solución en puertas. Y lo preocupante es que el ciclo del apaciguamiento presenta hoy evidentes síntomas de agotamiento. Uno esperaría otra cosa del progreso.

Rosa Torres-Pardo toca Iberia en Iberia2. Bajo el epígrafe "Música en las fábricas y en las casas del pueblo", la Fundación Largo Caballero viene organizando desde hace tres años actividades musicales en fábricas, centros de trabajo y casas del pueblo. Tras los conciertos en instalaciones de Renfe, Aceralia (en Avilés) o Talleres de Metro, el pasado jueves le tocó el turno a un hangar de Iberia, donde la pianista Rosa Torres-Pardo ofreció un par de cuadernos de la Iberia de Albéniz. La iniciativa recuerda los arreglos para pequeños conjuntos que Schoenberg y otros músicos de su tiempo hicieron de grandes obras sinfónicas y operísticas del pasado para acercarlas a los centros de trabajo. En los años 70 del siglo XX, Luigi Nono, Maurizio Pollini y Claudio Abbado encabezaron iniciativas similares en Italia, y por las mismas fechas, el pianista argentino Miguel Ángel Escalera hacía algo parecido por todo el mundo. Aunque sólo sea por la foto y la ruptura de la monotonía que imponen las actuales cadenas de montaje, vale congratularse por la idea.

3. Escuchando el lunes pasado la magnífica recreación de la Iberia de Albéniz completa que ofreció el joven y audaz Óscar Martín (Sevilla, 1976) no podía dejar de notar que ese color típicamente albeniciano, esa atmósfera singularísima que sólo es capaz de crear su música se alimenta en el fondo de un aire entre melancólico y trágico como sólo puede ser lo español. "Esa maravilla del piano" que es Iberia (así la llamó Debussy) consigue el milagro de superponer la gran tradición romántica y nacionalista vinculada a Liszt con el empuje arrollador del impresionismo francés y con una suerte de metonimia de lo hispánico que, aunque asociado a Andalucía (diez de las doce piezas tienen inspiración andaluza), sobrevuela con una gracia superlativa el tópico, el tipismo y la circunstancia temporal para captar la esencia ucrónica de una tierra (la nuestra) marcada por un fatalismo que acaso Indibil y Mandonio ya intuyeron mientras se enfrentaban a las legiones de Roma. Una síntesis artística de lo ibérico alumbrada en la mente de un catalán que residió en París y en Londres. Un camino para romper los círculos viciosos. Feliz Navidad.


Evocación del Cuaderno I de la Iberia de Isaac Albéniz. Esteban Sánchez (Ensayo)

miércoles, 14 de diciembre de 2005

Plácidos

Plácido, de Luis García BerlangaHan pasado ya 44 años desde que Luis García Berlanga filmase Plácido, esa genial sátira sobre la caridad navideña. Envuelta en el celofán de una amable comedia de costumbres, la obra de Berlanga arremete contra la política oficial de las fachadas relucientes y los pasillos mugrientos, pero sobre todo contra las conciencias puritanas y nacionalcatólicas de los bien pensantes. Han pasado ya 44 años, pero la política oficial de la imagen no sólo no ha remitido, sino que se encuentra en su máximo apogeo (y creciendo), mientras que las conciencias puritanas siguen azotándonos con su verborreica expansión evangelizadora, por más que hayan cambiado el discurso moral del franquismo por el políticamente correcto del progre. La nada embotellada.

Y es que no falla. Cuando alborea diciembre y las primeras estrellitas empiezan a lucir en la fachada de El Corte Inglés, la monserga puritana, disfrazada para la ocasión de feroz anticonsumismo, pasea sus vergüenzas sin pudor alguno por todos los medios nacionales. Protegidos por el pensamiento débil y tiránico de la political correctness, los difusores de los clichés más caducos, las medias verdades más insidiosas e histéricas, las más burdas simplificaciones históricas y sociales van lavando sus conciencias llenando páginas y más páginas de periódicos y revistas y ocupando horas y más horas de radio y televisión. Sin mucho éxito, habría que decir. Pues, por suerte, consumimos.

Por suerte, porque nuestra civilización se basa en él. En el consumo. Porque ya hemos conocido (conocemos) otras realidades, y me quedo con ésta, en este mundo que nunca será el mejor de los posibles, pero que es mucho mejor que todos los otros que son o han sido. No hemos creado sociedades terciarias, mecanizadas y abiertas, no hemos ganado tiempo para el ocio y el goce de los sentidos y los sentimientos para renunciar al placer que nos proporcionan compartir las cosas que nos gustan con aquellos a los que amamos, y todo por unos rancios y acomodaticios principios devenidos en vacuas consignas que la historia se ha encargado de desacreditar: si ellos no tienen (lo que nosotros) es porque nosotros (lo) tenemos. El asunto parece algo más complicado. Pero exige pensar, y eso a un progre le cuesta tanto como a la familia burguesa de Plácido. Quien lo ha vivido, lo sabe.

¿Combatir el despilfarro (de energía, de trabajo, de ideas)? ¿Dónde se apunta uno? ¿Solidaridad? ¿Cuándo y dónde ha habido una sociedad más solidaria, más preocupada por la suerte de los otros? ¿Autocomplacencia? ¿Qué mayor autocomplacencia que la del sermón moralista a fecha fija contra la situación de privilegio que se disfruta? Llega la Navidad, y yo me pongo muy contento, porque, a pesar de los petardos (odio los petardos, las tracas y todo lo que huela a pólvora) y de las monsergas, tendremos cenas, meriendas, villancicos, panderetas, risas, sorpresas, emociones y regalos, un montón de regalos. Y, por suerte, los pobres ya no se sientan a las mesas de las familias con recursos, ahora se acomodan en las columnas de los periódicos y en los plácidos blogs de los concienciados. Algo se avanza.

viernes, 9 de diciembre de 2005

Elisabeth

Elisabeth Schwarzkopf
Elisabeth Schwarzkopf cumple hoy 90 años. Si la música ha llegado a tener un significado verdaderamente profundo para mí es por gente como ella. No sé de qué manera, pero cuando llegué, su nombre ya me era familiar. Dicen que su voz era pequeña, sus agudos ásperos, su emisión demasiado artificial y que producía sonoridades entubadas. Es posible. Pero ante su canto quedo literalmente embelesado. Dicen también que su técnica era prodigiosa, y que por eso sus defectos no se notaban o que los convertía mágicamente en virtudes. Puede ser. Pero cuando la escucho cantar un lied de Hugo Wolf o un aria de Mozart es como un escalofrío que me recorre la espalda.

Nacida en Jarocin (hoy, Polonia), hubo un momento crucial en la vida y la carrera de Schwarzkopf. Fue justo después de la guerra (sí, también tuvo, como tantos otros, el carnet del Partido nazi, requisito indispensable para poder actuar en los teatros alemanes), cuando Walter Legge la invitó a una audición para La Voz de su Amo (hoy, EMI). Se inició entonces una de las relaciones más fructíferas de la historia del disco entre el productor inglés y la cantante germana, que además culminó en boda en 1953. No pudo encontrar Schwarzkopf mejor consejero. En sus primeros años, había hecho algunos papeles de ligera tanto en el repertorio alemán como en el italiano. Luego su voz fue evolucionando, ganando en cuerpo, haciéndose más densa, y Legge supo encauzarla hacia el territorio que iba a dominar de manera excepcional: las líricas de Mozart y Strauss (las Condesas de Las bodas de Fígaro y de Capriccio, la Doña Elvira de Don Giovanni, la Mariscala de El caballero de la rosa, la Fiordiligi de Così fan tutte), algo de oratorio (la Pasión según San Mateo de Bach, el Réquiem alemán de Brahms) y, por supuesto, el lied (Schubert y Schumann, extraordinarios; Strauss, maravilloso; Wolf, sencillamente sin competencia).

Elisabeth Schwarzkopf era una cantante sofisticada, sí, incluso un tanto afectada. Su canto no fluía con la naturalidad del de, por ejemplo, una Lisa della Casa, otra lírica maravillosa, que frecuentó su mismo repertorio. Pero tenía la virtud de que ese amaneramiento, esa forma de enfatizar el sentido de cada frase, de cada palabra, no causara una sensación de hartazgo ni de grandilocuencia innecesaria, sino todo lo contrario, era un canto absolutamente hipnótico, emocionante. Al lado de Legge, un perfeccionista nato, Elisabeth se convirtió en una obsesiva buscadora de hasta el matiz más ínfimo que pudiera esconderse en la última sílaba. Karajan comentaba aterrado que una vez la pareja trabajó durante más de una hora la grabación de una canción de Hugo Wolf que duraba poco más de un minuto. Para el director salzburgués, aquello era puro e incomprensible masoquismo. Existe un disco que publicó hace unos años el sello Testament en el que se documentan registros que Schwarzkopf y Legge hicieron entre 1946 y 1952 y que jamás se publicaron, pues los consideraron defectuosos o insuficientes. ¿Alguien puede decirme que defecto hay en este Der Musensohn de Schubert, grabado con el acompañamiento de Gerald Moore el 2 de diciembre de 1951?


Der Musensohn de Franz Schubert. Elisabeth Schwarzkopf y Gerald Moore (Testament)

No despreció en cualquier caso Elisabeth Schwarzkopf sus posibilidades en repertorios afines: así, fue una magnífica Alice Ford para el Falstaff de Verdi y se convirtió en la primera Anne Trulove, el personaje femenino de The Rake's progress de Stravinski, que estrenó en La Fenice de Venecia en 1951. Sin embargo, para su despedida de la ópera en 1971, Schwarzkopf recurrió a uno de sus papeles más emblemáticos, el de la Mariscala. Luego siguió ofreciendo recitales de canciones hasta finales de los 70 y más allá se dedicó a las clases magistrales, incluso con los 80 años ya cumplidos. Profesora implacable, incluso cruel, dicen quienes la conocieron, capaz de provocar el llanto en el joven más audaz, pero que supo igualmente encauzar vocaciones y atemperar expectativas.

Hoy celebro los 90 años de esta artista irrepetible escuchando muchas de las grabaciones que he ido acumulando a lo largo de los años. Y para escoger mi preferida, no voy a ser nada original: el cuarto de los Cuatro últimos lieder de Strauss en la versión que registrara junto a George Szell y la Orquesta de la Radio de Berlín en 1965. Estuve a punto de elegir su primer acercamiento a la obra (en 1953, con Otto Ackermann y la Philharmonia), acaso de emisión más pura y natural, pero al final me decanté por esta: una Schwarzkopf de 50 años, de voz ya crepuscular, fundida de forma absolutamente mágica con una orquesta pletórica, que de la mano de un inspiradísimo Szell pone el color y la opulencia precisos al hermoso y terrible poema de Joseph von Eichendorff.

Im Abendrot
Wir sind durch Not und Freude
Gegangen Hand in Hand:
Vom Wandern ruhen wir beide
Nun überm stillen Land.

Rings sich die Täler neigen,
Es dunkelt schon die Luft,
Zwei Lerchen nur noch steigen
Nachträumend in den Duft.

Tritt her und laß sie schwirren,
Bald ist es Schlafenszeit,
Daß wir uns nicht verirren
In dieser Einsamkeit.

O weiter, stiller Friede!
So tief im Abendrot,
Wie sind wir wandermüde-
Ist dies etwa der Tod?

[Al Atardecer: A través de la necesidad y de la alegría/ hemos caminado de la mano;/ de este vagar descansamos/ ahora, sobre el campo silencioso.// A nuestro alrededor declinan los valles/ y el aire ya se oscurece;/ sólo dos alondras alzan su vuelo,/ soñando, en la brisa perfumada.// Acércate y déjalas vibrar/ pronto será tiempo de dormir;/ que no nos perdamos/ en esta soledad.// ¡Oh, paz inmensa y silenciosa/ tan profunda al atardecer!/ ¡Qué cansados estamos de caminar!/ ¿Será esto acaso la muerte?]


Im Abendrot, de los Cuatro últimos lieder de Richard Strauss. Elisabeth Schwarzkopf. Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín. George Szell (EMI)

viernes, 2 de diciembre de 2005

Emoción

Julia Fischer
Esta niña de 22 años hizo que anoche estuvieran a punto de saltárseme las lágrimas en un teatro, cosa que no ocurría desde hace mucho mucho tiempo. Primero me puso en situación metiéndome en vena el Concierto de Alban Berg para luego rematarme inmisericorde con la "Sarabanda" de la Partita en re menor de Bach. Aunque las sensaciones del directo son inefables e intransferibles, la niña grabó en diciembre pasado las obras de Bach para Pentatone en dos discos excepcionales, gracias a lo cual ahora puedo compartir esta zarabanda con mis ilustres visitantes.


"Sarabanda" de la Partita en re menor de Bach. Julia Fischer, violín (Pentatone)