martes, 22 de febrero de 2005

Encantamiento

Apolo y Marsias. PeruginoOrfeo representa la fuerza oscura de la música, su poder mágico para subvertir el orden de las cosas y la voluntad de los hombres. En eso se parece a Eros, y también a Dioniso, divinidad igualmente musical, ligada a los ritos orgiásticos, a la danza y a la flauta, instrumento que no dejaba de despertar suspicacias en Grecia, debido a su procedencia oriental. Orfeo, vinculado a la lira, el instrumento nacional griego por excelencia, significa, en cambio, la unión esencial entre la poesía y la música a través del canto.

La disputa entre ambos universos, el de la lira, urbano y culto, y el de la flauta, rural y popular, tuvo uno de sus episodios más célebres en el duelo entre Marsias, un sileno frigio del séquito de Dioniso, y Apolo. Se cuenta que cuando Atenea inventó la flauta la lanzó lejos de sí, porque al tocarla le deformaba la boca. Fue Marsias quien la recogió y se convirtió en su más brillante tañedor, hasta el punto de que oyendo a Apolo tocar la lira se sintió con fuerzas para desafiarlo a un duelo. El dios aceptó el reto con la condición de que el perdedor quedase a merced del vencedor. Los habitantes de Nisa, jueces del pleito, dieron el triunfo a Apolo, quien, aún irritado por lo que consideraba una insolencia inaceptable, ató a Marsias a un árbol y lo desolló vivo. Su muerte causó un duelo universal. Los faunos, sátiros, silenos, ninfas y dríades le lloraron tanto que sus lágrimas acabaron formando en Frigia un río que recibió el nombre de Marsias. Otra versión de la leyenda cuenta que fue el propio Apolo, arrepentido, el que hizo que se formase el río.

En El Banquete de Platón, Alcibíades otorga al discurso de Sócrates el mismo poder encantatorio de la flauta de Marsias:

Éste [Marsias], en efecto, encantaba a los hombres mediante instrumentos con el poder de su boca y aún hoy encanta al que interprete con la flauta sus melodías –pues las que interpretaba Olimpo digo que son de Marsias, su maestro–. En todo caso, sus melodías, ya las interprete un buen flautista o un flautista mediocre, son las únicas que hacen que uno quede poseso y revelan, por ser divinas, quiénes necesitan de los dioses y de los ritos de iniciación. Mas tú te diferencias de él sólo en que sin instrumentos, con tus meras palabras, haces lo mismo. De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a ninguno nos importa, por así decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les ocurre lo mismo.

¿Pero tiene razón Platón y son el discurso y la melodía los responsables del encantamiento o éste lo genera en realidad la persona que habla o que canta? ¿No será acaso que el encantamiento se oculta en el oído, en el corazón de quien escucha y sus efectos se disparan sin explicación lógica alguna? ¿Hay entonces ritos estrictos que cumplir para liberarse de los efectos turbadores del canto, de la palabra, del amor?

lunes, 21 de febrero de 2005

Leviatán

"¿Es él quién te suplicará durante mucho tiempo, te hablará con timidez? ¿Se comprometerá por contrato contigo para convertirse en tu servidor de por vida? ¿Te divertirá como un pajarito o lo atarás para alegría de tus hijas? ¿Será puesto en venta por asociados y luego despachado entre mercaderes? ¿Acribillarás su piel de dardos, picarás su cabeza con el arpón? Pon solamente la mano sobre él en recuerdo de la lucha. No volverás a empezar." (Job, 40, 27-32)

martes, 15 de febrero de 2005

Gorriones

Gorrión

En mi pueblo había un bar en el que criaban gorriones. Tenían unas jaulas pequeñas, en las que entraban para comer y dormir, pero que permanecían siempre abiertas, y los pájaros podían volar libremente por el local, recorriendo la barra de arriba abajo con sus saltitos armoniosos y posándose en las cabezas de los niños. Yo solía ir con mis padres a aquel bar de vez en cuando, sobre todo cuando se acercaba el verano y la alameda cercana se convertía en el paseo preferido por todo el pueblo. Frente al bar, había una fuente casi a ras de suelo con dos hermosos caños de bronce por los que constantemente salía un agua siempre fría y reparadora. Los niños solíamos arrodillarnos, para beber directamente de los caños, y el agua nos sabía a gloria. Los adultos se acercaban al bar a pedir un vaso con el que poder saciar la sed. También, cuando en las noches calurosas del verano los vecinos sacaban sus sillas y sus hamacas en torno a la fuente, tenían siempre cerca vasos que ofrecer a los paseantes. Jamás oí al dueño del bar ni a los vecinos quejarse, y eso que en los días de fiesta el trasiego podía ser continuo y más de un vidrio terminaba hecho añicos contra el suelo.

Pero hablaba de los gorriones del bar. No eran muchos. Recuerdo sólo tres o cuatro ejemplares, piando y revoloteando encima de mi cabeza o acercándose a picotear los trozos de pan que la gente les ofrecía. De vez en cuando alguno se aventuraba a salir a la calle, pero no tardaba en volver entre el revuelo de quienes habían quedado dentro y la alegría de los niños. Quizá fuera entonces cuando aprendí a amar a los gorriones. Hay pocos animales que me gusten más. Con su pelaje gris y sus chirridos que no alcanzan ni la categoría de canto, veo en ellos la representación perfecta de la humildad y de la libertad. Nos escogieron a nosotros para vivir, vinieron a nuestras ciudades y aquí se quedaron, no como las palomas, que trajimos a la fuerza, esas ratas con alas.

Se quedaron en nuestras ciudades, sí, pero con condiciones. Serían siempre libres. Y que no pensáramos que nos iban a dar demasiadas satisfacciones, que fuéramos olvidándonos de espectáculos coloristas o musicales. Ellos se encargarían de la limpieza menuda, pequeña de nuestras aceras, azoteas y parques y procurarían evitar anidar en lugares molestos, pero nada más. Y desde luego se negaron en rotundo a ser enjaulados. Si coges a un gorrión pequeño, lo pones en una jaula y lo sacas a la terraza, no necesitarás alimentarlo. Lo hará su propia madre hasta que el animal tenga la edad de salir del nido. En ese momento, si la jaula no se abre, la propia madre acabará por envenenarlo. No. No se puede encerrar a un gorrión de por vida como si fuese un canario o un jilguero. Son animales libres, que van y vienen constantemente, comiendo en nuestras calles, bebiendo de nuestras macetas y amándose en nuestros balcones. Nos conquistaron. Y a mí me gusta verlos así, picoteando la rama de la esparraguera en mi ventana, trasteando hasta hallar el hueco de la red por el que volar más allá, aunque yo no siempre entienda lo que buscan.

lunes, 14 de febrero de 2005

Ruidos

Reconozco que si no he escrito antes de esto ha sido por pereza, porque mira que le he dado vueltas. Pero ya no tengo excusa. Dos posts recientes de Lukas y de Manuel Harazem me lo hacen mucho más fácil. Vivimos envueltos en una masa de ruido, en la que la música ha pasado a jugar un tristísimo papel: se ha convertido en obligatoria. Apenas queda una cafetería en la que poder tomarse un café sin la emisora de éxitos de fondo, un taxi en silencio, una tienda en la que moverse sin sentirse apabullado por el ritmo de actualidad (las tiendas de moda joven son lugares perfectamente insalubres para trabajar, ¿qué hacen los sindicatos al respecto?), hasta las librerías se han convertido en espacios con hilo musical incorporado. Hace poco hablaba con una dependienta del Corte Inglés que había tenido la mala suerte de ser colocada al lado de la sección de música y la veía resignada. Si para mí era una auténtica tortura pasar sólo veinte minutos en aquel lugar infernal, no podía imaginar lo que debía de ser para alguien que tiene que pasar todo el día en ese sitio, que trabaja allí. Y no me estoy refiriendo ahora a la calidad de la música. Para el caso me dan lo mismo los Chunguitos que Monteverdi. Es la imposición del sonido por obligación lo que denuncio. Y lo hemos asumido con absoluta normalidad, como el asfalto que hierve en verano bajo nuestros pies o los tabiques de papel que nos unen más que nos separan de los vecinos. Son los tiempos, claro. Pero hubo otros tiempos, como Pascal Quignard nos recuerda en El odio a la música:

En el mundo europeo, hasta mil novecientos catorce, el gallo decía el alba, el perro el extranjero, el corno la caza, el carillón de la iglesia marcaba las horas, la trompa la diligencia, el tañido fúnebre la muerte, el guirigay el segundo matrimonio de las viudas, las flautas y el tambor el sacrificio de alguna efigie carnavalesca. Los raros violines de los músicos ambulantes señalaban la fiesta anual y acompañaban tandas de juegos tan añejos como la prehistoria.

Para escuchar música escrita había que esperar la Misa solemne del domingo, cuando los vientos de los órganos exhalaban acordes y los hacían rebotar a todo lo largo de la nave.

La espalda del auditor se estremecía de súbito.

Lo que era una rareza es hoy más que una frecuencia. Lo que era extraordinario ha trocado en un asedio que asalta sin fin la ciudad y el campo. Los hombres se transformaron en los asaltados por la música, en los asediados por la música. Más que las lenguas vernaculares, la música tonal y orquestal se ha convertido en el tonos social.

Así, después de la guerra total del tercer Reich alemán y como consecuencia de la tecnología de la reproducción de los melos, amar u odiar la música remite por vez primera a la violencia propia, originaria, que funda el dominio sonoro.


Sí, ya sabemos que Quignard se convirtió de amante en odiador profesional de la música (y por eso leo sus obras a la contra, que con las cosas de comer no se juega). Pero me temo que a este paso no será el único.

viernes, 11 de febrero de 2005

Mahler

Gustav Mahler (1860-1911)Gustav Mahler era un neurótico de tendencias sado-depresivas, que se regodeaba con el sufrimiento. Sólo así puede entenderse que fuera capaz de componer esos terribles Kindertotenlieder mientras sus dos hijos se le acercaban a besarlo en la mejilla. Obsesionado con el sentido de la existencia, trató de establecer la base de su obra a mitad de camino entre un panteísmo de corte naïf (“Mi música es sólo un sonido de la Naturaleza”) y un trascendentalismo místico que la mayor parte de las veces terminó convertido en pura histeria.

Despótico a la vez que brillante como director y carente de las mínimas habilidades sociales, su matrimonio con Alma Schindler fue de todo menos feliz. Angustiado por la situación de su relación conyugal, el compositor recurrió a Freud, quien muchos años después recordaría aquella sesión en los siguientes términos:

Analicé a Mahler una tarde del año 1912 (¿o 1913?) [fue en 1910] en Leyden. Si puedo creer en los informes, esa vez conseguí mucho con él. La visita le pareció necesaria porque, en ese período, la esposa se había rebelado contra el hecho de que la libido de Mahler se había retraído de ella. En varias expediciones muy interesantes a lo largo de la historia de su vida, descubrimos sus condiciones personales para el amor, y especialmente su complejo de la Virgen María [fijación materna]. Tuve muchas oportunidades de admirar la capacidad de comprensión psicológica de este hombre genial. En ese momento no se aclaró la fachada sintomática de su neurosis obsesiva. Fue como si uno hubiera hundido un solo ariete en una estructura misteriosa.

En los años 30, el psicoanalista Theodor Reik recabó informes variados (entre ellos, este de Freud) para terminar afirmando:

Buscaba la verdad metafísica oculta detrás y más allá de los fenómenos de este mundo. Perseguía el ideal. Nunca se fatigó en su búsqueda de ese secreto trascendente y sobrenatural de lo absoluto, y no advirtió que el gran secreto de lo trascendente, el milagro de lo metafísico, consiste en que no existe.

Un secreto que rastreó a lo largo de toda su obra. Tomemos por ejemplo la Sinfonía en do menor, la de la Resurrección, de la que escribió en carta a un amigo:

...denominé “Ceremonia fúnebre” al primer movimiento, y si desea saberlo es el héroe de mi Primera Sinfonía el ser a quien estoy enterrando, y el ser cuya vida estoy reflejando en un espejo límpido, encarando el asunto en cierta perspectiva. Al mismo tiempo, se trata del gran interrogante: ¿por qué habéis vivido? ¿Por qué vuestros sufrimientos? ¿Todo esto es una broma gigantesca y horrible? Debemos resolver de un modo u otro estos interrogantes si pretendemos continuar viviendo. Cuando este llamado resuena en la vida de cada uno, debe ofrecer una respuesta, y yo formulo dicho respuesta en el último movimiento.

Oyendo anoche la sinfonía comprobaba cómo es la de Mahler una música en la que se mezcla la melodía más sublime (ese Andante de gracia casi schubertiana o el Urlicht, delicadísimo) con la cencerrada populachera más infame, el más audaz pasaje rítmico con la más simple, vacua y grandilocuente pretensión de trascendencia. Y a la gente le gusta (¡no digamos a Baricco!). Así que la mezcla funciona. En un artículo publicado en el número de enero de la revista Scherzo, Antonio Muñoz Molina establecía un inteligente paralelismo entre la música de Mahler y el Ulysses de Joyce. Así que termino con él:

Hay, en la novela como en la sinfonía, una ambición insensata de contener el mundo, propósito que los dos declararon de manera más o menos explícita. […] En Mahler, como en Joyce, la tensión entre el orden y el desorden permanece siempre explícita, no suavizada ni embellecida del todo por las sabidurías del arte. [...] Al adentrarnos en Ulises o en la Tercera, la Cuarta o la Séptima de Mahler ­–pero con casi todas ellas tengo una impresión parecida– lo que sentimos es que estamos sumergiéndonos en la materia misma del mundo, no en su representación o en su resumen: en su variedad, en su aleación indescifrable de azar y destino, de vulgaridad y belleza, de disonancias lacerantes y milagrosas armonías. Hay música y obras literarias que son como habitaciones acolchadas, como jardines, como refugios seguros para quien se acerca a ellas: pero en Joyce, como en Mahler, la experiencia más poderosa es la de la intemperie, la de los sonidos y las caras que aparecen por sorpresa y se borran a la vuelta de una esquina. […] No hay tal delicadeza en las escenas urbanas de Joyce o de Mahler: hay ruidos, no rumores, músicas baratas y fanfarrias de bandas, están los materiales crudos de la existencia de la gente común, lo chabacano mezclado con lo más excelso, lo que atruena machaconamente y lo que tiene un sonido de tal delicadeza que apenas puede captarlo el oído más alerta. Mahler era un judío bohemio que se hizo católico para escalar en las jerarquías sociales y musicales del imperio austrohúngaro; Joyce, un fugitivo del catolicismo y de Irlanda, un apátrida de elección que creó en el Leopold Bloom de Ulises a uno de los judíos más desarraigados de la literatura del siglo XX. Gracias a ellos la música y la novela ensancharon sus límites para contener el mundo.

jueves, 3 de febrero de 2005

Popea

PopeaAl principio parece un corral de vecinos. Fortuna y Virtud, ventana con ventana, se pelean por el Hombre, concepto en esencia metafísico, que nadie debería relacionar con una montaña de músculos subiendo por las escaleras, aunque por las voces y las increpaciones que escuchamos podría parecerlo. Y de improviso, como suele, aparece en escena un niño engreído y burlón que se descuelga desde la azotea para recordarles a las dos excitadas contendientes que quien de verdad domina la voluntad de los hombres es él y sólo él, Amor. Sorprendidas, estupefactas, aturdidas, Fortuna y Virtud se lanzan señales de apaciguamiento. Como siempre, el niñato ese tiene razón, y las dos se detienen a escuchar su historia.

Y el Amor cuenta y cuenta cómo en el año 62 hasta un Emperador de Roma se postró ante él, provocando una crisis en las mismísimas instituciones del Imperio. Porque fue el Amor quien condujo a Nerón a repudiar a Octavia para casarse con Popea. Sí, sí, que te crees tú eso, se oye comentar entre el público, hasta entonces en asombrado silencio. Los autores del comentario no son otros que Gian Francesco Busenello y Claudio Monteverdi, que se han puesto de pie y han tomado el escenario para contar la historia a su manera. Tú te sientas y te callas, niñito insolente.

¿Qué puede esperarse de un gobierno monárquico? Tiranía. Corrupción. Violencia. Crueldad. Busenello es veneciano. Conoce bien las guerras que su república ha tenido que librar para mantenerse independiente, para rechazar el expansionismo de los reinos vecinos y de las grandes potencias lejanas, los sacrificios, las renuncias. Es además miembro de los Incogniti, una Academia que hace del escepticismo y la crítica del poder la razón última de su existencia.

Así que el Amor, ¿no? Verán ustedes, Popea no ama a Nerón. No. En absoluto. Sólo aspira al poder, a las riquezas, a la impunidad que le permitirá su ascenso hasta la cúspide, ella, la hija de un senador de Roma, convertida en Emperatriz, su sitio natural. Y sí, ya conocemos sus requiebros, "Deja que mis brazos rodeen tu cuello igual que tu belleza circunda mi corazón", sus zalamerías, "¿Cómo has encontrado de dulces, señor, los besos de mi boca?, ¿y las manzanas de mi pecho?", sus fantasiosas hipérboles, "Quiero que mis suspiros te prueben que, renacida, por ti languidezco y por ti muero, y muriendo o viviendo, no dejo de adorarte". Blablabla. Palabras. Porque la conocemos también en la intimidad, la hemos visto descubriendo sus ambiciones ante Arnalta, su nodriza, y la hemos visto impávida, sin dudar lo más mínimo en apretar aún más a Nerón para que elimine a Séneca, el obstáculo interpuesto en el camino hacia el poder.

Sí, ya sabemos que Séneca no tuvo nada que ver con esto, que se suicidó cuatro años más tarde, pero lo traemos aquí porque nos venía bien para demostrar la auténtica realidad del poder monárquico, la auténtica naturaleza de Nerón. ¿Que significan las leyes para él? Nada. Ya nos ha dejado claro que las leyes sólo atan a los súbditos, qué palabra tan expresiva, qué hallazgo idiomático. Al menos, podrían pensar, Nerón es un tirano pero sí actúa movido por el Amor. No. Craso error. Nerón sólo es un niño inestable, voluble y caprichoso, cansado de su antiguo juguete y que quiere uno nuevo. Todos sabemos que lo romperá muy pronto, que no pasarán ni dos años para que golpee, hasta matarla, a Popea, embarazada de su segundo hijo (¡ay, esa niñita muerta a los cuatro meses!). Ese era su destino, el de Popea. Y se lo trazó Arnalta con escrupulosa lucidez, "Mira, niña, que te buscas tu ruina". Para qué. Para nada. Pero tampoco se hagan falsas ilusiones respecto de esta nodriza, correveidile y alcahueta. Su advertencia enmascara sus sueños, sólo pretende medir la temperatura, comprobar hasta qué punto hierve la relación entre esos dos en los que se apoya su éxito. Por eso, cuando ve el triunfo de Popea cercano, ¡ay, si te vi no me acuerdo!, ella, que nació sierva, convertida en matrona, sus ambiciones cumplidas, qué más da que algunos cadáveres queden por el camino.

En sentido estricto un único cadáver, sí, el de Séneca. Podríamos compadecernos de él, pero ¿de este pedante que predica lo que nunca ha practicado vamos a compadecernos? Si hasta sus familiares y amigos se burlan de él cuando les dice, poco antes de tomar la cicuta, que ya va siendo hora de aplicar su filosofía, la que tanto esfuerzo se ha tomado en difundir, y ellos le replican que muy bien, que se muera él si quiere, pero que ellos de morirse nada, y se lo dicen a ritmo de ballo, jajaja, Claudio ahí estuviste genial.

Pero luego están los desterrados. Octavia, la pobre Octavia, que se lamenta por el desprecio del Emperador, por tener que abandonar las comodidades de su rango, su ciudad, a su familia. Octavia, la intrigante. ¿Hay acaso en ella un sólo gramo de amor, de compasión? No. Ella mueve sus hilos, despiadada, apoyada en ese vejestorio de Nutrice, que ve horrorizada cómo su estrella se va apagando, para no perder el trono, la corona, el poder. ¿No es acaso ella la que busca a Otón y le arranca la promesa de que se cuidará muy mucho de que Popea muera, cuanto antes, esa zorra convertida en un obstáculo para los dos? Y Otón, el gran llorón (¿pero quién podría esperarse que acabaría siendo Emperador?), el general que llega triunfante de las campañas de Lusitania, él, que despreció a Drusilla por su ama, por Popea, la hija de un senador con aspiraciones, y se encuentra como pago la misma medicina. Popea también tiene aspiraciones y se ha convertido en la amante del Emperador, ya ni siquiera te mira, eres una piedra insignificante en su camino, una cucaracha que aplastará cuando se sienta segura de su poder. Y tú no la amas, en el fondo no la amas ni un tanto así, y lo sabes perfectamente, estás despechado, claro, pero por la humillación, ¡qué poco te cuesta aceptar enseguida los ofrecimientos descarados de Drusilla! Y cómo la usaste, qué poca grandeza, Otón, disfrazado de mujer para asesinar a otra mujer mientras duerme. Tú, un general de Roma, detenido justo por Amor cuando vas a cometer el crimen. (Jajaja, Francesco, buen golpe de timón diste ahí, que el niñito se sienta al menos protagonista por un rato.) Pero tú, Otón, tú, siempre suplicando a los demás, intrigando, compadeciéndote a ti mismo, bah, ni tu reacción final, la de reconocerte como el auténtico criminal para exculpar a Drusilla, te salva.

Pobre Drusilla, la única que conserva algo de dignidad, pero ¿he dicho dignidad? No, más bien habría que decir que ella es el único argumento que le queda a Amor, porque sí, Drusilla -no se nos alcanza el motivo- ama a Otón sinceramente, y por él está dispuesta incluso a morir de modo injusto, ¿pero dignidad alguien que no tiene reparos en sacrificar la vida de la mujer que ha confiado en ella, que la deja velar su sueño? ¿Cómo es posible que Drusilla, tan pizpireta, tan enamorada, tan inspirada por los altos sentimientos alimente y dé curso a los deseos de venganza de Otón, de Octavia? Ella, convertida en la mano que golpea inmisericorde por aquellos que ven peligrar su poder, su posición, sus riquezas... Ella, cortesana enamorada, convertida en el vehículo del odio.

¿Y este es todo tu triunfo, Amor?

martes, 1 de febrero de 2005

Plan

El lendakari Juan José Ibarreche recoge esta tarde en la Carrera de San Jerónimo de Madrid algunas nueces desparramadas. En los próximos meses se prevén nuevas sacudidas del árbol. Mucha suerte a todos los que me leen.