Islamofobia
Entre el gran ruido mediático que ha provocado la nunca bien ponderada cuestión de las caricaturas de Mahoma, son múltiples las voces que se han levantado con insistente machaconería para advertirnos de un riesgo cierto que amenaza a las sociedades occidentales: la islamofobia. Los voceros suelen ser profesores universitarios vinculados con departamentos de estudios de lengua árabe, historia árabe, política árabe o similares, que dicen estar en posesión de verdades que se escapan al común de los mortales, entre ellas la esencia auténtica del Islam, cuya imagen habría quedado prostituida y desdibujada en nuestros días por el fenómeno coyuntural del yihadismo (terrorismo internacional, en lenguaje solemne). No deja de resultar curioso que cuando estos arabistas nos ofrecen ejemplos de los grandes logros civilizatorios del mundo islámico y sus aportaciones cruciales al caudal común de la historia humana se remonten siempre al siglo XII o al XIII, sin advertir que los antiguos mesopotamios inventaron la rueda, avance extraordinario, pese a lo cual a nadie se le ocurriría hoy invocar sus modos de vida como modelo digno de imitación.
Lo cierto es que a mí las esencias de las religiones me importan mismamente un bledo, por decirlo con una palabra corta y contundente. De hecho, todas las religiones conocidas se han ido adaptando a las circunstancias históricas, sin que sus practicantes hayan sufrido más allá del natural menoscabo de legitimidad de los hiperortodoxos, reducidos de forma natural a grupúsculos sin trascendencia alguna en las comunidades de creyentes. Dicho de otro modo: una religión es aquello que sus practicantes hacen que sea, y eso es algo que cambia con el tiempo, ya lo creo que cambia. Al fin y al cabo, para las sociedades, la religión no debería suponer otra cosa que una serie de prácticas externas más o menos pintorescas, y allá cada cual con su vida interior y con su conciencia.
No me cabe la menor duda de que la Biblia resiste una lectura tan fundamentalista como la que los yihadistas hacen del Corán, y de hecho fue esa lectura, literal y extrema, la que se hizo de forma generalizada en las comunidades cristianas durante siglos; más aún, sigue siendo la que hacen hoy algunos grupos extremistas, que, por fortuna, no dejan de ser una minoría insignificante, por más que puedan llegar a protagonizar actos violentos (es muy posible que los asesinos de Oklahoma actuasen movidos en parte por concepciones de raíz religiosa). En cualquier caso, las distintas confesiones cristianas, tanto institucionalmente como a nivel individual, están perfectamente integradas en las sociedades constitucionales y democráticas de los países en los que se establecen, han asumido sus valores básicos de convivencia y aceptan y se someten a las disposiciones judiciales y a los fallos de los tribunales de justicia cuando se ven afectadas por conflictos de cualquier tipo. Es cierto que a veces (como en España) juegan la carta de un victimismo más bien pueril, exigiendo el mantenimiento de determinados privilegios (convenientemente disfrazados de derechos), que en el fondo nunca han perdido, pero esas no dejan de ser reivindicaciones legítimas, que están sujetas a las reglas democráticas y jurídicas que a todos obligan. Podemos convenir pues en que el Cristianismo dejó hace bastante de ser un obstáculo para el desarrollo de sociedades democráticas y libres.
Estoy absolutamente convencido de que las comunidades islámicas recorrerán el mismo camino que las cristianas. No sé cuánto tardarán ni cómo será ese camino, pero de pocas cosas estoy más seguro: la mayoría de los musulmanes terminará haciendo del Corán una lectura tan flexible y posibilista como los cristianos hacen hoy de la Biblia. Lamentablemente, ese momento aún no ha llegado, y en la actualidad el Islam se alza como un obstáculo formidable para el desarrollo de sociedades libres y democráticas. Argumentan quienes creen en la posibilidad de conciliación entre Islam y democracia, en la separación de Iglesia y Estado (sin la que no existe democracia) en los países musulmanes, que el fundamentalismo es un fenómeno coyuntural y que en su desarrollo la política exterior de las potencias occidentales ha jugado un papel decisivo. Puede ser, pero eso no dejaría de ser un diagnóstico de las causas, que además pone el acento de forma interesada en el carácter antioccidental del fundamentalismo islámico, obviando la base de su ideario, que no es otro que la construcción de sociedades estrictamente teocráticas, en las que la ley civil se confunda con la religiosa. Desde esos mismos sectores, se invoca a menudo la existencia de algo que llaman 'los islamistas moderados', a los que desde luego cuesta mucho trabajo escuchar (y cuando eso sucede es para oírlos explicándonos que en el fondo se trata de un problema de desencuentro, que en Occidente no entendemos que la religión supone para un musulmán algo bien distinto de lo que significa para un europeo, pero resulta que esa es una de las cosas que mejor entendemos de todas, así que lo que no acabamos de comprender es con qué motivo se nos recuerda constantemente algo tan obvio). La cruda realidad es que, aparte de Turquía, que vivió una revolución laica a principios del siglo XX, y se mueve siempre en el filo de la navaja, no existe un solo país de mayoría islámica con una democracia real, con separación clara y rotunda de Iglesia y Estado. Es más, por las razones que sean (mucho más complejas desde luego que el simplismo de culpar a los americanos y al conflicto palestino-israelí), el fundamentalismo no ha hecho sino crecer en las últimas décadas en todo el mundo islámico: los partidos fundamentalistas ganaron hace más de diez años unas elecciones en Argelia, y desde entonces han crecido sistemáticamente en todos los países africanos del Mediterráneo (de Marruecos a Egipto), un grupo terrorista de naturaleza fundamentalista acaba de ganar unas elecciones en Palestina, Irán es una estricta teocracia islamista desde hace más de 20 años, en Afganistán los fanáticos talibanes fueron desalojados del poder gracias a la intervención de fuerzas militares exteriores, en Nigeria hay zonas del país donde el código de justicia es la ley islámica, y eso por no hablar de los regímenes teocráticos de Arabia Saudí, Mauritania, Sudán o la mayoría de los emiratos del golfo. Panorama desolador. Y aun nos hablan de islamofobia.
¿Pero qué entienden por tal cosa? ¿Rechazo a los musulmanes por el hecho de serlo? No parece que esté ocurriendo nada de eso ni en Europa ni en España. Más bien al contrario, lo que se aprecia es un esfuerzo considerable por parte de las instituciones para facilitar su integración social: los Ayuntamientos ceden suelo público para la construcción de mezquitas, las fundaciones y asociaciones islámicas florecen por doquier, las ayudas no paran de llegar a los palestinos (120 millones de euros acaba de destinarles la UE, incluso antes de que Hamas forme gobierno) y los ciudadanos de religión musulmana tienen exactamente el mismo trato en materia de educación, sanidad o de ayudas sociales que el resto de los ciudadanos del país, cuando no se ven favorecidos por políticas de discriminación positiva. ¿Acaso ese rechazo al musulmán se aprecia en el comportamiento cotidiano en las calles? Pues no es lo que yo veo a simple vista, y aunque pueda haber siempre casos particulares, no parece que esa sea una tendencia generalizada de nuestra sociedad. A mí que alguien rece tres, cinco, siete o cien veces al día, mirando a La Meca o a Las Vegas, me trae absolutamente sin cuidado, por mí puede hacerlo mil veces si así lo desea, como nada me importan las costumbres gastronómicas o indumentarias, los gustos musicales o literarios o las simpatías deportivas de cada cual, y en ese sentido creo ser un sujeto bien representativo de la mayoría de los europeos. Yo lo único que le pido a los musulmanes (como a los fontaneros, los notarios o los bolivianos) es que acepten el marco jurídico de su lugar de residencia, sin exigir un trato diferente por sus creencias o su condición particular, y contribuyan a la convivencia pacífica en el marco de una sociedad abierta de ciudadanos libres e iguales. Si lo hacen así y a pesar de ello se les demostrase de forma generalizada hostilidad o rechazo, y fuera a eso a lo que algunos llaman ‘islamofobia’ (fontanerofobia, bolivianofobia), no tendría ningún problema en denunciar la existencia de un importante riesgo para la convivencia y la justicia sociales. Nadie puede ser discriminado por causa de sus creencias, su raza, su lengua o su origen. Esa lección la tenemos (en general) bien aprendida en Europa, y todas las legislaciones (tanto las nacionales como la comunitaria) son sensibles a algo para nosotros tan elemental.
Ahora bien, si a lo que llaman ‘islamofobia’, como sospecho, no es más que al rechazo que provocan entre la gran mayoría de los europeos las teocracias islámicas y sus legislaciones medievales; si a lo que llaman ‘islamofobia’ es a la reprobación de actitudes o discursos conniventes con el terrorismo fundamentalista, que pone bombas en trenes o derriba edificios con aviones de pasajeros; si a lo que llaman ‘islamofobia’ es a rechazar cualquier propuesta que suponga el retroceso del régimen de libertades por el que nos regimos en función de unos ilusorios derechos que algunos quieren convertir en privilegios; si a lo que llaman ‘islamofobia’ es a la condena rotunda de los discursos incendiarios de algunos líderes religiosos o de las pancartas del estilo que pudieron verse hace unas semanas en Londres, que reclamaban incluso más atentados masivos; si a lo que llaman ‘islamofobia’ es a no aceptar, bajo ninguna condición, la discriminación de las mujeres (incluidas las musulmanas, sobre todo, de las musulmanas, claro está) y su silenciamiento en la vida pública; si eso es la ‘islamofobia’, yo soy islamófobo. Radical y militantemente islamófobo. Y espero y confío en que la mayoría de mis conciudadanos lo sean exactamente igual que yo. En ese caso sí existe la islamofobia. Afortunadamente.