lunes, 31 de octubre de 2005

Suicidio

1. Nos llevaban de la mano, en filas de a dos. Teníamos que bajar la cuesta de la Laguna, pasar por delante de la Cartuja, donde los alumnos de los cursos superiores apuraban a escondidas sus primeros cigarrillos, atravesar las calles encaladas y de sábanas blancas donde terminaba la morería, alcanzar las modernas edificaciones de pisos encajonados entre casas señoriales y arrumbadas, rodear la fachada trasera del cine, para terminar bajando por la escalerilla que conducía hasta la iglesia. En el mejor de los casos hacía un sol radiante, el cielo azul y nítido parecía vestido de primavera y uno entraba entre expectante y acongojado a la oscuridad fría del templo, donde el páter esperaba para marcar nuestras frentes con ceniza mientras recitaba sus latinajos. Memento homo, quia pulvis eris et in pulverem reverteris. A la salida era la algarabía, los saltos, las peleas fingidas, las riñas de los maestros, los gritos, las caídas, los llantos, los ladridos de los perros sorprendidos, la mirada condescendiente de los viejos. Volvías a casa y lo primero que hacías era mirarte al espejo, la ceniza convertida en una manchita informe que te recordaba que eras polvo y en polvo acabarías convertido.

2. "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía." (El mito de Sísifo, Albert Camus)

3. Pocas ideas tan liberadoras como la del suicidio. Pensar que si algo sale verdaderamente mal, si el sufrimiento alcanza un punto intolerable, la nada es una solución perfecta, permite afrontar las decisiones difíciles con mucha mayor audacia y valentía. Uno puede incluso calibrar y ajustar dónde coloca el punto de no retorno, en qué momento la vida deja de valer la pena de ser vivida. Aristóteles arremetía contra los suicidas, porque consideraba que eran cobardes incapaces de afrontar la pobreza y el dolor. Pero no me refiero ahora a tomar la decisión final de quitarse la vida, sino simplemente a contemplar esa posibilidad como factible, a considerar que el peor de los escenarios imaginables es fácilmente eludible con un salto a la inexistencia.

4. En El libro de los amores ridículos, Milan Kundera se burla despiadadamente de la pasión romántica, terreno en el que las cosas sólo ocurren en la apariencia. Enamorada febrilmente, sin correspondencia, una de las protagonistas de Kundera es rescatada cuando estaba a punto de morir asfixiada por el gas de una cocina. Pobre mujer, tan desesperada estaba por su mal de amores, que optó por el suicidio, dicen todos, hasta que uno de ellos entra en la cocina y ve el cazo de leche puesto a hervir, la leche rebosada sobre los fogones apagados, la espita del gas abierta.

5. Memento homo, hoy en un día despejado y transparente, azul de otoño, como los ojos poéticos de la amada intocable e incorrupta.

sábado, 29 de octubre de 2005

François

Eugène Ionesco, Samson François y su hijo Napoléon (foto de Claude Poirier)
El 22 de octubre de 1970, entre dos sesiones de grabación de su integral dedicada a Debussy, Samson François sufrió el segundo infarto de su vida, el definitivo. Tenía 46 años y un cuerpo minado por la nicotina, el alcohol y acaso la desesperanza, que le llevó a rechazar todos los consejos médicos que le recomendaban mitigar su frenética actividad de conciertos y grabaciones después de que en febrero de 1968 hubiera sufrido ya un primer colapso.

Escuchando aquellas grabaciones (que no llegó a completar), uno intuye una verdad artística que, como todas las verdades en el mundo del arte, no es absoluta, pero que nos habla con la lucidez y la valentía de los heterodoxos de antaño, de los que vivieron antes de que el mercado se diera cuenta de su incalculable valor como mercancía. Es posible que su búsqueda de un Chopin más objetivo y menos sentimental del que se hizo célebre mediado el siglo XX pueda servir mejor como ejemplo de esas maneras tan personales y sugerentes, capaces de rechazar la tradición no por lo que tienen de tradición auténtica (acaso paralizante), sino justamente por lo que tienen de traición al mensaje original del compositor. Hay en su Chopin un brío digamos lisztiano capaz de mezclarse con un fraseo suelto, decididamente impresionista, que sugiere su cercanía al mundo de improvisaciones que François conoció en el jazz.

Era un camino que conducía directamente a Debussy, a pesar de que el pianista descubriera tarde al gran Claudio de Francia, para terminar convirtiéndose a finales de los sesenta en uno de sus más enfebrecidos apóstoles. Y, sin embargo, y ahí es donde reside el valor de la independencia del heterodoxo, cuando el pianista llega a Debussy es cuando entiende que las ideas preconcebidas en torno a él, la del impresionismo y el simbolismo cargados de misterio e irracionalidad, no resultan suficientes para penetrar la esencia de la música debussysta, y su manera de afrontarla se disuelve entonces en una forma de lirismo que, dejando a salvo la apariencia fantasmagórica e ilusoria, se centra en la fuerza de los contrastes ocultos, en una voluntad por destacar colores nítidos, planos y fuertes que, como comenta acertadamente Jean-Charles Hoffelé, colocan su Debussy más cercano al mundo de los fauves que al de los impresionistas.


La fille aux cheveux de lin de Debussy. Samson François (EMI)

jueves, 27 de octubre de 2005

Azules

Cielo de Sevilla (26-10-05)
"Dijo el azul un día:
- Hoy tengo un nuevo nombre. Se me llama
Azul Pablo Ruiz Azul Picasso" (Rafael Alberti)

De los cielos de Sevilla en las tardes claras de octubre, el día siguiente a una jornada de lluvia. Azules intensos, plenos que cantaran (demasiado, ay) los idealistas del Modernismo, como José María Izquierdo, presa por siempre en la Alameda de su tierno y patético error de amor. Azules de pasear entre las sombras estrechas de la judería y no saber cuáles eran aquellos cielos que Romero Murube se lamentaba de haber perdido, porque junto a la gran cruz de forja, sentados en el banco de piedra, el azul, filtrado por el verde de las hojas, se hace tan frágil, tan fluido, tan líquido que desearíamos quedarnos ahí para siempre, divagando sobre ese naranjo cargado de azahar a destiempo. Azules de las grúas y de las norias, de las antenas enhiestas y de las cigüeñas que decidieron quedarse, azules de las calles bulliciosas y de los barrios lejanos y sucios, azul estrépito de las rondas, de las tejas que cantan a la Giralda y de las palmeras cimbreantes de los parques, azul magnolio el de Cernuda y azules los jacarandás y los cernícalos que chillan su amor por las avenidas. Luz azul del sur en otoño. Cielos azules de lluvia en tardes de indefinible tristeza. Transparencias de luna colgada por hilos invisibles, aunque el corazón llore por dentro y un pintor recorra moroso las calles, arrasadas por los orines y la mierda, de una ciudad imposible.

martes, 25 de octubre de 2005

Rojos

Ceci n'est pas un tomate
Los mejores eran los de doña Rosa, la madre del hueverón, una mujer lozana y fuerte, cuyas mejillas permanentemente arreboladas eran la mejor publicidad para los productos del huerto que trabajaba el marido, aquel hombrecillo pequeño y con piorrea que a mí me parecía imposible que fuera el padre de nuestro amigo José Antonio. Si hasta él mismo nos lo contó en una de esas noches de verano en las que, sentados en corro a la puerte del almacén de la funeraria, nos dábamos al morboso placer de las confidencias. "A mí se me murió un padre." Un padre, dijo. Y todos lo miramos con la boca abierta, que la muerte era entonces para nosotros una realidad aún demasiado lejana, pese a la cercanía de los ataúdes y las cruces imitando al marfil que a menudo veíamos salir por aquella puerta. Esa era la confesión más gorda que nadie había hecho nunca, por lo menos desde que el Migue reconoció haberse acostado con una prima y habérselo cogido todo. Trini se llamaba la prima, que yo desde entonces la miraba y me corría como un hilo de seda por la columna que me bajaba hasta la rabadilla y me obligaba a quedarme quieto y a apretar las piernas hasta casi hacerme daño. José Antonio estaba inflado, tuvo un padre que se murió y ahora tenía otro, se le notaba orgulloso por haber sido capaz de sorprendernos durante un momento, un rato que seguramente fue menor de lo que recuerdo, porque enseguida terció Fran, el sabelotodo: "Pero ese no era tu padre. Era sólo el primer marido de tu madre". Pues anda que acabó de arreglarlo, el enterado. Entonces las madres podían tener varios maridos. Yo ya veía a mamá haciendo desfilar por casa a un padre y otro padre y otro padre... Pero José Antonio no se amilanó, nos reservaba una sorpresa aún mayor. "¿Queréis saber cómo se murió?" Claro, cómo no íbamos a querer saberlo, ¿es que con siete años hay alguien que sepa cómo se muere la gente? "Se pegó un tiro. Tenía problemas con el dinero y se pegó un tiro." Hasta aquel momento, para nosotros los tiros sólo eran los que salían en las películas de indios, y ninguno pensaba que de verdad pudieran llegar a matar a nadie, luego los mismos indios y vaqueros salían en otras películas. Pero aquello era distinto. Un padre de José Antonio se había pegado un tiro y por eso él ahora tenía otro padre... Uf. Cómo puede llegar a impresionar la idea del suicidio la mente de un niño. Desde aquel día empecé a mirar a la madre del hueverón de otra forma y cada vez que entraba en su casa imaginaba dónde habría sido que su primer marido (¿pero de verdad había sido el primero?), desesperado por las deudas, se quitó la vida. ¿Tal vez fue en aquel taller de carpintero a medio desmantelar en el que jugábamos a construir edificios de veinte plantas? ¿Y dónde estaría la escopeta?, pensaba mientras miraba disimuladamente detrás del torno.

Eran los mejores, los más rojos, cuando tenían que ser rojos, y los más grandes y duros cuando mamá los abría por la mitad y me los daba con sal para que fuera haciendo ganas de comer. Yo frotaba una parte contra la otra con fuerza, como le había visto hacer a ella, para que la sal se introdujera bien y no se cayera al suelo al morderlos. Acababa de verlos en las manos de doña Rosa, metiéndomelos en una bolsa, sin pesarlos siquiera. "Dos kilos (aunque siempre eran más). Y toma, llévale a tu madre también estos pimientos, mira qué verdes están". Y yo lo cogía todo y salía corriendo, porque desde que conocía su secreto, las manos de doña Rosa me producían la misma sensación de angustia que las de Marín, el empleado de la funeraria que siempre que doblaban las campanas de la iglesia se acercaba con sus andares de grulla y abría la puertecita pequeña del almacén con esos guantes negros que Fran decía que eran los mismos que llevaba el asesino de no sé qué película de terror que había visto en casa de su primo Eduardo, aunque nadie lo creía ya, desde lo del buque fantasma todos sabíamos que Fran lo que tenía era mucho cuento y que lo único que le interesaba era impresionarnos, nada más que impresionarnos. Aquellos tomates aún inmaduros del mediodía, mientras el olor del cocido y el sonido de la válvula de la olla inundaban la casa, o aquellos otros rojos, tan intensos y sabrosos que el barreño de gazpacho no duraba ni medio almuerzo, se han quedado impresos en mi memoria para siempre. De los tiempos en que los tomates eran baratos y la tecnología muy cara. De los tiempos en que los niños aún jugábamos en medio de la calle durante horas sin que un solo coche viniera a molestarnos. De los tiempos en que las confidencias y los cuentos de terror tenían un sentido contados a la luz de un alto farol casi siempre estropeado. Hoy los tomates son carísimos y la mayoría de las veces absolutamente insípidos, así que hay que aliñarlos con vinagre y especias y acompañarlos con una loncha de queso feta o algo parecido para crear al menos la sensación de un sabor que siempre me parece artificial. Y aquel rojo del gazpacho del mediodía... Rojo como nunca he vuelto a verlo. Aunque, quién sabe, si la oferta de rojos sigue creciendo al ritmo actual, puede que los tomates, por lo menos, bajen de precio.

jueves, 20 de octubre de 2005

Anónimo

Foto de Robin Davies
Quand je menais les chevaux boire j'entendis le coucou chanter
Il me disait dans son langage "ta bien-aimée on va l'enterrer"
-Ah que dis-tu méchante bête j'étais près d'elle hier au soir
Mais quand je fus dedans la lande j'entendis les cloches sonner
Et quand je fus dedans l'église j'entendis les prêtres chanter
Donnais du pied dedans la châsse "réveillez-vous si vous dormez!"
-Non je ne dors ni ne sommeille, je vous attends dedans l'Enfer
Vois ma bouche est pleine de terre et la tienne est pleine d'amour
Auprès de moi reste une place et c'est pour toi qu'on l'a gardée.

Y si una tarde de otoño, bajo la lluvia...

Folía

Altre Follie. Hespèrion XXI y Jordi SavallLa folía es una especie de tarantela ibérica. En su origen fue un baile tradicional portugués, ampliamente documentado a finales del siglo XV y que, a través de España, se difundió por toda Europa para penetrar con una fuerza extraordinaria la música culta. Muchos compositores emplearon el bajo armónico de la folía desde principios del XVI para improvisar sobre él diversas melodías. Sin embargo, desde la segunda mitad del XVII, el bajo de la folía se asoció a un mismo discanto sobre el que los músicos construían variaciones. Ya en 1604, Kapsberger escribió variaciones sobre la folía en su Libro primo d'intavolatura di chitarrone, pero fue aquél un ejercicio que no tuvo continuidad inmediata. Habría que esperar a John Playford (1685), Henry d'Anglebert (1689) y, sobre todo, Arcangelo Correli (1700), Marin Marais (1701) y Antonio Vivaldi (1705) para que las variaciones sobre la folía se convirtiesen en un reto casi ineludible para cualquier compositor europeo que se preciase, pues en ella encontraban una forma ideal para demostrar su virtuosismo. (Hasta Bach empleó la folía en una de sus cantatas profanas.) Luego, durante el clasicismo, los compositores buscaron otro tipo de esquemas armónicos, pero la folía repuntó de forma espectacular durante el siglo XIX, y sobre ella volvieron músicos como Cherubini, Liszt o Rachmaninov.

Con Altre Follie, Jordi Savall regresa a uno de sus temas favoritos, pues ya dejó hace seis años en su mismo sello otro disco sobre el particular. Es en esta música, que admite una gran y sugerente variedad tímbrica así como un alto componente de improvisación, donde las maneras del último Savall y de Hespèrion XXI refulgen con mayor fuerza. Y es aquí donde la comparación que establecía al principio con la tarantela cobra todo su sentido. En ambos casos, se trata de una danza popular que conquista el terreno de la música culta, pero sin ceder ni un ápice de su vitalidad primigenia, de su sentido lúdico, de su espontaneidad, de su capacidad para tastornarnos temporalmente, aportando ese tan necesario toque de locura. Al fin y al cabo, Sebastián de Covarrubias había definido ya la folía en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de la siguiente forma: "Es una cierta dança portuguesa, de mucho ruido, porque ultra ir muchas figuras a pie con sonajas y otros instrumentos [...] y es tan grande el ruido y el son tan apresurado, que parecen estar los unos y los otros fuera de juyzio. Y assi le dieron a la dança el nombre de folía de la palabra toscana 'folle', que vale vano, loco, sin seso, que tiene la cabeça vana". Y es que hay días en que el toque de locura y el sentir la cabeça vana se hacen casi imprescindibles.


Folias echa [sic] para mi señora Doña Tarolilla de Carallenos (1650) de Andrea Falconiero. Hespèrion XXI. Jordi Savall (Alia Vox)

lunes, 17 de octubre de 2005

Lourié

Arthur Lourié retratado por Petr Mituric (1915)En febrero de 1914, Marinetti visitó Petrogrado con la esperanza de ganar a la esquiva vanguardia rusa para la causa futurista. El momento parecía ciertamente muy oportuno. La autocracia zarista se afanaba en apretarse con precisión el nudo corredizo con el que habría de acabar suicidándose. Con su entrada en la guerra en aquel mismo verano, el régimen quedaba condenado ("El zar hace el más hermoso regalo a la revolución", gritaba exultante Lenin desde Alemania). Pero Marinetti se encontró con una respuesta que no esperaba: un grupo de artistas rusos consideraba que la paternidad del movimiento futurista le correspondía, y para ello enarbolaban un manifiesto que precedía en el tiempo al del propio Marinetti.

Entre aquellos poetas y pintores rusos que despacharon sumariamente al gran hombre italiano se encontraba un músico apenas recordado pero que tuvo notable importancia en los ambientes pianísticos de los años 10 del siglo pasado, Arthur Vincent Lourié. Compañero de Vladimir Mayakovsky, Anna Ajmatova, Alexander Blok y Nikolay Kulbin, Lourié se consideraba la cabeza del futurismo en música. Seguramente él nunca llegó a conocer el Manifiesto de los músicos futuristas publicado por Francesco Balilla Pratella en octubre de 1910, en el que se animaba a luchar contra la tradición y el academicismo con arengas como ésta:

El Futurismo, la rebelión de la vida, la intuición y el sentimiento, estremecedora e impetuosa primavera, declara la guerra inexorable a las doctrinas, individuos y trabajos que repiten, prolongan o exaltan el pasado a expensas del futuro. Proclama la conquista de la libertad amoral, de la acción, la consciencia y la imaginación. Proclama que el Arte es desinteresado heroísmo y rechaza el éxito fácil.

Yo despliego a la libertad del aire y del sol la bandera roja del Futurismo, llamando a su símbolo incandescente a esos jóvenes compositores que tienen corazones para amar y luchar, mentes para imaginar, y rostros libre de cobardía. Y grito con alegría al sentirme libre de todas las cadenas de la tradición, duda, oportunismo y vanidad.


(Mirado desde hoy, no deja de resultar curioso el objeto principal de las iras de Balilla Pratella: Strauss, Debussy, Puccini. ¿Quiénes son Strauss, Debussy y Puccini? ¿Quién es Balilla Pratella?)

Para entonces, Lourié, que había nacido en San Petersburgo en 1892, no pasaba de ser un aprendiz de compositor, que se limitaba a extender un barniz debussysta sobre su estro indudablemente romántico. Es todo ello bien apreciable en los Préludes fragiles Op.1 (1908-1910) o en Estampes Op.2 (1910), piezas que recoge un curioso disco publicado por el sello Col Legno hace ya tres años, y en el que el pianista Daniele Lombardi interpreta obras juveniles del músico. Con los Quatre Poèmes Op.10 de 1912, la obra de Lourié evoluciona hacia un mundo mucho más personal, pese a que la sombra de Scriabin y del propio Debussy sigue pesando de forma considerable. Al año siguiente, Masques (Tentations) Op.13, colección de siete piezas breves (una de las cuales puede escucharse al final de este artículo) supone ya un logro importante, por la deformación a la que Lourié somete a la armonía tradicional y la forma de organizar la música mediante fragmentos perfectamente aislados unos de otros, un estilo que se consolida en Synthèses (1914) y en Formes en l'air - à Pablo Picasso (1915), en el que el compositor juguetea sin ambages con el dodecafonismo. Son sus obras pianísticas más importantes. Después, poco más.

Desde el retrato que le hizo Petr Mituric justamente en 1915 y que encabeza este artículo, Lourié nos mira con frío y lejano, acaso despreciativo, dandismo, un poco a lo Gabriele D'Annunzio. El atildamiento afrancesado de Lourié (su auténtico nombre ruso era Lur'e) no desembocó en cambio en ninguna forma de fascismo. Fue un hombre de la revolución, que llegó a recibir el nombramiento de Comisario de la Música en 1918, pero en 1921 se marchó a Berlín, donde entraría en contacto con Busoni. Luego conoció en París a Stravinski, a quien acompañaría en su exilio estadounidense. Con el tiempo, la música de Lourié acabó refugiándose en el pasado, pero no en el neoclasicismo de corte stravinskiano, sino en un modalismo muy cercano a la tradición litúrgica de su país. Lourié escribió algunas sinfonías y un par de óperas, que hoy no se tocan ni se representan nunca. Falleció en Princeton el 12 de octubre de 1966.


"Caché, avec une ironie suave". Masques (Tentations) Op.13 nº2, de Arthur V. Lourié. Daniele Lombardi, piano (Col Legno)

domingo, 16 de octubre de 2005

Futurismo

La calle entrando en la casa (1911). Umberto Boccioni
Acérrimos enemigos de la lentitud y de la memoria, los futuristas reivindicaban un mundo nuevo, hecho de máquinas, electricidad, provocación, ruido, velocidad y riesgo. El Primer Manifiesto futurista, que Filipppo Tommaso Marinetti publicó en 1909, exaltaba en efecto "el movimiento agresivo, el desvelo casi febril, la carrera, el salto mortal, el golpe y el puño". Convencido de que la tecnología había transformado por completo la esencia del hombre, Marinetti tomó el automóvil como gran símbolo de la aurora a la que despertaba la Humanidad ("un rugiente automóvil, que parece correr sobre la metralla, es más hermoso que la victoria de Samotracia"). El discurso antiacademicista ("Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de cualquier clase") se mezclaba con el ensalzamiento de la lucha, que era el único espacio en el que el artista podía encontrar la belleza, y que concluía lógicamente en un explícito canto al militarismo ("Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-").

En torno a Marinetti, poetas, pintores y músicos entendieron que la máquina habría de convertirse en el gran remedio para todos los males sociales, que en realidad lo estaba siendo ya, y la obligación de los artistas consistía solamente en transmitir la buena nueva al mundo, lo que los futuristas se tomaron bastante en serio. "¡Vallas publicitarias multicolores en el verdor de los campos, puentes de hierro encadenando colinas entre sí, trenes quirúrgicos perforando el vientre azul de las montañas, enormes turbinas con cañerías, nuevos músculos de la tierra, ojalá que los poetas futuristas os enaltezcan, porque destruís la vieja sensibilidad y los enfermizos arrullos de la tierra!", escribía Marinetti (me pregunto cuántos arquitectos y/o promotores inmobiliarios de nuestros días conocen este alegato).

El exaltado universo de los poetas futuristas apenas dio para unos pocos disparates versificados, algún que otro panfleto provocativo y curiosidades como Il Codice di Perelà, novela de Aldo Palazzeschi, sobre la que recientemente Pascal Dusapin compuso una ópera que ya ha sido llevada al disco. Acaso la más fértil herencia de la poesía futurista no fue la propia producción de sus más directos defensores, sino el abono del terreno artístico que en un primer momento se fundiría con el dadaísmo y mucho después germinaría en los happenings, performances y otras actividades nominalmente artísticas por el estilo, basadas inicialmente en la improvisación y la provocación y hoy ya carne de mercado.

Mientras los poetas futuristas se perdían buscando en el choque inexpresivo de los fonemas el fragor de las turbinas y el rugido del motor, los pintores parecían contar con algún punto bastante más sólido de referencia. La descomposición de la luz y el color que habría de sugerir la velocidad y el ritmo incesante de su ideario se había experimentado ya con éxito. El puntillismo y el cubismo eran tentaciones demasiado fuertes para los jóvenes pintores italianos fascinados por el discurso de Marinetti, y esos serían, junto a la fotografía, los dos puntales en que se apoyarían en unos frenéticos y pocos años los principales representantes de la pintura futurista. Entre ellos, fueron Giacomo Balla, Gino Severini y, sobre todo, Umberto Boccioni los que mayor talento demostraron. Pese al antihistoricismo extremo que el futurismo propugnaba, en La calle entra en la casa (1911), óleo que encabeza este artículo, a Boccioni se le cuelan algunas referencias del pasado absolutamente diáfanas (uno piensa enseguida en las más famosas obras de Paolo Uccello). Como en otro de sus grandes óleos, La ciudad que se levanta, los edificios de Boccioni representan un canto a las nuevas construcciones industriales ("Me dan asco las viejas paredes y los viejos palacios"), pero además en ese cuadro se transparenta un esfuerzo explícito por la suma de sensaciones, de perspectivas. En palabras del propio autor:

Al pintar a una persona asomada a un balcón, vista desde el interior de la habitación, no limitamos la escena para que el marco cuadrado de la ventana se haga visible; pero tratamos de reproducir la suma total de sensaciones visuales que la persona en el balcón está experimentando: la gente tomando el sol en la calle, la doble hilera de casas que se extiende a derecha e izquierda, los balcones con flores, etc. Eso implica la simultaneidad del entorno y, por lo tanto, la dislocación y desmembración de los objetos, la dispersión y la fusión de los detalles, libres de la lógica establecida.

Como Marinetti, Boccioni, que afirmaba buscar "lo nuevo, lo expresivo, lo formidable", vio en la Gran Guerra la ocasión magnífica para la higiene colectiva que precisaba la Humanidad, la manera ideal de barrer de un plumazo el viejo mundo de la tradición para crear otro nuevo a partir de los postulados del grupo, convertido a esas alturas en una auténtica secta. En 1916, en el transcurso de una maniobra militar, una caída de su caballo en Verona barrió a Boccioni del mundo de los vivos. Marinetti, en cambio, no fue higienizado por la contienda y su evolución intelectual lo llevó de forma lógica hasta el fascismo, que defendió fervientemente en una obra alucinada, Futurismo y fascismo (1924), cinco años después de que el Partido Político Futurista que él fundara se hubiera integrado en los Fascios de combate de Mussolini.

"Un mundo nuevo es posible", gritaban los futuristas, y con ellos los fascistas, los bolcheviques, los maoístas y todos aquellos que a lo largo del siglo XX entendieron que los regímenes políticos nacidos de las revoluciones liberales eran un impedimento para el natural despliegue de una Humanidad nueva, feliz, resplandeciente, transformadora y vital. Por eso, cada vez que oigo la frasecita de marras, yo me refugio en mi estudio y trato de esbozar sobre el papel las líneas esenciales de un búnker perfecto (se agradecería la ayuda desinteresada de un arquitecto de la lentitud).

sábado, 15 de octubre de 2005

Harriet

Harriet
1. En La lentitud, Milan Kundera nos advierte del coste que el hombre contemporáneo ha de pagar por el frenético ritmo de vida de la civilización urbana y tecnológica. En una reivindicación paralela de la sensualidad y de la memoria, Kundera contrapone el goce minucioso de los sentidos, en el que nuestro cerebro tiene tiempo para armonizar las sensaciones del pasado con las nuevas, con el consumo compulsivo, irreflexivo y acelerado, artificialmente inducido para provocar el más profundo de los olvidos.

2. En una de las escenas más célebres y glosadas de Madame Bovary, Emma y Léon tienen un encuentro sexual en el interior de un coche de caballos que recorre París sin rumbo fijo. "¡No se pare!", grita Léon al cochero cada vez que el fiacre parece detenerse. Y Flaubert, oculta discretamente nuestra mirada tras los visillos bajados del pesado vehículo, se solaza describiéndonos su recorrido. Calle Grand-Pont, plaza des Arts, muelle Napoleón, Pont Neuf, estatua de Pierre Corneille, La Fayette, estación de ferrocarril, Cours, Oyssel, Quatremares, Sotteville, Grand-Chaussée, calle de Elbeuf, Jardín Botánico, Saint-Sever, muelle Des Curandiers, muelle Aux Meules, plaza del Champ-de-Mars, Bouvreuil, Cauchoise, Mont-Riboudet, cuesta de Deville, Saint-Pol, Lescure, monte Gargan, Rouge-Mare, plaza de Gaillardbois, calle Maladrerie, calle Dimanderie, Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Maclou, Saint-Nicasie, Basse-Vieille-Tour, Trois-Pipes, Cementerio Monumental... "Después, a eso de las seis, el coche se detuvo en una callejuela del barrio Beauvoisine, y se apeó una mujer con el velo bajado, la cual se puso a andar sin volver la cabeza." Fin del capítulo. Sensación del goce amoroso extendido en el tiempo. La lentitud.

3. La tortuga de arriba se llama Harriet. Algunos dicen, aunque este extremo no ha podido ser confirmado, que es una de las que Darwin llevó hasta Inglaterra en el Beagle, después de que la capturara en 1835 en las islas Galápagos. Lo que sí aseguran los científicos es que Harriet tiene más de 170 años, es una hembra, aún ovula y lleva más de un siglo sin aparearse con ningún macho. Las tortugas son lentas. Acaso sabias.

jueves, 13 de octubre de 2005

Alambradas

«Il est démontré, disait-il, que les choses ne peuvent être autrement : car, tout étant fait pour une fin, tout est nécessairement pour la meilleure fin. Remarquez bien que les nez ont été faits pour porter des lunettes, aussi avons-nous des lunettes. Les jambes sont visiblement instituées pour être chaussées, et nous avons des chausses. Les pierres ont été formées pour être taillées, et pour en faire des châteaux, aussi monseigneur a un très beau château ; le plus grand baron de la province doit être le mieux logé ; et, les cochons étant faits pour être mangés, nous mangeons du porc toute l'année : par conséquent, ceux qui ont avancé que tout est bien ont dit une sottise ; il fallait dire que tout est au mieux.» (Candide. Voltaire)

Golpeémonos el pecho con dura saña por la vileza de haber nacido en Europa. Cómo se nos ocurrió abarcar con nuestros interminables brazos hasta los confines de la madre tierra, que si Dios situó justo en el centro del Universo fue para mejor significar su naturaleza edénica, abarcarla no para compartir la universal dicha que por ser hombres nos ha sido concedida, sino para transformarla en este inmundo estercolero de injusticia global, sangre, dolor, vísceras, CO2 y lágrimas que clama permanentemente contra nuestra maldad y nuestra incuria. ¡Oh, horrendas visiones las de nuestras almas corrompidas, más que almas, sepulcros blanqueados donde yacen la inocencia y la ternura primigenias! ¡Oh, sociedades corruptas y crudelísimas!, ¿cuándo cesarán las injurias con que nos alimentamos? ¿Cómo no se nos hace el bolo alimenticio una bola de pus en el estómago? ¿Cómo es que nuestro duro corazón sigue produciendo sangre y no hiel? ¿Qué horizontes aspiramos aún a alcanzar para inundar con nuestra podredumbre? ¿Cómo pudimos construir una civilización de ciudades malsanas y enfermas? Culpables por vivir. Culpables por respirar. Culpables por haber nacido. ¿Acaso no vemos que los muros, las fronteras, las alambradas están sólo en nuestra mente? Admitamos, humildemente panglossianos, que nuestro mundo era el mejor de los posibles, y que nosotros, viles hombres de Occidente, sedientos del mar de la injusticia, convertimos en una inmensa cárcel de la que ni nosotros mismos podemos ya escapar. ¡Oh, cómo ansío la llegada de la justiciera espada flamígera que acabe con nuestro miserable mundo de sombras y nos vuelva al estado de feliz naturaleza para el que fuimos engendrados! ¡La luz, señor, haz que la luz prenda en nuestras mentes y todos los muros caigan derribados por una ola de amor universal y un ansia infinita de paz! Amén.

martes, 11 de octubre de 2005

Requiem

Taedet animam meam. Officium Defunctorum. Tomás Luis de Victoria
Taedet animam meam vitae meae,
dimittam adversum me eloquium meum,
loquar in amaritudine animae meae.
Dicam Deo: Noli me condemnare:
indica mihi, cur me ita iudices.
Numquid bonum tibi videtur,
si calumnieris, et opprimas me,
opus manuum tuarum,
et consilium impiorum adiuves?

Numquid oculi carnei tibi sunt:
aut sicut videt homo, et tu vides?
Numquid sicut dies hominis dies tui,
aut anni tui sicut humana sunt tempora,
ut quaeras iniquitatem meam,
et peccatum meum scruteris?
Et scias, quia nihil impium fecerim,
cum sit nemo, qui de manu tua possit eruere.
(Job, 10: 1-7)

¿Es el Réquiem la música de nuestro tiempo? Que el arte era posible después de Auschwitz no es menester discutirlo ya. Acaso fue preciso cambiar la mirada despreocupada y un tanto altiva de los años 20 por otra más severa y vigilante (¿no había minado acaso el fascismo la base misma de la expresión artística?), pero cómo suponer que el impacto terrible de las cámaras de gas era nuevo para los artistas. En otras formas, la muerte y el horror han compartido con el ser humano los miles de años de su camino sobre la tierra. Quizá lo terrible de Auschwitz fuera la fusión perfecta entre el fanatismo criminal más despiadado y el progreso técnico capaz de ejecutarlo de la forma más cruel y a mayor escala que nunca hubiera podido imaginarse. ¿Pero acaso no recordamos las imágenes de la Ilíada, no conocemos las ciudades incendiadas y arrasadas hasta los cimientos, los cuchillos en las gargantas de los niños, las epidemias y hambrunas más devastadoras? ¿Desapareció el arte? No. Los artistas no sólo sobreviven al horror, conviven con él y nos lo muestran.

Así que tras Auschwitz (y tras Hiroshima y tras Corea y tras el gulag y tras Indochina y tras Camboya y tras la revolución cultural china y tras Biafra y tras Etiopía y tras Sudán y tras Ruanda y tras Srebrenica y tras las torres gemelas y tras Beslán, y no pretendo igualarlos, no...) a nadie le pudo parecer mal que se impusiera una música que desdeñaba la melodía y su carácter sensual y representativo para volcarse en una abstracción que solía materializarse con el ropaje de un expresionismo desgarrado y extremo. Todo lo demás era estéril formalismo cultivado por ensimismados adoradores del pasado. Había que crear un paisaje sonoro nuevo que provocara la reflexión y el compromiso y no el goce en los hombres.

Olvidaron acaso que en su disputa amarga con la muerte, músicos de todo tiempo y condición habían aprehendido ya la esencia misma de la desigual batalla y la expresaron en obras contritas y majestuosas, mientras que, paralelamente, se daban a la danza, al juego del sexo y el amor y al canto festivo de la primavera. Existe aún cierta idea falsa que hace a los hombres medievales insensibles a una muerte y a un dolor cotidianos. Hace tiempo que Johann Huizinga, en unas páginas memorables de El otoño de la Edad Media, desmintió semejante aserto: capaces de expresar su alegría de vivir hasta límites que hoy se nos escapan, la muerte del ser querido provocaba una profundísima tristeza de la que sólo se salía mediante rigurosos ritos de purificación, habitualmente, pero no siempre, religiosos.

En último término, la religión sólo existe por eso. Es el protector que los hombres inventaron para contener la angustia que les causa el saberse mortales. Tanto más arraigadas cuanto más solemnes, las iglesias encontraron pronto en la música la forma de expresar lo inexpresable, el misterio que al hombre no le ha sido dado desvelar pero que el orden de los sonidos permite al menos intuir. ¡Qué momentos debieron de ser aquellos en que por primera vez los monjes perdidos encima de una roca lejana daban sepultura a un compañero mientras entonaban los responsorios fúnebres en riguroso canto monódico! La misa de difuntos. El espacio ideal en el que palabra, rito y música se funden en una maraña de referencias inefables e irracionales para atrapar a los hombres. ¡Qué exquisito cuidado pusieron siempre los compositores en agradar a las jerarquías eclesiásticas escribiendo obras fúnebres grandiosas y sobrecogedoras!

Tomás Luis de Victoria compuso su Oficio de Difuntos (obra cumbre de la música española de todos los tiempos) en 1603, a la muerte de la Emperatriz María, hermana de Felipe II, que vivía retirada en el Convento de las Descalzas Reales de Madrid. El músico había regresado a España en 1587, después de veinte años de servicio al Papa de Roma, y desde el principio rechazó los cantos de sirena que le llegaban de las principales catedrales del país para asumir el modesto cargo de capellán y maestro de coro de las Descalzas. El Officium Defunctorum de Victoria, que sería publicado en Madrid en 1605, se componía de una Missa pro Defunctis a 6 voces, que se acompañaba del motete fúnebre Versa est in luctum, se cerraba con el responsorio de absolución Libera me y se abría con una lección de maitines, Taedet animam meam, que Victoria escribió en un sencillo y sobrio estilo homofónico a 4 voces, que sirve para encuadrar su canto a la muerte dentro de un estilo de emotiva, profunda y recogida contrición. El texto, de impacto directo al hígado, está sacado del libro de Job, una de las maravillas que contiene ese cajón de sastre que llamamos Biblia. Al frente de sus Sixteen, Harry Christophers grabó en abril pasado el Officium Defunctorum de Victoria en un disco (formato SACD) para su propio sello, Coro, que en España distribuye Harmonia Mundi. Dos meses después, The Sixteen presentaron el Requiem de Victoria en el Festival de Granada, en un concierto que desbordó todas las previsiones de los organizadores y dejó muy pequeña la capilla del Monasterio de la Cartuja, literalmente arrobada ante una interpretación que en su día juzgué demasiado brillante. El carácter penitencial, dolorido y absorbente del preámbulo queda en cambio maravillosamente atrapado en esta grabación.

¡Estoy hastiado de mi vida!
Voy a dar curso libre a mis quejas,
a hablar con la amargura de mi alma.
Quiero decir a Dios: ¡No me condenes,
dame a entender por qué te querellas contra mí!
¿Es decoroso para ti
hacer violencia, desdeñar
la obra de tus manos
y complacerte en los consejos de los malvados?

¿Tienes tú acaso ojos de carne
y miras como mira el hombre?
¿Son tus días los de un mortal,
son tus años los de un hombre
para que tengas que inquirir mi culpa
y andar rebuscando mi pecado,
cuando sabes que no soy culpable
y nadie puede librarme de tus manos?
(Job, 10:1-7)



"Taedet animam meam". Officium defunctorum de Tomás Luis de Victoria. The Sixteen (Coro)

Nada

Calavera de J. S. Bach, fotografiada por Wilhelm His
¿Adónde va el genio de los hombres cuándo mueren? ¿Quedan rastros en la materia física del talento, excepcional o no, de nuestros congéneres?

1. Cuando en 1955 el patólogo Thomas Harvey hizo la autopsia al cadáver de Albert Einstein, extrajo, sin el consentimiento de la familia, el cerebro del científico, al que previamente, y con el propósito de conservarlo, había inyectado formol, y cortó la masa encefálica en 240 pequeños pedazos que fueron colocados en un material transparente llamado celoidina antes de terminar en un par de jarras del salón de su casa en Wichita. En 1996, tal vez al darse cuenta muy tardíamente de la responsabilidad que había adquirido guardando una reliquia de tanto simbolismo para el mundo de la ciencia, la entregó al doctor Elliot Krauss, patólogo en jefe del Hospital de la Universidad de Princeton, que desde entonces se encarga de su custodia. Los diversos exámenes a los que ha sido sometido el distinguido órgano han desvelado algunas singularidades: primera, que el cerebro de Einstein pesaba 1230 gramos, algo por debajo de la media de los varones adultos, que suele rondar los 1400; segundo, que el científico carecía de un hueco que normalmente debe encontrarse en la región responsable del pensamiento matemático y de las habilidades viso espaciales, zona que era además un 15% mayor que el promedio humano. Algunos profesores piensan que estas singularidades anatómicas podían hacer que Einstein tuviera una mayor acumulación de células por neuronas, lo que habría facilitado la comunicación entre ellas, aunque, como afirma rotundo el doctor Mark Lythgoe, nadie ha dado todavía una explicación convincente de lo que hacía de Einstein uno de los mayores genios de la historia de la ciencia.

2. Johann Sebastian Bach fue enterrado el 31 de julio de 1750 en un ataúd de roble en el flanco sur de la iglesia de San Juan de Leipzig. Unas obras de ampliación realizadas en el templo en 1894 sacaron a la luz sus restos, que habían sido completamente olvidados. Wilhelm His aprovechó entonces para hacer un estudio completo del gran hombre, que incluyó un minucioso reportaje fotográfico, de donde ha salido la imagen de la calavera que encabeza este artículo. Terminados el estudio y las obras, los huesos de Bach volvieron a ser sepultados bajo la cripta de San Juan, pero esta vez en una urna de piedra. Tal vez este hecho fue lo que permitió que los despojos quedaran intactos cuando el templo fue destruido en un bombardeo aliado durante la Segunda Guerra Mundial. En 1950, los restos fueron expuestos de manera restringida, antes de ser trasladados a la iglesia de Santo Tomás, donde aún permanecen. Emil Cioran, el gran filósofo del escepticismo y la descomposición, tuvo ocasión de contemplar aquellos restos y nos dejó al respecto algunas reflexiones en su obra Ese maldito yo: "Bach en su tumba. Lo vi, como tantos otros, por una de esas indiscreciones a las que los enterradores y los periodistas nos tienen acostumbrados, y desde entonces pienso sin cesar en las órbitas de su calavera, que no tienen nada de original a no ser que proclaman la nada que él negó". (Citado en Ramón Andrés, Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros, página 73)

La nada que tantos niegan. El destino de todos.

Latencia

Dejan de comer. Así de sencillo. Cuando llega el invierno las tortugas dejan de comer. Ya mismo sucederá. Las veremos posadas indolentemente sobre la piedra o escondidas bajo el ánfora rota de escayola, mientras pasan una tras otra las horas. Lo notaremos porque los gammarus se quedarán flotando durante horas en el agua hasta que el incremento de su peso los haga hundirse y teñir el fondo de la balsa de un tono levemente anaranjado. El fenómeno de la hibernación me ha provocado siempre una estupefacción no exenta de emoción: ¡la de recursos que la vida busca para abrirse paso en las condiciones más adversas! Hay bacterias que pueden dormir tranquilamente, permanecer en estado de latencia durante años hasta que en un momento determinado, sin que aún sepamos en realidad por qué, un chip salta y vuelven a la actividad con una fuerza y un ardor capaces de acabar con la vida de un hombre aparentemente sano en sólo unos días.

Pasa lo mismo con los sentimientos. Se ocultan. Acechan. Esperan. Y cuando menos lo imaginas saltan y te destrozan.

domingo, 9 de octubre de 2005

Rayuela

Rayuela
En mi pueblo, a la rayuela la conocíamos como chingle (vaya usted a saber las revueltas que daría el idioma y a través de qué vericuetos para llegar hasta allí) y, aunque era juego de niñas, recuerdo haberlo practicado con cierta frecuencia, sobre todo cuando era más pequeño y no sentía ningún complejo por mezclarme con mi hermana y sus amigas. Al crecer se supone que tendría que haberme pasado a la lima, juego casi idéntico, pero que en lugar de practicarse con un guijarro sobre el duro suelo de las calles se jugaba en la arcilla húmeda de los jardines y descampados, con una lima u objeto punzante similar que había que ir clavando en cada una de las casas hasta llegar a la última, esa que en el remoto origen del juego representaba al cielo.

Y digo que se supone porque yo no fui nunca muy de jugar a la lima. En mi infancia los juegos eran estacionales, y la lima solía coincidir con el centro del otoño y compartía tiempo con las bolas (conocidas en otras partes como canicas), que arrancaban al final del verano y ya no se abandonaban casi hasta la primavera. A mí me gustaban las bolas, y aún recuerdo como si fuera ayer mismo aquella vez que mi excesivo entusiasmo me llevó a contraer una deuda de más de 500 canicas con un oponente mayor, pero algo ingenuo, al que fui retando sucesivamente a doble o nada hasta que logré ganarle una vez para recuperar la pérdida, que superaba con mucho el contenido de mi bolsa (aunque yo insistía en lo contrario: no se podía imaginar él la de bolas que guardaba en casa).

RayuelaEl primer día de lluvia del otoño me ha hecho recordar aquellos juegos y aquellas lluvias de la infancia. Coincide todo además con la aparición de un nuevo disco en Olive Music, el sello recentísimamente creado por Kees Boeke y Jill Feldman. Un disco titulado Rayuela y que interpreta un conjunto de igual nombre fundado el año pasado por los flautistas Claudia Gerauer, Martina Joos y Thomas Engel. Desconozco la razón de la elección de ese nombre (podría haber sido Hopstcoch, en inglés, o Marelle, en francés), aunque sospecho que la inmortal novela de Cortázar habrá tenido algo que ver. El disco, en el que participan también Claire Pottinger-Schmidt (viola da gamba), Thomas C. Boysen (tiorba y vihuela), Daniel Oman (laúd medieval, guitarra barroca y colascione) y Johannes Hämmerle (clave y órgano di legno), es una especie de cajón de sastre en el que, convenientemente arregladas para el instrumentario empleado, se interpretan obras del Llibre Vermell (O virgo splendens), Jacobus de Bononia y un par de anónimos del ars nova, Antoine Brumel, Diego Ortiz (la célebre Recercada segunda), John Baldwine, William Byrd, Elway Bevin, Thomas Simpson, Giovanni Battista Riccio, Giovanni Battista Fontana, Christopher Simpson y Dario Castello.

Ya nos dejó dicho Johann Huizinga que el juego es algo muy serio, que nuestras instituciones, nuestra cultura, nuestra civilización nacen del juego y en él siguen, pues cuando creen gobernar, juzgar, rezar o guerrear, los hombres en realidad están jugando, a menudo a ser dioses, un divertimento que puede llegar a ser muy peligroso, pero para el que no encuentro mejor metáfora que el de la rayuela. El alma se purifica para alcanzar la máxima elevación partiendo de realidades humildes, tan sencillas y encantadoras como esta versión de Bonny sweet Robin que Thomas Simpson publicó en su Taffelconsort (Hamburgo, 1621).


Bonny sweet Robin de T. Simpson. Rayuela (Olive Music)