sábado, 28 de enero de 2006

Dolorosa

Dolorosa de MurilloEl dios incognoscible y terrible del Antiguo Testamento no habría tenido ninguna posibilidad de sobrevivir en el seno de una civilización que marchaba lenta pero imparable hacia un humanismo iluminado por la idea de la compasión. La gran ventaja del Cristianismo sobre las otras religiones monoteístas del Libro fue que Dios se hizo hombre, nacido de madre mortal, y sufrió entre los hombres, como un hombre. Tal vez haya que buscar ahí la causa de que la resistencia de la Iglesia a ser penetrada por ideas que acabarían derivando en el laicismo de la sociedad fuera menos tenaz e intransigente que la que presentan todavía hoy el Islam y el Judaísmo oficiales.

Muy pronto, la devoción popular fue alejándose de las ideas absolutas, insondables e innombrables, para fijarse en los detalles del dogma que mejor encarnaban sus propias angustias y preocupaciones. Es por ello comprensible que la figura de la madre de Jesús se convirtiese pronto en objeto de adoración. Y no serían las nociones más incomprensibles y misteriosas en torno a su imagen (la virginidad, la asunción), cuya imposición sería tarea de intelectuales, las que suscitaron la atención de la mayoría de los creyentes, sino la más humana, la más cercana a la realidad cotidiana, la del dolor, el sufrimiento de una madre ante la muerte del hijo, perfectamente comprensible para cualquiera en un tiempo en que la mortalidad infantil era elevadísima.

Así, frente al canto de una complicada y extensa salmodia que hacían semanalmente monjes y clérigos, los iletrados repetían una y otra vez el Ave María, dando poco a poco forma a lo que iba a ser el rosario. De igual forma, y en paralelo con la conmemoración de la Pasión y Muerte de Cristo durante el Viernes Santo, la devoción popular encontró una forma de expresión natural en el lamento de María, que a finales del siglo XIII iba a producir una de sus más hermosas realizaciones en el Stabat Mater, un poema de autor anónimo (aunque todos los dedos apuntan hacia Jacopone de Tode, un fraile franciscano que murió en 1306, como responsable) formado por diez estrofas de tres versos cada una en las que se glosaba el dolor de María junto a la cruz. El texto, que nos ha llegado en versiones diferentes, pues sufrió multitud de arreglos y modificaciones, sobre todo, en su última estrofa, se convirtió desde el principio en objeto predilecto de los músicos, que encontraron en él una forma de volcar lo más profundo y delicado de su sensibilidad artística.

Desde el siglo XV empezaron a escribirse melodías secuenciales para entonar el Stabat Mater. La que ha sobrevivido en los libros litúrgicos contiene diez melodías, cada una de tres frases, en justa correspondencia con la estructura del poema. Pero muy pronto, los compositores empezaron a utilizar el Stabat Mater (completo o no) para adaptarlo polifónicamente. Las primeras versiones datan de finales del siglo XV, son debidas a Richard Davy, William Cornysh y John Browne y se incluyen en el Eton Choirbook. Contemporánea de ellas es la de Josquin Desprez, a partir del cual los nombres de los compositores se suceden sin descanso: Palestrina, Lasso, Sances, Salvatore, Charpentier, Steffani, d’Astorga, Caldara, Scarlatti (Alessandro y Domenico), Vivaldi, Bononcini, Pergolesi, Boccherini, Brunetti, Haydn, Rossini, Liszt, Verdi, Dvorák, Szymanowski, Poulenc, Penderecki, Pärt... He probado a escribir Stabat Mater en la página de Amazon y me han salido 559 resultados. Entre ellos, hay una apreciable mayoría dedicados al Stabat Mater de Pergolesi, sin duda el más popular de todos.

Stabat Mater de Pergolesi (Mirare)Napolitano de nacimiento, Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736) escribió la obra poco antes de fallecer, a los 26 años, por expreso encargo de la Cofradía de los Siete Dolores de Nápoles, que buscaba reemplazar con una adaptación más moderna la que les había dedicado Alessandro Scarlatti dos décadas atrás. Pergolesi habría de respetar el dispositivo de Scarlatti, con dos solistas (soprano y alto) acompañados por un conjunto de cuerdas y el bajo continuo, pero si la obra de Scarlatti buscaba subrayar el dramatismo del tema con una austeridad que hoy nos parece demasiado severa y alejada de la sensibilidad popular, Pergolesi consiguió articular en la misma obra la más delicada y pulcra sobriedad con las disonancias más expresivas y la mayor exuberancia del canto moderno, logrando una mezcla de atmósferas que se refuerzan expresivamente unas a las otras en un universo autosuficiente de claroscuros emotivos y palpitantes.

Muy bien representado en la discografía (como puede comprobar cualquiera que le eche un vistazo somero a la página de Amazon), acaba de aparecer una versión maravillosa del Stabat Mater de Pergolesi, interpretada por dos de los mayores talentos que en el mundo del canto han aparecido en España en los últimos años: la soprano Núria Rial y el contratenor Carlos Mena, que son acompañados por el Ricercar Consort dirigido por Philippe Pierlot. El disco aparece en el sello Mirare, que cuenta con distribución de Harmonia Mundi, y se completa con una Salve Regina para voz de alto (aquí, obviamente, la de Mena) que Pergolesi escribió por la misma época del Stabat Mater y con un breve Concierto a 4 de su paisano y contemporáneo Francesco Durante.

Stabat Mater dolorosa
Juxta crucem lacrimosa
Dum pendebat Filius.



Stabat Mater de Pergolesi. Núria Rial, Carlos Mena. Ricercar Consort. Philippe Pierlot (Mirare)

jueves, 26 de enero de 2006

Fusión

En los últimos años, el concepto de fusión se ha puesto de moda en el mundo del arte, singularmente en la música. Arrumbada en el desván de lo políticamente incorrecto la idea de modernidad que nació con los ilustrados, en su lugar se ha alzado un tótem formado por un batiburrillo de nociones confusas que, borrosa e inconexamente amalgamadas, han sido impuestas no sólo como la explicación más plausible de la realidad, sino como la única éticamente aceptable. Entre esas nociones, la de la multiculturalidad se ha infiltrado de tal forma en el pensamiento cotidiano y ha conseguido un estatus de tan inocua respetabilidad que puede resultar muy peligroso aceptarla sin someter previamente todos sus recovecos a una mínima crítica.

Igual que ocurre con la discusión sobre el término ‘nación’, que los nacionalistas periféricos pretenden hacer pasar envuelto en el papel de charol del culturalismo historicista para, una vez aceptado por todos, dar el salto lógico y reclamar lo que se deriva de sus implicaciones políticas, por ‘multiculturalismo’ nos quieren vender su capa folclórica y externa, una vez más meramente vinculada al costumbrismo, una gastronomía, una forma de vestir, una música, una forma de rezar, para una vez aceptado todo eso (¿quién puede negar el derecho de la gente a comer lo que le dé la gana, a vestirse como le plazca o a tocar el tambor y la balalaika en lugar del violín y el piano?), deducir las implicaciones jurídicas que de esa singularidad cultural se derivan. En el relativismo extremo al que nos ha conducido la filosofía posmoderna (¿quién pensaba que lo de Derrida no eran otra cosa que discusiones de catedráticos y eruditos, que jamás alcanzarían la plaza pública?), esta multiplicidad a la hora de entender las relaciones humanas se tendría como un bien deseable, y su opuesto, la uniformidad, como una forma de imposición autoritaria y deleznable. Por supuesto, mientras todo se quede en la superficie costumbrista no hay nada que objetar. El problema es que se pretende dar el salto de la cultura entendida como conjunto de costumbres de un grupo de individuos determinado a la cultura entendida como civilización. Y una civilización no es, en último término, otra cosa que una forma de entender el Derecho. Y, claro, ahí la cosa se pone ya delicada. Una sociedad no puede aceptar el solapamiento de dos o más formas de concebir las relaciones jurídicas entre sus miembros, de forma que la pertenencia a una u otra comunidad cultural determine el nivel de derechos de cada cual. Eso repugna a la noción de modernidad (y espero que de igual modo repugne a los posmodernos). Pero es que es eso, y no otra cosa, lo que late bajo la etiqueta de la multiculturalidad. Aterra pensar que esta sociedad relativista que estamos construyendo empiece considerando aceptable que las niñas musulmanas lleven, por imposición paterna, un pañuelito atado a la cabeza, luego que dejen de asistir a clase de gimnasia, más adelante que la obligatoriedad de la educación hasta determinada edad sea adaptable a su realidad cultural y social y más allá que puedan ser cambiadas por dos camellos en unas alegres vacaciones familiares de verano. Las sociedades (las civilizaciones) no son multiculturales. No pueden serlo. Las sociedades (las civilizaciones) son mestizas. Cuando alguien dice que vivimos en una sociedad multicultural no sabe en el fondo lo que está diciendo. ¿Que unos comen cerdo y otros cordero, que unos llevan el pelo rapado y otros se dejan crecer la barba hasta que se pueden hacer un nudo con ella en las caderas, que unos bailan agarrados de las manos y otros dando saltos con pértiga? ¿Y cuándo no?

No son esos, por llamativos que puedan parecernos, los elementos definitorios de una civilización. El Derecho. Desde los romanos, el Derecho, un Derecho que en nuestro caso se basa, tras la revolución francesa y de forma quiero creer que irreversible, en la categoría de ciudadano y la igualdad de todos los ciudadanos ante una ley que ya no admite tribunales de honor ni excepciones por razones de nacimiento, raza, lengua, sexo... (eso que ha costado tanto y deberíamos sabernos todos tan bien).

El mestizaje. Esa es la naturaleza del hombre. Ser gregario por naturaleza. Ser mestizo. Todos somos producto de la fusión de incontables elementos, tanto materiales como intangibles, muchos de ellos opuestos y amalgamados con el lento paso de los siglos. Hablar de fusión en la música no deja de ser por ello una tautología. Toda música es música-fusión. Ya sé, ya sé que el término ‘fusión’ suele emplearse de modo mucho más pedestre, como referido al encaje entre diversos estilos, terreno tremendamente resbaladizo, pues no basta poner juntos, pongamos por caso, a un guitarrista de jazz y a un cantante de flamenco para obtener música-fusión, igual que un puñado de chícharos y un trozo de chorizo en un plato no hacen por sí mismos un potaje. Y es que la fusión, entendida en este nivel, con la que muchos parecen haber descubierto un agujero negro en el centro de la galaxia, también ha existido siempre. Los compartimentos estancos jamás han dominado el terreno de la música. Todas las tradiciones han sido siempre permeables a elementos en principio ajenos. ¿Qué son las Cantigas de Santa María sino un ejemplo inconmensurable de fusión de estilos, qué es la viola da gamba sino un instrumento producto de la fusión de otros, qué significa el, incluso abusivo, empleo de la chacona, danza popular llegada de América, en la música culta europea del Barroco, en qué punto los cantantes populares napolitanos no reinventaban su propio estilo partiendo de lo que crearon los compositores cultos a partir de las tarantelas y otras danzas folclóricas, qué son sino fusión las canciones populares armonizadas por Falla o García Lorca, qué hizo Bartók, utilizando melodías y ritmos populares de Hungría o Rumanía sino un ejercicio máximo de fusión, no llevó Janacek la fusión hasta sus últimas consecuencias al emplear la musicalidad del lenguaje hablado que oía por las calles para componer sus óperas, etcétera, etcétera, etcétera? La fusión no es pues un invento posmoderno. Es más, en nuestros días su contenido se ha desdibujado y aun vulgarizado notablemente, al pretenderse que cualquier cosa que tenga orígenes distintos y suene a la vez o de modo alterno es fusión. Pocas experiencias más ridículas en mi vida que la de aquel concierto en que el grupo de Michael Nyman compartió escenario con un conjunto de música andalusí. Aquello no había por dónde cogerlo. Basura para yuppies desencantados. Porque para que podamos hablar de fusión no basta con sonar a la vez o con tocar una misma melodía de forma diferente. No. Para que exista fusión hay que integrar las características del otro estilo en el tuyo propio. E integrar no significa incluir o solapar sin más. Para integrar es necesario llegar a la esencia de lo que es distinto y ofrecerlo desde tu estilo, de modo que aunque pueda reconocerse la base de lo extraño, quede de tal forma mimetizado en tu propia forma de hacer que pase a formar parte de tu particular acervo. Salvando las distancias, lo que hizo Hernán Ruiz con el cuerpo de campanas para la Giralda. Pura armonía en la mezcla.

No dejó de resultar interesante, por ello, el experimento que vivimos el pasado martes en el Centro Cultural El Monte, con la actuación del Cuarteto Takács acompañado por el conjunto Muzsikás y la cantante Márta Sebestyén. Música de Bartók, acompañada por las piezas folclóricas en las que el compositor se inspiró, en ocasiones de forma por completo estilizada, como en el impresionante Cuarteto nº4, en otras, adaptando las originales melodías campesinas, como en los Dúos para dos violines o en las Danzas populares rumanas. En la línea de lo que vengo diciendo, el espectáculo en sí mismo tuvo poco de fusión. No fue fusión que Muzsikás tocase una danza o Sebestyén cantase una balada popular y, a continuación, el Takács ofreciese la versión hecha por Bartók a partir de ese tema. ¡La fusión ya la hizo Bartók! Tampoco fue fusión el que un violinista del Tákacs interpretase los dúos junto a un violinista de Muzsikás, si éste tocaba a la manera culta (¿habría funcionado de otra forma?). Acaso fuese la danza final el único momento en que pueda hablarse de pura y genuina fusión, con todos (Tákacs y Muzsikás) interpretando conjuntamente una melodía, la original pasada por el tamiz de Bartók, que vuelve a los instrumentos rústicos en que éste seguramente por primera vez la oyó, y recogen a su vez unos violines modernos, productos refinadísimos forjados en siglos de mezclas y combates, interesante metáfora de la condición humana.

viernes, 20 de enero de 2006

Decencia

Como norma, tengo que desplazarme un par de veces a la semana y por motivos profesionales al centro histórico de Sevilla. Lo hago a primera hora de la mañana (entre las ocho y media y las nueve) sorteando lo mejor que puedo el tráfico y a los repartidores de prensa gratuita, ese fenómeno posmoderno que nos aflige. A unos con un quiebro de cintura, a otros con un gesto de la mano o una mirada concluyente los voy dejando inmisericordemente atrás, pero hago una excepción. Se trata de una chica que suele colocarse sola en el cruce de la Avenida de la Constitución con la calle García de Vinuesa (hoy descubro que esta calle ha pasado a llamarse del Mar, y me pregunto si los sevillanos son conscientes del estrago sentimental, otro más, que supone esta reinvención permanente del nomeclátor de la ciudad). Su mirada franca, su sonrisa abierta y cordial, su amabilidad, su solitud y el lote aterradoramente desmoralizador de periódicos que se apilan junto a ella, me hacen tomarle el diario de las manos con un lacónico gracias y una sonrisa. El interés de la publicación me parece por completo nulo, pero no me cuesta nada cogerlo, echar un vistazo a la portada y, algún día, hojearlo someramente antes de depositarlo con frialdad en el contenedor de papel situado al final de la Avenida, cuando ésta se ensancha para abrirse a la Plaza Nueva.

Coincidiendo con la Navidad, este diario inició una campaña de recaudación de fondos entre sus lectores para el tratamiento médico y quirúrgico en España de niños iraquíes. Desconfiando como desconfío de todas estas operaciones de caridad cosmética, pensé que, al fin y al cabo, aquello no dejaba de ser una causa noble. Lo que no sabía yo era que el periódico iba a convertir la iniciativa en un circo, con titulares sensacionalistas casi diarios: la cifra del dinero recaudado, la recogida de los pobres niños en Bagdad, el viaje, la historia lacrimógena de éste y de aquél, la llegada a España, la hospitalización... Así hasta hoy, en que, justo encima del rostro de un pequeño evidentemente minado por la enfermedad, el periódico titulaba con inmensos caracteres: "El corazón de X... no pudo resistir más". He sentido una mezcla de asco y desprecio absoluto por estos tipos que no dudan lo más mínimo en usar el dolor de un niño y de su familia para vender su podrida mercancía y he arrojado el periódico indignado en la primera papelera que se me ha puesto a tiro. ¿Se ha perdido definitivamente la decencia o es sólo mi percepción subjetiva? ¡Buitres infames!

martes, 17 de enero de 2006

Aulós

Joven tocando un aulós doble o tibia. Pintura etrusca (c.490 a.C.). Tomba dei Leopardi, TarquiniaLos griegos atribuían al aulós un origen frigio. Según la leyenda, fue un invento de Hermes, a quien se lo compró Apolo a cambio de una vara de oro (el célebre “caduceo de Hermes”) y de que le enseñara el arte adivinatorio. El aulós era un aerófono de lengüeta, por lo que no debe ser confundido con la flauta (a la que los griegos llamaban syrinx), error tan común que caen en él la inmensa mayoría de los traductores de la, por otro lado, estupenda colección de clásicos de la editorial Gredos (ciento cincuenta de cuyos volúmenes son muy accesibles por haberse publicado una edición para venta en quioscos, que conservan íntegros las introducciones y todo el aparato crítico de notas: una vez más el mercado como instrumento utilísimo a la democracia). Es muy posible que el hecho de que el término ‘aulós’ no haya sido recogido aún en el Diccionario de la Academia (tampoco figura en el María Moliner, al menos en la edición digital que yo manejo, ni en el reciente Diccionario panhispánico de dudas) induzca al error, que sería eludible traduciendo por ‘chirimía’, pues como antecedente de la chirimía, y por tanto del oboe, es como hay que clasificar al aulós, instrumento empleado en múltiples ceremonias públicas gracias a la potencia de su sonido y característico de las fiestas vinculadas a los cultos de Cibeles y Dionisos, hecho por el cual Aristóteles desaconsejaba su uso en la formación de los jóvenes. En concreto en el octavo libro de la Política (1341a; 17 y ss.) afirma lo siguiente (utilizo la traducción de Manuela García Valdés para Gredos, cambiando cada vez las alusiones a la ‘flauta’ por el término que estimo más pertinente):

No se utilizarán en la educación ni auloi ni ningún otro instrumento técnico, como la cítara o cualquier otro de este tipo, sino sólo los que formen buenos oyentes de la música o de cualquier otra parte de la educación. Además el aulós no es un instrumento de carácter ético, sino más bien orgiástico, de modo que debe emplearse en aquellas ocasiones en que el espectáculo persigue más la purificación que la enseñanza. Añadamos que el aulós conlleva un elemento contrario a la educación, el impedir servirse de la palabra cuando se toca. Por eso hicieron bien los antiguos en prohibir su uso a los jóvenes y a los libres, aunque al principio lo habían utilizado. Pues habiendo adquirido más ocio, gracias a la prosperidad, y haciéndose más magnánimos respecto a la virtud, enorgullecidos por sus hazañas tanto antes como después de las Guerras Médicas, se dedicaban a todo tipo de aprendizajes, sin hacer distinciones, sino en su afán de saber. Y por ello introdujeron también el aulós en los estudios. Así en Lacedemonia un corego tocaba él mismo el aulós, acompañando a su coro, y en Atenas se extendió su uso tanto que casi la mayoría de los hombres libres sabían tocarlo. Prueba clara de ello es la tablilla que dedicó Trasipo cuando actuó como corego de Ecfántides. Pero más tarde se desaprobó como resultado de la misma experiencia, cuando pudieron juzgar mejor lo que contribuía a la virtud y lo que no. Igualmente también ocurrió con muchos instrumentos antiguos, como las pectides [arpas], los bárbitos [liras] y los que contribuyen meramente al placer de los que los oyen tocar, como heptágonos, triángulos, sámbicas [pese a sus nombres, eran todos instrumentos de cuerda de la familia del arpa y la lira] y todos los que requieren destreza manual.

Buen fundamento racional tiene el relato mítico transmitido por los antiguos sobre el aulós: dicen que Atenea después de haberlo descubierto, lo tiró. Y no está mal afirmar que la diosa lo hizo disgustada porque el aulós deformaba su rostro. Sin embargo, es más verosímil que fuera porque la enseñanza de tocar el aulós no sirve en nada al desarrollo de la inteligencia y a Atenea es a quien atribuimos la ciencia y el arte.


Justo el año pasado por estas fechas (Encantamiento), aludí a la leyenda que vinculaba a Atenea con la invención de la flauta aunque casi con toda seguridad, como recoge Ramón Andrés en su excelente Diccionario de instrumentos musicales al que me he referido ya en otras ocasiones, esa flauta fuera en realidad un aulós doble (como el que toca el joven de la pintura etrusca que figura al principio de este artículo, y que los romanos llamaron ‘tibia’), lo cual justificaría mucho mejor la hinchazón de los carrillos de la diosa, ya que la lengüeta del aulós requiere mucha más fuerza de soplido que el bisel de la flauta.

Para la descripción del instrumento, lo mejor es seguir al pie de la letra lo que nos dice Andrés:

Este aerófono consistía en un tubo que culminaba, en los modelos más modernos, con un ligero acampanamiento. Su número de orificios digitados varió según el período, pues con el transcurso del tiempo fue aumentando; éstos recibían el nombre de trýpemata y su proporción osciló entre cuatro y quince. Sin embargo, Alejandro de Afrodisia (fl. princ. siglo III) nos habla de un aulós de 24 orificios en su Comentario de Aristóteles. Diecisiete agujeros estaban situados a un lado, y los siete restantes en el otro. En el aulós, el orificio de mayor proporción –el primero, con el que se producía el sonido más amplio y grave– se denominaba bómbyx, mientras que el último y más pequeño era llamado oxytáte. Estaba construido originalmente con un tallo de caña, cuya longitud variaba entre los 45 y los 55 cm, pero con posterioridad fueron empleados la madera, el metal o incluso el marfil. Una pieza de hueso o madera (holmos) servía para sujetar la lengüeta; en ocasiones, entre ambas piezas se colocaba otro tubo de conexión (hypholmion). La lengüeta era llamada glotta o glossís, y los auletas y músicos cortesanos (hetaral) después de su tañido la guardaban en un estuche que llevaban colgado del cuello, denominado glottokomeion o glossakonion. Con mucha frecuencia, si el aulós poseía más de seis agujeros, contaba con un primitivo mecanismo destinado a facilitar el cierre total o parcial de éstos. Este dispositivo estaba formado por una serie de anillos cuyo radio correspondía a la dimensión del cuerpo instrumental. Dichos aros giraban de tal modo que podían superponer en el orificio pertinente una pieza que llevaban adosada. Prónomos de Tebas (siglo V a. de C.) introdujo esta mejora, la cual hizo posible que todas las harmoníai pudieran ser ejecutadas con el mismo instrumento. El sonido podía modificarse también mediante la presión de los labios sobre las cañas de la lengüeta. Asimismo, y a fin de facilitar el caudal de aire preciso para lograr sin dificultad la doceava y su correspondiente sexta, se practicaba una pequeña perforación muy cerca de la toma de aire.

Música de la Grecia Antigua. Ensemble Melpomen (Harmonia Mundi)Como hacían los practicantes de otras disciplinas artísticas, los auletas también se enfrentaban en reñidas competiciones, en las que destacaron músicos como Prónomos de Tebas, Ptolomeo XI, Timoteo de Mileto y Filóxeno. Nada de aquella práctica musical ha sobrevivido al paso del tiempo. Unas simples anotaciones fragmentarias datadas a partir del siglo II de nuestra era, e imposibles de descifrar, es todo el rastro que ha quedado de una importantísima tradición de siglos. ¿Todo lo que ha quedado? No. También contamos con las fuentes literarias y, lo que es más importante, con algunos restos de instrumentos y una detallada iconografía que ha sobrevivido tanto en pinturas como, muy especialmente, en la decoración de las vasijas cerámicas. Estos rastros han servido para la reproducción de muchos instrumentos antiguos (en otro ámbito, el trabajo de Rafael Pérez Arroyo con la música del Egipto faraónico fue admirable, más en su aspecto documental y de reconstrucción de instrumentos, que en su intento de ofrecer algo que pudiera parecerse a las prácticas musicales de tan lejanos tiempos) y es el que ha seguido Conrad Steinmann para ofrecer su aproximación discográfica, en el sello Harmonia Mundi y al frente de un grupo que se hace llamar Ensemble Melpomen, a lo que pudo ser la música de la Grecia Antigua. Apoyándose en los trabajos de reproducción instrumental de Paul J. Reichlein, aplicando las reglas prosódicas de la poesía griega y usando textos de algunos de sus más importantes cultivadores (Anacreón, Alceo, Safo, Homero, Arquíloco, Baquílides), Steinmann ha imaginado cómo pudo sonar la música en un symposion ateniense, es decir, un banquete con juegos y actividades artísticas y de ocio, dedicadas en esta ocasión al vino y al amor. (Eran sabios estos griegos.) Por supuesto, que la melodía responde a la imaginación del intérprete, pero el disco nos ofrece una imagen bastante verosímil del sonido de los instrumentos. En concreto podemos oír un aulós, un bárbitos (especie de lira, como ya dije), así como diversos instrumentos percutivos (kymbala, tympanon, krotala) y un salpinx (especie de trompeta). El fragmento que ofrezco es la llamada para empezar el banquete. Akoúsate (Escuchad), nos dice el anfitrión, y en efecto escuchamos junto a un cantante (Luis Alvez da Silva) y un aulós (que toca el propio director del grupo) unos rhomboi, par de piedras en forma de losa que eran empleadas como máquinas de viento y aquí manipula Massimo Cialfi. En el resto del disco colabora también Arianna Savall, como cantante y tañedora de bárbitos. El resultado es, cuando menos, excitante. Encantamiento.


Akoúsate. Ensemble Melpomen. Conrad Steinmann (Harmonia Mundi)

domingo, 15 de enero de 2006

Arquitecturas

La música de José María Sánchez Verdú (Algeciras, 1968) resulta de una feliz combinación entre la sólida arquitectura germánica y la sensualidad tímbrica mediterránea. Alumno, entre otros, de Juan Alfonso García, Antón García Abril, Franco Donatoni y Hans Zender, Sánchez Verdú tiene amplísimos intereses culturales, que van de la música medieval y renacentista (es un extraordinario conocedor de Ockeghem y Josquin, por ejemplo) a la literatura árabe y persa, la pintura de Paul Klee o la forma de transmisión de la información en abejas y hormigas, intereses que aparecen reflejados con frecuencia en sus obras, en ocasiones tomados como motivo, inspiración o simple punto de partida, otras veces formando parte de la propia naturaleza de sus composiciones en forma más o menos estilizada.

Lo primero que llama la atención cuando se oye una obra de Sánchez Verdú (casi cualquiera: la primera que yo escuché en directo fue Maqbara) es la riqueza tímbrica que obtiene de los instrumentos tradicionales, que conoce tan exhaustivamente como para explotar hasta el límite sus posibilidades sonoras, tanto en su registro convencional como explorando el sonido que puede producir en cuanto simple objeto. La importancia concedida al timbre marca en gran medida su música, como la preocupación por el detalle y la exquisitez en el tratamiento de las texturas, la atención a los elementos rítmicos (sus obras parecen muchas veces organismos vivos que respirasen) y el gusto por el estilizamiento geométrico, tan característico de la decoración islámica o de la pintura de Pablo Palazuelo, uno de cuyos cuadros ocupa la portada de este CD de Columna Musica, el primero completamente monográfico que se le dedica (en los próximos meses, sendos discos publicados en Harmonia Mundi, Almaviva y Col Legno vendrán a unirse a este, prueba del interés cada vez mayor que despierta su trabajo). El disco contiene siete obras de diversos géneros, que se han venido registrando en los dos últimos años en circunstancias diversas.

Ahmar-aswad (2001; Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt dirigida por Pascal Rophé el 4 de marzo de 2005 en Frankfurt), obra orquestal estrenada en el teatro Alameda de Málaga el 31 de enero de 2002, es la cuarta parte de un ciclo sinfónico titulado globalmente Kitab ak-alwan (Libro de los colores) y está dedicada a Pablo Palazuelo. Sánchez Verdú muestra aquí su interés por la sinestesia (relación de colores con las notas musicales), lo que remotamente lo hermanaría con Scriabin. En Ahmar-aswad son el rojo y el negro (eso significa su título árabe), que corresponden a las notas sol y do, los que se entrelazan como en un diseño de lacería islámica.

Arquitecturas de la ausencia (2002-2003; Cello Octet Conjunto Ibérico dirigido por Elías Arizcuren, en grabación cedida por el sello holandés Etcetera) está escrita para octeto de violonchelos y fue estrenada en el Auditorio Nacional de Madrid el 10 de junio de 2003. Dividida en cuatro movimientos, la obra está marcada por la ausencia de algún elemento en cada uno de ellos: I. “Elogio de la sombra”, falta la luz; II. “Arquitectura de espejos y ecos”, espejos y ecos empleados como símbolos místicos de la ausencia; III. “Fragmento en negro”, ausencia de color; IV. “Arquitectura del silencio”, ausencia de sonido. Inspirada también en el arte de Palazuelo, es una de las obras más admirables de su autor. Sánchez Verdú maneja un instrumento de treinta dos cuerdas y ocho cajas de madera, consiguiendo combinaciones tímbricas auténticamente inauditas e insólitas. Divididos de forma genérica en dos coros, los violonchelos suenan a cuerda, a madera, a metal, creando sensaciones por completo diversas, desde la incorporeidad de la “Arquitectura de espejos y ecos” al enérgico y casi amenazante “Fragmento en negro”, para terminar con las infinitas sutilezas dinámicas, todas en el límite de lo audible, de “Arquitectura del silencio”, con los ocho violonchelos trabajando permanentemente sobre la cuarta cuerda.

Qabriyyat (2000; Ensemble Oriol Berlin dirigido por Ilan Volkov el 15 de marzo de 2002 en Frankfurt) es una obra para orquesta de cuerdas dedicada a Hans Zender y estrenada en la Expo de Hannover el 6 de julio de 2000. Qabriyyat significa “Epitafios” en árabe y Sánchez Verdú explica que con la obra pretendía evocar estilizadamente el aspecto físico, plástico de las inscripciones funerarias de un cementerio islámico. Obra en dos movimientos, de extremas tensiones dinámicas, con trémolos casi constantes y empleo del ruido de una forma que quizá recuerde a Helmuth Lachenmann. En el segundo movimiento suena por un instante, como en una transparencia, el Introito del Requiem de Ockeghem, cubriendo así varios de los intereses artísticos del autor: el universo islámico, la música medieval occidental y la confluencia de diversas tradiciones culturales en un punto común, en este caso relacionado con la muerte.

Machaut-Architektur V (2004; Taller Sonoro el 2 de junio de 2004 en Sevilla) forma parte de un proyecto de cinco piezas escritas para ser intercaladas entre los distintos movimientos de la Misa de Notre-Dame de Machaut. En el Teatro Central de Sevilla, la obra se ofreció con piezas no sólo de Sánchez Verdú, sino también de José Manuel López y Elena Mendoza, pero Sánchez Verdú completaría después las cinco piezas de su propia mano, y así la estrenaría Taller Sonoro el 18 de mayo de 2005 en Molina de Segura (Murcia). De su obra, escrita para flauta, clarinete, saxo, piano, percusión, violín y violonchelo, y que parte una vez más de su interés por la música europea del medievo, comenta el propio autor que pueden observarse “procedimientos musicales, como la isorritmia, así como otros casi de orden arquitectónico. Las piezas I, III y V presentan algunos materiales similares que son articulados en estratos distintos, en tiempos de proporción doble (proportio dupla) y en niveles polifónicos diferentes, ofreciendo un cierto tipo de rima musical. Las piezas II y IV, por su parte, presentan igualmente otra serie de correspondencias reconocibles, aunque se trate de instrumentaciones diferentes. Uno de los puntos culminantes es la superposición, en Machaut-Architektur V –la pieza más compleja del ciclo– de un material anterior ya conocido de los movimientos I y III, que aparece incrustado en el material de este quinto movimiento, desarrollándose ambos en perfecta sincronía y en un elaborado y para mí fascinante juego con la percepción musical y psicológica”.

El Trío III “Wie ein Hauch aus Licht und Schatten” (Como un soplo de luces y sombras) (2000; Trío Dhamar el 2 de octubre de 2003 en Madrid), escrito para la formación clásica (violín, violonchelo, piano) está dedicado a Cristóbal Halffter y fue estrenado en el Pabellón alemán de la Expo de Hannover el 3 de septiembre de 2000. La obra parte de nueve fragmentos poéticos de los Poemas de la consumación de Vicente Aleixandre, versos que aparecen decorando epigráficamente la partitura. Son los siguientes: “Ignorar es vivir/ Saber morirlo.// La memoria de un hombre/ está en sus besos.// El labio sólo sabe a su final/ sabor: memoria, olvido.// La huella de tu espuma,/ cuando el agua se va,/ queda en los bordes.// Llueve tu amor/ mojando mi memoria.// La majestad de la memoria es aire/ después o antes. Los hechos son suspiro./ Ese telón de sedas amarillas/ que un soplo empuja, y otra luz apaga.// La noche es larga,/ pero ya ha pasado.// Solo, desnudo,/ esperas.// Pero ya no amanece”. La obra es típica de Verdú, en la desfiguración del perfil clásico de los instrumentos, en el refinamiento exquisito de las texturas, en el juego de los límites (secuencias que bordean el silencio, un poco a la manera de Sciarrino; contrastes entre graves y agudos; juego entre los solistas y el conjunto, que puede llegar a producir sonoridades casi sinfónicas), en su base poética, que trasciende a la abstracción del puro sonido.

Arquitecturas del silencio (2004; Esteban Algora el 12 de marzo de 2005 en Madrid) es una obra escrita para acordeón solo que estrenó Esteban Algora en el Festival de Cagliari el 24 de noviembre de 2004 y que forma parte de un ciclo reciente que se engloba bajo el título genérico de Arquitecturas. Como puede imaginarse cualquiera a estas alturas, el acordeón suena a todo menos al acordeón tradicional de los que tanto escuchamos ahora por las calles en manos de inmigrantes balcánicos. Empleado a la vez como instrumento de viento y de percusión, Sánchez Verdú combina la emisión de aire (sin altura definida) y el puntillismo de los toques percutivos sobre la caja con largas líneas mantenidas en el tiempo, creando, a través del sentido más puramente físico del sonido (aire, madera, zumbido) una curiosa y paradójica sensación de irrealidad.

Finamente, Paisajes del placer y de la culpa (2003; Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt dirigida por Peter Rundel el 5 de diciembre de 2003) se ha convertido en apenas dos años en una de sus más célebres partituras sinfónicas (será incluida también en los discos de Harmonia Mundi y Almaviva). Estrenada por Pedro Halffter en Berlín el 23 de agosto de 2003, la obra toma su título del libro homónimo de Ignacio Gómez de Liaño y se estructura en tres movimientos, que suenan sin solución de continuidad, trazando una especie de viaje iniciático por tres espacios diferentes. Son la idea renacentista del jardín, como lugar cerrado y místico, y la historia de amor de Polifilo recogida en la Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna, que editó Aldo Manuzio en Venecia en 1499, los puntos de partida extramusicales para una obra que puede servir como fiel representante del estilo actual de su autor. El primer movimiento, “Jardín de vidrio”, parte de la repetición de unos acordes en los que se combina el aire de los instrumentos de viento con unas líneas agudas de los de cuerda. El coqueteo con las dinámicas más sutiles y con el silencio, la disposición geométrica de los diferentes elementos, pretenden dar esa sensación de inmovilidad y frialdad del vidrio. Pese a compartir la finura y exquisitez con que están encajadas las texturas, bien diferente resulta “Jardín de seda”, pieza ondulante y evanescente, suave y leve, en la que las sonoridades más tenues y graves son rotas secuencialmente por figuraciones rápidas de un violín, como si una racha de viento (y el aire vuelve a estar bien presente aquí) moldease el ramaje de seda de los árboles. “Jardín de oro” cierra la obra mediante el empleo de materiales más pesados, dinámicas más amplias y una tensión armónica más descarnada y acuciante.

Música siempre fascinante, por momentos hipnótica, la obra de Sánchez Verdú tiene mucho de ritual, que parece estar reclamando permanentemente nuestra participación.


"Jardín de vidrio", de Paisajes del placer y de la culpa de José María Sánchez Verdú. Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt. Director: Peter Rundel. (Columna Musica)

viernes, 13 de enero de 2006

Polémicas

En un artículo publicado en el diario El País el pasado 10 de noviembre (Sólo quiero lo mejor para ti), Félix de Azúa hacía un símil musical para arremeter contra el proyecto de estatuto catalán. En opinión de Azúa, igual que había compositores ensalzados por un núcleo minoritario de especialistas, pero que no contaban con el beneplácito general del público, el estatuto había sido diseñado por un grupo de políticos al margen de las preocupaciones de la mayoría de la población catalana. Las alusiones de Azúa cobraron especial valor en los medios artísticos, ya que en su balanza se contraponían Shostakovich (el popular) y Schoenberg (el minoritario). Al referirse a Schoenberg, no sólo tocaba Azúa a uno de los grandes santones de la modernidad, sino que, de camino, parecía arremeter contra todas las vanguardias surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, que tomaron como gran modelo a Anton Webern, su alumno más críptico, y no a Berg, el más romántico y aceptado por los públicos.

Sólo quiero lo mejor para ti
Félix de AzúaUno de los más respetados musicólogos vivos, Richard Taruskin, autor de una historia de la música occidental en seis volúmenes que incluye un elegante capítulo sobre rock (Oxford), tuvo una iluminación en ocasión de uno de sus viajes a Moscú. La orquesta del Conservatorio interpretaba la Séptima sinfonía de Shostakovich cuando Taruskin acertó a ver en la expresión de los oyentes una apasionada emoción que rara vez había observado en los conciertos de música moderna. Como Pablo de Tarso en su camino hacia Damasco, cuenta el crítico que vio con cegadora claridad que se había equivocado totalmente. No sólo él, lo que habría carecido de importancia, sino el conjunto de la musicología occidental. Se percató de que la teoría, la historia y la crítica sobre la música del siglo XX había cometido un error monumental. La música que sobreviviría, la que seguiría oyéndose cien años más tarde, sería la de Shostakovich, no la de Schoenberg.

Una afirmación como la anterior todavía suena escandalosa o estúpida para buena parte de los críticos, teóricos e historiadores de la música. Y en España, más. Para aquellos que sean totalmente sordos a la música clásica les diré que equivale a afirmar que Hitchcock soportará mejor que Eisenstein el paso del tiempo, o que Spielberg es más importante que Tarkovsky. Lo cierto es que Shostakovich está cada vez más presente en la vida musical, en tanto que Schoenberg se mantiene donde siempre estuvo, con la exigua minoría de expertos. Y se le están muriendo los subscriptores.

La paradoja sobre el valor de las obras de arte es que éste parece no depender del público, pero, ¿es en verdad posible que una obra de arte sea extraordinariamente valiosa, aunque nadie o muy poca gente quiera oírla, verla o leerla? Quienes afirman, por ejemplo, que la música de Schoenberg es fundamental y en cambio otra más popular como la de Stravinsky, es trivial o incluso "mala" (así lo afirma Theodor W. Adorno, modelo de los defensores de Schoenberg), ¿no están diciendo, en realidad, otra cosa?

Según esta posición, la importancia de Schoenberg, de Webern, del serialismo, del dodecafonismo, de las secuelas de Darmstadt, del IRCAM o de otros centros de producción experimental, es independiente de que haya alguien que quiera oír sus productos. El Arte vive para sí mismo. Quienes deciden sobre su valor (dicen) son los expertos, los profesionales. El público no puede decidir el valor de la obra de arte, porque entonces sería más valioso un musical de Broadway que una ópera de Schoenberg.

Esta inacabable disputa es inútil. Juzgue lo que quiera el experto, en el caso de la música (como en el del teatro) quien decide es el público porque la música es un espectáculo. De modo que Gershwin, Britten, Prokofiev o Janacek seguirán sonando en las salas de concierto, pero Schoenberg (utilizo su nombre como metáfora) cada vez menos. Quizás esto sea lamentable, pero también es inevitable. La dificultad que plantea Schoenberg es de un orden totalmente distinto a la que plantean compositores exigentes y sin embargo accesibles como Bartók.

Es justamente esa dificultad lo que permite que el valor de la música de Schoenberg no lo decida el público de los conciertos, sino el teórico y el historiador que creen que la historia de la música tiene un sentido trascendental. Si la historia de la música tiene ese sentido, entonces Schoenberg es la consecuencia de una cadena causal que desde Wagner viene anunciando la llegada del Mesías (Schoenberg). El valor de esa música tan escasamente popular es un valor histórico, filosófico y (sobre todo) religioso, más que musical. Por "religioso" me refiero a la creencia o la fe en que los procesos artísticos, sociales, económicos, en fin, los relatos históricos, tienen un sentido y sólo uno, a diferencia de las novelas. Por ejemplo, que la historia del Arte muestra el proceso de autoconciencia de las artes, que la historia de Francia es la de la Libertad de su Pueblo, que la sociedad capitalista ha entrado en su fase terminal, y cosas semejantes. Quien así piensa, está obligado a tener a Schoenberg por un músico más importante que Stravinsky.

Cuando la importancia de un hecho, suceso, objeto o caso no la determinan aquellos que lo financian y sufren las consecuencias, sino los expertos, los historiadores y los teóricos metafísicos, entonces estamos en un medio ajeno a la democracia y típico de la tradición autoritaria europea. Que la gente disfrute con Tchaikovsky y se aburra con Schoenberg puede ser lamentable, pero que para salvarles de su error se les condene a oír al vienés a todas horas, es despótico. En general, eso no sucede porque los conciertos se pagan, pero allí donde el contribuyente carece de poder de compra, sucede con harta frecuencia.

Compárese con lo que está sucediendo en la surrealista gestación del Estatuto catalán. Los expertos, los historiadores, los teóricos y los profesionales catalanes han decidido que "históricamente" (sea esto lo que sea) Cataluña tiene más derecho que Murcia a cualquier cosa, que la nación catalana posee una existencia de orden metafísico previa a sus habitantes, y que en la jerarquía de las naciones Cataluña sólo es comparable a Francia y superior a España. Cataluña es un pedazo de Schoenberg fundado en razones trascendentales. De momento, el público español ha desertado las salas de conciertos donde suena el Estatuto y son los expertos quienes se ven obligados a hacer publicidad para que la gente se entusiasme, o a condimentar encuestas carísimas que confirmen lo acertados que estaban y el éxito loco de estos conciertos a teatro vacío. Su alternativa es tocar sólo para adictos a Schoenberg.

La iluminación de Taruskin, hombre formado en la filosofía europea del siglo XX, filosofía impregnada de historicismo hegeliano y mesianismo marxista, es tan sencilla como esto: el descubrimiento de la democracia. La palabra "democracia", como lo prueba la dudosa moralidad de quienes la usan sin descanso para justificar sus deshonestidades, está cargada de instancias éticas. Parece como si lo democrático fuera lo moralmente bueno, cuando en realidad lo democrático es simplemente el conjunto de mecanismos que se despliegan de un modo casi inevitable para el control y la dominación de sociedades masivas con enormes potenciales energéticos y económicos. La democracia es tan sólo una técnica social eficaz para mantener el orden en un medio cuyo estallido sería funesto. Este mecanismo puede utilizarse bien o mal, pero no es un estado de gracia. Los políticos novatos utilizan la palabra como los católicos usan la palabra "devoción", y se acusan unos a otros de no ser democráticos... ¡como si fuera posible no serlo! Sin embargo, "demócrata" equivale a: "concernido por el mercado". El político demócrata es aquel que se ofrece en un mercado donde hay competidores. Nada más.

Para Taruskin siempre fue cosa evidente que las novedades de la música dodecafónica eran técnicamente interesantes. También, que Schoenberg creía que su nuevo método llenaría salas de conciertos en lugar de vaciarlas. Pero a diferencia de la música de su discípulo Alban Berg, el público no ha aceptado la del maestro. De un modo creciente, la programación de obras de Schoenberg (no todas: insisto en que utilizo al pobre vienés como metáfora) se ha ido haciendo por respeto a la historia, por su interés técnico, por la fascinación que ejerce sobre los expertos, pero no porque el público lo reclame a gritos y agote las localidades. De ahí también que en la historia de la música de Taruskin aparezca un capítulo sobre el rock, como en la historia de la literatura francesa de Kléber Haedens apareció Simenon un buen día, para escándalo y horror de los académicos.

Lo democrático no es, por sí mismo, "bueno" sino "eficaz". Los deportes de masas, el turismo industrial, las grandes superficies como lugares de entretenimiento y consumo, o el arte actual, son fenómenos democráticos, espectáculos masivos, movimientos de millones de personas con colosales poderes económicos y escasa libertad. Se parece bastante al nazismo, con una diferencia esencial: los políticos democráticos procuran programar aquellos conciertos que les gustan a las masas, en lugar de adoctrinarlas con conciertos que las agobian y agreden. Pero en algunos lugares, los profesionales de la vieja política, los viejos historiadores, los teóricos y expertos de la escuela trascendental o nacionalista, siguen actuando como sacerdotes cuya obligación es conducir al Pueblo hasta el Valle de Josafat y enseñarle a comportarse debidamente. A los pobrecitos habitantes de esos lugares los machacan con una política eclesiástica, de formación al espíritu nacional, en línea con la militancia sacerdotal que destruyó a Europa en los últimos dos siglos. Felizmente, al cabo de unos años los ciudadanos acudirán al mercado para comprar el político que más les apetezca. Ya veremos si es Schoenberg.

El artículo provocó una reacción bastante airada de un sector de los compositores actuales, uno de los cuales, José María Sánchez Verdú, contestó al escritor en carta al director dirigida a El País, que la publicó el 29 de noviembre (Cultura de supermercado).

Cultura de supermercado
El artículo del señor Azúa en EL PAÍS del 10 de noviembre es un ejemplo de la libertad de opinión que una democracia conlleva. Aunque ataque a nombres de la cultura como Schönberg, que son lo equivalente a Mies van der Rohe en la arquitectura, Joyce en la literatura o Kandinsky en la pintura. Es una muestra más de la ignorancia, sobre todo musical, que nos rodea. España cuenta con una cultura musical tan mínima como inexistente pese al reciente crecimiento del número de auditorios, orquestas, óperas etcétera, muchas veces con más pompa y cáscara que con verdaderos contenidos. La formación musical desde la infancia no existe, los conocimientos musicales posteriores son desastrosos, e incluso los estudios superiores de música aún no se rigen por un sistema universitario propio, como en todos los países avanzados culturalmente. La frase "yo de música no entiendo" es el estigma que lleva casi todo español. No está de más señalar que salvo unos pocos ejemplos (Gerardo Diego, Valente, etcétera), en España los intelectuales han estado de espaldas a la música en los últimos decenios, hasta un punto vergonzante si lo comparamos con escritores, poetas o filósofos de otros países (Adorno, Mann, Eco, Kundera, etcétera).
Es normal que al señor Azúa no le guste Schönberg; con él estará una inmensa mayoría de españoles que no han oído ni su nombre ni su música.
José María Sánchez VerdúReivindicar el arte de consumo de mayorías como indicador de lo que es bueno es tan banal que no merece ni respuesta. Todo arte exigente y excelente no es en principio para mayorías, siempre ha sido así. De aceptar las ideas de supermercado de Azúa habría que excluir a Mallarmé, a Joyce, a Mondrian, etcétera, porque sus propuestas son "difíciles" y no aceptadas o "comprendidas" en un inicio por las grandes masas: ofrecen algo que a la vez exige, y eso no cabe en las ofertas del supermercado.

Afortunadamente, siempre existirá un arte de creación comprometido, difícil -el arte es una forma de transmisión de conocimiento, no sólo de diversión y espectáculo, como parece creer Azúa-. No podríamos aprehender una cultura sin el rigor y compromiso de los creadores que han arriesgado y abierto nuevos caminos. "Ningún arte, literatura o música estúpidos perduran. La creación estética es inteligencia en sumo grado" (G. Steiner, Presencias reales). Beethoven fue acusado de hacer ruido, de ser incomprensible; Bach, de ir contra las leyes de la música. ¿Dónde estarían los Azúas de entonces? Sin duda, también contra ellos.

En mi opinión, Sánchez Verdú malinterpreta de forma palmaria el escrito de Azúa, que simplemente pretendía hacer un diagnóstico (crítico, desde luego) de la situación actual: una mayoría del público ha vuelto la espalda a los compositores serios de nuestros días, y eso, por más problemático que pueda parecernos el empleo del término “público” (“¿Qué público?”, claman los compositores modernos, y no les falta razón), es una realidad incontestable, que puede cifrarse estadísticamente en las preferencias a la hora de asistir a los teatros o de la compra de discos. No entraba desde luego Azúa en cuestiones de “gusto”, como él mismo aclararía (“Particularmente, me encanta Schoenberg”), ni siquiera en si las obras más objetivamente minoritarias merecen ser apoyadas institucionalmente (cuestión sobre la que se pronunciaría después), pese a lo cual Sánchez Verdú arremetía contra él dando por hecho que el artículo de Azúa suponía un “ataque contra Schoenberg” y contraponiendo la idea de un “arte comprometido” (que sería el que defienden los insobornables músicos de vanguardia) con la de un “arte superficial” (en esencia, conservador y plegado a los gustos mayoritarios impuestos por el mercado, que supuestamente defendía Azúa). Su argumentación se basaba además en algunos tópicos que convendría matizar. Ni toda la intelectualidad española es sorda e ignorante en materia musical (aplicarle eso a Félix de Azúa, que ha ejercido la crítica musical, extremo que a lo mejor Sánchez Verdú ignora, parece además bastante injusto) ni pueden establecerse comparaciones entre las distintas artes sin tentarse antes muy bien la ropa (un cuadro se ve en una exposición mientras se camina tranquilamente y se charla con un amigo; la música exige tiempo, silencio, atención) ni el supuesto rechazo que pudieron sufrir Beethoven o Bach (más mítico que real, por mucho que algunos críticos despreciaran algunas de sus obras, desprecio que, en el caso de Bach, se fundamentaba en su carácter conservador) es asimilable ni remotamente a la situación de buena parte de la creación de vanguardia. La carta de Sánchez Verdú, escrita además con cierta torpeza de estilo, dejaba demasiados flancos abiertos (la primera frase resulta especialmente desafortunada) y Félix de Azúa, peso pesado de la reflexión artística en nuestros días, los atacó todos sistemáticamente en un nuevo artículo publicado por El País el 9 de diciembre (Triste atraso de los avanzados).

Triste atraso de los avanzados
Ya sabía yo que ni siquiera tomando precauciones (¡mira que avisé de que "Schoenberg" sólo era una metáfora!) evitaría la indignación de un puñado de honestos trabajadores de la música. Hay asuntos que, en cuanto se tocan (la madre, la patria, la Virgen del Pilar, Schoenberg), hacen brotar a los defensores del honor perdido como setas en otoño.

A mi anterior artículo, en donde planteaba el inútil problema de quién decide sobre el valor de una obra de arte y la terca resistencia del público a aceptar la música de Schoenberg (algo que no sucede con otros artistas igualmente exigentes), le florecieron las contestaciones. Muchas, asombrosamente, por parte de españoles que ejercen de maestros de música en Alemania. Parecía un coro de Moisés y Aarón. Sin embargo, algunos profesores desafinaban. Uno de ellos me acusaba de antisemitismo, lo que da idea de la solidez de su pensamiento. Me chocó que escribiera "Schönberg". Al parecer ignora que el compositor se quitó la diéresis para distanciarse de la grafía alemana.

Más interesante era la carta de J. M. Sánchez-Verdú, cuya tarjeta de presentación (profesor de Composición de la Robert-Schumann-Hochschule de Düsseldorf. Berlín. República Federal de Alemania) podía parecer la de una marquesa de Serafín a quien no conozca estas escuelas de la Alemania profunda. Sus argumentos, en cambio, eran interesantes porque componían el arquetipo del moderno prehistórico que todavía se agita en algunos ambientes detenidos en 1970. Me van a permitir un análisis, argumento por argumento, dado su valor pedagógico.

Comienza diciendo que mi artículo es "un ejemplo de la libertad de opinión que una democracia conlleva", como si no le gustara nada, pero no hubiera más remedio que tolerarlo. Algo así como si admitiera que las mujeres pueden llevar pantalones, aunque sea de mal gusto. Luego dice que Schoenberg es el equivalente de Mies en arquitectura, Joyce en literatura y Kandinsky en pintura. Un poco precipitado. Algo ha cambiado en el panteón de las vanguardias históricas desde 1950. Mies el silencioso y Schoenberg el expresivo no son equivalentes, sino opuestos. Y Joyce, reconstructor de Homero, no tiene la menor relación con el armonista vienés que deconstruye a Bach. Añade el profesor: "(El artículo) Es una muestra más de la ignorancia, sobre todo musical, que nos rodea". Debería haber añadido: "Ignorancia de la que yo me he librado, y aquí estoy, oh, Señor, dando testimonio y repitiendo tópicos del Adorno de la posguerra".

Sigue luego una larga jeremiada sobre la ausencia de estudios musicales en España con la que estamos todos de acuerdo, ni musicales ni de ningún tipo, pero luego dice que "es normal que al señor Azúa no le guste Schoenberg", y ahí patina. No voy a defender mi amor por el vienés porque es algo trivial, lo que está en discusión no es un asunto de "gusto" (como quisieran los idealistas), sino de aceptación popular (como quieren los pragmáticos). El profesor continúa aferrado al elitismo modernista, persuadido de que el gusto musical por Schoenberg es superior, digamos, al gusto musical por Sibelius. Con ese planteamiento agonizó hace medio siglo la estética soberanista, incapaz de aceptar que los productos artísticos no son la manifestación de una Verdad Oculta y Superior, sino una propuesta para entrar en un juego social ritualizado. Los adornianos tienen problemas con el público, con el jazz, con Stravinsky, con la música de cine, con los juegos populares, que no tienen los benjaminianos.

En lo tocante al público, otro español en Alemania protestó indignado asegurando que cuando él acude a un concierto de Schoenberg tiene grandes dificultades para encontrar entradas ("incluso en Madrid", decía, como si fuera Puerto Urraco) y el teatro está siempre lleno hasta los topes. Seguramente se confunde de Schoenberg. Yo hablaba de Arnold, no de Jimmy Schoenberg. De todos modos, por profesionalidad periodística, hice una encuesta entre los programadores de Barcelona y fueron unánimes. Cuando programan un Schoenberg, siempre lo equilibran con Britten, Prokófiev, Falla o Mozart.

Tampoco es decisivo: el CD relativiza la cuestión. Dado que tengo medio centenar de grabaciones de Schoenberg, eso significa que otros doscientos mil, tirando corto, también las tienen. Lo cual traslada el interrogante a otro lugar más noble. Ya que nos obligan a hablar del Schoenberg real y no del metafórico, digamos que emprendió una revolución armónica a comienzos del siglo XX que ya había fracasado cuando se estableció en California a finales de los años treinta. El dodecafonismo es hoy una curiosidad histórica similar al trobar clus. Dudo de que los músicos jóvenes se empeñen en componer con esos mimbres, a menos que hayan decidido vivir eternamente de subvenciones públicas. No obstante, ése es el aspecto más atractivo de Schoenberg: su fracaso (que no comparte con Webern y Berg). No se equivocaba Thomas Mann cuando lo eligió como símbolo de la hecatombe germana. Su importancia negativa es indudable, ya lo dije en el artículo anterior, pero eso no lo hace más popular. Representa un final, no un comienzo.

El profesor se desuela luego: "Reivindicar el arte de consumo de mayorías como indicador de lo que es bueno es tan banal que no merece ni respuesta". Lástima. Sería interesante conocer la respuesta. Sobre todo porque luego viene ese topicazo de que "el arte exigente no es para mayorías" y que "no cabe en las ofertas del supermercado". Mi abuela estaba más al día. La parte viva de la estética actual lleva años demoliendo el romanticismo con naftalina que se prolongó hasta la escuela de Nueva York y Clement Greenberg. No puedo encargarme ahora de su tutela, bastante tengo con mis alumnos, pero por lo menos el profesor Sánchez-Verdú podría leer el clásico de Noël Carroll Mass Art (Oxford, 1998). A lo mejor le ayuda a vivir con menos pretensiones y a respetar un poco más los supermercados.

Este asunto de Schoenberg puede parecer esotérico a muchos lectores de EL PAÍS, lo que ya da idea del éxito del compositor y lo llenos que están los teatros donde se le interpreta, pero es asunto general y severo de una vieja escuela autoritaria. Por eso lo puse yo como ejemplo equivalente del concierto del Estatuto catalán, otro modelo compositivo admirable, de finísima inteligencia, elogiado por expertos y entendidos, novedoso y audaz, pero condenado a no ser aceptado por un público que no está para finuras de laboratorio, porque bastante tiene ya en su casa. Si tiene casa. No es el mejor momento para ensayar un nuevo despotismo ilustrado a la manera de la vanguardia del proletariado.

Podríamos presentarlo de este modo: hasta los años sesenta del siglo XX, era una verdad establecida que los juicios artísticos y culturales precisaban una preparación técnica y científica, sin la cual no podía ejercerse un juicio adecuado. Todavía hay compositores que justifican sus partituras diciendo que han usado modelos fractales o la serie de Fibonacci, como si no fuera suficiente oírlas. El proceso de transformación de la vieja cultura burguesa en industria cultural, del Arte en espectáculo de masas y de las obras de arte en objetos del turismo global sitúan las cosas en otro contexto. En el que, por cierto, no está de más darse una vuelta por la filosofía. La mejor amiga de las artes en estos momentos expansivos.

Uno puede negar rotundamente el derecho de las masas a introducir los productos de las artes en su vida junto a la gastronomía y el fútbol, como exige nuestro profesor de música, pero esa manifestación de impotencia está condenada a figurar junto a todas las posiciones reaccionarias de la historia. La exclamación "¡ya no pintan vacas, sólo manchan las telas!" es una queja exactamente equivalente a "¡cuánta ignorancia, han pasado cien años y no aceptan a Schoenberg!". Ambas quejas están diciendo: "¡No entiendo nada de lo que está pasando!".
Desde los hermanos Schlegel sabemos que la democracia no le sienta bien al Arte (siempre que va con mayúscula, es el hegeliano). Como profetizó Benjamin hace casi ochenta años, la democracia ha matado al Arte. Por fortuna, eso ha liberado una legión de artes (gráficas, plásticas, sonoras, visuales, virtuales, corporales...) que se adaptan perfectamente a la democracia de masas. Con un éxito notable. Y ya iba siendo hora. No se veía nada igual desde las caóticas fiestas de los Dada.


Asunto totalmente distinto es que aceptemos, o no, la democracia de masas.

La carta de Sánchez Verdú propició, en cualquier caso, el traslado de la polémica a un terreno tan arduo como bien conocido: el de si es posible establecer juicios universales sobre el valor de las obras de arte y quién está autorizado para hacerlos. Azúa asume las teorías de Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. “La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a nacer, todo comportamiento consabido frente a las obras artísticas. La cantidad se ha convertido en calidad: el crecimiento masivo del número de participantes ha modificado la índole de su participación. Que el observador no se llame a engaño porque dicha participación aparezca por de pronto bajo una forma desacreditada”, afirma Benjamin, y en justa correspondencia, Azúa celebra cómo, al amparo de las sociedades de masas, “una legión de artes (gráficas, plásticas, sonoras, visuales, virtuales, corporales...)”, en principio desacreditadas, han conseguido liberarse de los prejuicios hegelianos y adornianos sobre el auténtico valor del Arte (con mayúsculas, absoluto), que sólo correspondería enjuiciar a una elite de expertos y técnicos, perfectos conocedores de la dialéctica entre tradición y renovación a lo largo de la Historia y, por tanto, preparados no sólo para discernir científicamente qué objetos pueden ser considerados artísticos y cuáles no, sino incluso para prever la evolución de las diferentes tendencias estilísticas en el futuro.

Si no pueden establecerse escalas de valores dentro del panorama del arte, si ni siquiera puede afirmarse con certeza qué cosa sea arte y qué no, parece claro que debe de ser el mercado el que se encargue de filtrar la producción y consumo de los objetos nominalmente artísticos, igual que es el mercado el que provoca el triunfo de una marca de servilletas y la desaparición de otra o el éxito de un juego electrónico y el olvido de otro. Es a esto a lo que Sánchez Verdú llama convertir la gran cultura en cultura de supermercado. Pero, pensándolo con un poco de frialdad. ¿No ha sido esto en realidad siempre así? ¿No escribía Bach las cantatas que sus patronos de Leipzig le exigían, no componía Haendel las óperas que el público londinense quería oír, no escribía Mozart poniendo especial cuidado en que sus obras gustasen a su público, no dependía Beethoven de que sus partituras fueran aceptadas por los editores y vendidas? ¿Qué ha cambiado? Acaso sólo el volumen del mercado del arte. Hasta finales del siglo XIX, formado por elites ilustradas. La irrupción de las masas en la Historia lo transformó de manera radical.

Afirma Sánchez Verdú que el arte “es una forma de transmisión de conocimiento, no sólo de diversión y espectáculo”, y es difícil no compartir, así, en bruto, esta afirmación, por más que quede flotando en el aire qué tipo de conocimiento transmite, pongamos por caso, una sinfonía de Mendelssohn. Acaso tenga también razón Azúa cuando señala que los productos artísticos no son otra cosa que una “propuesta para entrar en un juego social ritualizado”, lo que daría al concepto de “conocimiento” un barniz pragmático que escapa sin duda a la idea hegeliana de lo Absoluto. ¿Significa todo esto que hemos de renunciar al juicio estético, que hemos de conformarnos con ofrecer, convenientemente ordenados por estantes, los diferentes productos que se presentan a la contemplación pública sin atrevernos a establecer ningún tipo de jerarquía entre ellos? ¿Significa que se acabaron los modelos y, en consecuencia, la posibilidad de proponer a los jóvenes aquello que consideramos “lo excelente”? ¿Significa que es un abuso tratar de mantener las subvenciones oficiales a los productos minoritarios o que jamás podrían sobrevivir en un mercado libre, que deberíamos dejar morir a la ópera, al llamado cine de autor o a las propuestas teatrales más rompedoras y audaces?

Demasiadas preguntas, y demasiado complejas, como para pensar resolverlas en un simple comentario como este. Mi pretensión es desde luego bien distinta. Quien me conoce sabe que no tengo especial debilidad por buscar la verdad en el término medio. Es más, pienso que la mayoría de las veces las verdades se balancean orondas y diáfanas en los extremos. Sin embargo, desde el principio, desde que leí la carta de Sánchez Verdú respondiendo a algo que en realidad Azúa no había escrito, me di cuenta de que en los discursos de ambos pueden encontrarse razones poderosas, defendibles, y que podría intentarse hacer con ellas una síntesis que fuera aceptable como guía para moverse en terreno tan resbaladizo. No pretendo hacer aquí esa síntesis, pero sí defender la vigencia del canon, el esfuerzo por destacar la excelencia allá donde se encuentre, el trabajo, aun incomprendido y minoritario, de los creadores que buscan formas nuevas de decir las cosas de siempre y la necesidad de que podamos elaborar criterios sólidos para valorar lo novedoso.

Por supuesto que es imposible hacer juicios estéticos universales, que, como dice Azúa, el arte es una forma de relacionarse dentro de una sociedad que ha desarrollado, por razones complejísimas y enmarañadas, determinadas estrategias de expresión y no otras. A mí me puede provocar una emoción intensa la Pasión según San Mateo, pero es muy posible que a un pigmeo lo deje indiferente, y no existen criterios válidos para afirmar que mis emociones cuando escucho la Pasión son más legítimas que las que siente el pigmeo enfrentado a sus formas de relación artística, luego social. También resulta evidente que la democracia de masas ha provocado en Occidente una transformación radical de las relaciones sociales, luego artísticas, que, como dice Benjamin, la calidad se mide hoy en gran medida por la cantidad. Pero igualmente pienso que las sociedades tienen tendencia a anclarse en el pasado, que una civilización es en gran parte lo que ha sido, aquello que la hecho avanzar y desarrollarse manteniendo un alto grado de cohesión social, y que ahí, justo en la historia, en el despliegue de las distintas artes a través del tiempo, con su inmenso potencial simbólico, están las claves que nos permiten deslindar lo bueno de lo malo, lo mejor de lo peor, y que esa labor, aun siendo compleja y delicada, es fundamental para preservar los valores que nos han hecho ser lo que somos, unos sujetos permanentemente atrapados entre la conservación y la exploración, avanzando a menudo a base de rodeos, pataletas y represiones, de estrellarnos contra muchos muros y de levantar otros, de recorrer caminos sin salida y tener que dar la vuelta. Es por eso que creo, como Sánchez Verdú, que hay que dar una oportunidad al arte más reflexivo, al más aparentemente abstruso, al que trata de encontrar esos nuevos caminos de expresión, al que se alimenta de la tradición, pero no para guardarla en el baúl con unas bolitas de naftalina, sino para sacarla a la luz y renovarla, y que eso no significa firmar cheques en blanco a cualquier tipo pretencioso y estrafalario que anuncie la epifanía de lo aún más moderno, que es necesario denunciar la estafa y la desfachatez allá donde se encuentren, y que precisamente por eso no podemos renunciar al juicio, el único instrumento que puede garantizarnos que en el futuro lo de siempre no será siempre lo mismo.