jueves, 31 de agosto de 2006

Sefarad (1)

Memoria de Sefarad
Por larga que pueda llegar a ser la vida de un hombre, por despierta que sea su mente o poderosa su memoria, el relato de sus recuerdos jamás alcanzará la categoría de la historia. Es sólo una cuestión de perspectiva, de medida. La memoria es siempre sentimental, se queda clavada en un azul intenso, un tacto líquido o una melodía acogedora, es frágil, huidiza y ordena las vidas una por una, pero su alcance es tan reducido y fragmentario que los dioses se burlan de ella; la historia es fría, racional, siempre incompleta pero implacable, su orden abarca las memorias individuales, pero sólo después de haberlas centrifugado, sólo una vez desprendida su materia sobrenatural y hechas cáscara. Por eso la historia ha sido capaz de someter a los dioses.

viernes, 11 de agosto de 2006

Machicotage

Gárgolas de Notre Dame de París
Con frecuencia, los conflictos estéticos tienen raíces profundas, que superan ampliamente las connotaciones artísticas y tienen que ver no ya con la esfera de la ética, sino incluso con la social y la política. El surgimiento del canto gregoriano a finales del siglo VIII puede considerarse un ejemplo palmario de esta realidad. Su aparición se inserta en una amplia operación reformista, política y religiosa, impulsada tanto desde el papado como desde la monarquía franca anterior a Carlomagno, quien asumirá e impulsará el plan de renovación eclesiástica de su padre Pipino el Breve. Si bien el desarrollo de las reformas dista mucho de tener una dirección unitaria y definida, su objeto apunta incontrovertiblemente hacia la centralización y el refuerzo del poder eclesiástico y político de papas y reyes francos, que se apoyan mutuamente. La polémica coronación imperial de Carlomagno puede considerarse en realidad la culminación simbólica de ese proceso.

Los planes reformistas se concretan en un desarrollo vigoroso de la institución monástica, que ejemplifica la acción de Benito de Aniano, apoyada entusiásticamente desde el poder, en especial tras el Concilio de Aquisgrán de 816, una restauración de la dignidad y autoridad episcopal, una nueva concepción del clero (regla de San Crodegango) y una unificación de los usos litúrgicos de acuerdo al modelo romano, lo que incluía no sólo la etiqueta ceremonial o la disposición espacial y el desarrollo de los ritos, sino, sobre todo, el canto. Si bien se consideraba a Gregorio el Grande (papa entre 590 y 604) como el gran compilador y conformador del repertorio de canto eclesiástico en el seno de la iglesia occidental, el impulso definitivo parte de los reformadores carolingios, que se sorprenden del panorama de confusión y falta de homogeneidad que se encuentran en la capital pontificia.

Este esfuerzo por unificar y homogeneizar la liturgia como estrategia para fortalecer el poder central de papas y emperadores arranca en un ambiente de fragmentación altomedieval que había determinado la existencia de liturgias (lo que incluía al canto) claramente diferenciadas. Al menos cinco repertorios pueden enumerarse en el arranque de los tiempos medievales: milanés o ambrosiano, hispánico o mozárabe, galicano, beneventano y romano. La reforma gregoriana, que acaso habría que llamar en propiedad carolingia, aspiraba a conseguir la unidad en primer lugar de los repertorios interpretados en todo occidente y, en segundo, de la forma en que se interpretaban.

La adopción del nuevo rito romano encontró muchas resistencias en toda Europa, especialmente en aquellas zonas en las que los repertorios y los usos locales estaban fuertemente arraigados. Los agentes carolingios y pontificios instaron, a menudo con admoniciones y amenazas, a la adopción de la liturgia y el canto reformados, pero no lo tuvieron en absoluto sencillo, pues las disposiciones papales fueron desafiadas una y otra vez por las jerarquías eclesiásticas locales, celosas de su independencia. El caso español puede servir de ejemplo: el obispo Elipando de Toledo, fallecido en el año 800 y defensor de la liturgia hispánica, había sido declarado hereje en el Concilio de Ratisbona, aunque la liturgia que él defendió fue aprobada en el año 918 por el papa Juan X, lo que alejaba las sospechas de herejía al menos del canto mozárabe. Para entonces, en Cataluña se había formado ya la Marca Hispánica que, como todo el imperio carolingio, adoptó el rito romano. En el siglo XI, los agentes papales continuaron con su labor de zapa de la liturgia local. Hugo Cándido marcha a España con la misión de imponer la reforma, lo que consigue en los monasterios de Leyre (1067) y San Juan de la Peña (1071). En 1074 la presión se intensifica mediante una bula de Gregorio VII, que insta a los reyes Alfonso VI de Castilla y León y a Sancho Ramírez de Aragón a la abolición del rito hispánico. En 1077 tiene lugar una justa (un Juicio de Dios) entre dos caballeros, uno representando al rito romano y otro al hispánico. Ganó el español. Pero las presiones hacen avanzar los criterios de los reformadores: en 1079 el monasterio de Sahagún adopta la regla cluniacense y el rito romano; en 1080, en el Concilio de Burgos, todos los obispos del reino castellano-leonés adoptan el rito romano; en 1086, tras la conquista de Toledo, el obispo don Bernardo impone el rito romano en la Catedral, aunque se permite la existencia de parroquias que mantuviesen el mozárabe. La historia es similar en el resto de países con tradiciones locales, que subsisten incluso más allá de las disposiciones que imponían oficialmente los presupuestos de la reforma carolingia, como demuestra el hecho de que periódicamente se dictasen admoniciones para forzar al abandono de las prácticas autóctonas.

Manuscrito de canto gregoriano realizado en Venecia en el siglo XVPor lo que respecta al canto, Rabano Mauro había escrito ya en 819 su De clericorum institutione en el que declaraba que la voz del salmista no debía ser rugosa, ni ronca, ni disonante, sino muy melodiosa (canora), agradable, clara (liquida) y elevada. El salmista debía evitar todo aquello que pudiera recordar las prácticas del teatro y las gesticulaciones de titiriteros e histriones, pues su misión consistía en expresar por medio de su canto toda la simplicidad cristiana. El comentario de Mauro es significativo de la disposición de los reformadores, porque ese horizonte interpretativo que se adivina tras sus exigencias a los cantores se oponía frontalmente a las prácticas de los diferentes ritos locales (incluido el canto viejo romano), en las que se buscaba la conmoción del creyente mediante técnicas de ornamentación de notable exuberancia, las disonancias se trataban con absoluta libertad y los solistas imponían la personalidad de su timbre y de su emisión al empaste del conjunto. Estas técnicas subsistieron subrepticiamente en muchas zonas hasta el siglo XIX, cuando la reforma de Solesmes, el intento definitivo de las altas jerarquías católicas por controlar a las iglesias locales, por fin logró lo que se pensó su extinción en todo Occidente. Todavía en 1741 el abad Lebeuf escribía lo siguiente en su Traité Historique sur le Chant Eclésiastique:

No hay casi nadie entre quienes conocen mínimamente el canto gregoriano, ni entre ciertos miembros del laicado que vienen de provincias a la ciudad de París, que al oír cantar los responsos o graduales no perciba, cuando se llega al versículo de estos cantos, un giro de la composición que le parece bastante extraordinario. Este giro en particular tiene el desafortunado problema de resultar desagradable a la mayoría de los que abren a él sus oídos por primera vez: simplemente porque no están acostumbrados y porque las frecuentes bajadas a la tercera no proporcionan la misma cantidad de placer que la composición normal de los libros romanos. Esta afirmación no data de nuestros días: procede de tiempos inmemoriales y de la introducción en estos versículos de las adiciones y composiciones de notas que se denominan machicotage, nombre tomado de los clérigos machicots que en otros tiempos las interpretaban con mayor frecuencia tras los niños del coro.
El interés de este texto radica fundamentalmente en dos aspectos: primero, la constatación de que en el siglo XVIII la interpretación del canto llano con florituras ajenas al ritual romano que se sabe provenían de antiguo era una realidad muy extendida, al menos en París; segundo, la censura de los tratadistas a este tipo de prácticas. Casi un siglo después, Joseph Louis d’Ortigue todavía se siente obligado a escribir en su Dictionaire de plain-chant (1853):

Los franceses, y entre ellos principalmente los parisinos, nunca han perdido una ocasión de mutilar las melodías gregorianas y de degradarlas con fantasías bárbaras. El machicotage es una prueba de ello.
Pero en qué consistía exactamente el machicotage. Aparte de esas caídas de tercera en las cadencias a las que se refería Lebeuf, las explicaciones no son suficientemente claras, aunque puede entresacarse algo de las innumerables condenas a su práctica, que dirigen los dardos a la oscuridad de los textos, la falta de distinción entre temas principales y secundarios y en definitiva a una forma de ornamentar las melodías originales que causaban en el oyente una fascinación encantatoria que lo alejaban de la reflexión contemplativa y la piedad para la que supuestamente estaban destinados los cantos sacros. Significa eso que el machicotage era básicamente una técnica de ornamentación que, heredada de las prácticas medievales, siguió utilizándose en la interpretación del canto llano hasta el siglo XIX, al menos en París.

Solesmes, al servicio de la ortodoxia romana, trató de acabar con los restos que hubiesen podido quedar de aquellas prácticas, que eran ya vistas de forma general como verdaderos anacronismos. La recuperación del canto gregoriano impulsada desde esta abadía benedictina en la segunda mitad del sigo XIX impuso unas maneras interpretativas que, justificándose en la supuesta restauración histórica de las prácticas de la Iglesia primitiva, se asentaba realmente en una ideología al servicio de la Iglesia del momento. Toda individualidad debía de ser abolida, por lo que el canto se convertía en símbolo de la sumisión del individuo a la masa anónima, como exigía la autoridad jerárquica de la Iglesia Católica. Toda pretensión de adornar las melodías originales debía de ser abandonada por bárbara y por manipular lo que se trataba de imponer como la pureza original de la música sacra, única capaz de mover a la oración y la piedad; el ornamento era una práctica de la música profana y teatral que debía de expulsarse de los templos. De estos planteamientos nace una forma de interpretar el canto llano que, promovida por coros de monjes benedictinos en todo el mundo, se impuso hasta alcanzar incluso éxitos de venta discográficos aparentemente sólo reservados para el pop. Y es que el canto gregoriano de Solesmes o de Silos se convertía por este camino en una sucesión de melopeas sentimentales y dulzonas, relajantes, blandas, sin aristas y monótonas que se adaptaba de manera notable al espíritu new age tan extendido a (desde) finales del siglo XX, cuando un disco recopilatorio de los monjes de Silos se convirtió en sorprendente hit parade mundial durante meses.

Para entonces, investigadores ajenos a los postulados ideológicos de la Iglesia romana habían desarrollado ya otro tipo de prácticas interpretativas que hacían uso sin complejos de la ornamentación, fomentaban el contraste entre solistas y grupo y no hacían ascos a los choques disonantes, con esas mismas caídas de terceras en las cadencias que Lebeuf relacionaba en el siglo XVIII con el machicotage parisino. Fueron Marcel Pérès y su Ensemble Organum los que exploraron esta nueva vía de interpretación del canto llano con notable éxito. Sus interpretaciones, que empezaron a tildarse de orientalistas, resultaban a los oídos acostumbrados a los dulces monacales sorprendentes, audaces, atrevidas, agresivas, llenas de saltos inesperados, melismas profusamente adornados y un concepto mucho más teatral y expresivo del canto sacro.

Caput. Graindelavoix (Bjorn Schmelzer)Marcel Pérès no tuvo seguidores de especial trascendencia durante décadas, pero hace unos meses el sello Glossa publicó este disco de un nuevo conjunto belga y al escucharlo la primera imagen que uno experimenta es la de las grabaciones del Organum, que no han dejado jamás de aparecer desde los años 80. Graindelavoix, ese es el bizarro nombre del grupo. Su director, Bjorn Schmelzer, interpreta, aquí junto a otros ocho cantantes masculinos (divididos en dos grupos: cinco machicoti y cuatro tenoristae), la Misa Caput de Johannes Ockeghem, a la que añade el rito gregoriano del Mandatum (que en la liturgia corresponde al lavado de pies de los apóstoles), relación que defiende con criterios un poco traídos por los pelos. La misa está además transportada una cuarta baja, de modo que la voz más aguda es accesible a un tenorino, mientras que la más grave es asumida por un bajo profundo. La audacia de Schmelzer consiste en emplear las técnicas ornamentales del machicotage no sólo en la interpretación del canto llano, sino también en la polifonía, nada menos que en la obra de uno de los puntales de la escuela flamenca del siglo XV. Pérès se atreve a ofrecer interpretaciones de la Misa de Nôtre-Dame de Machaut con sus criterios orientalistas, pero que yo sepa jamás había llevado aquellas prácticas a una obra del pleno Renacimiento flamenco. La polifonía suena en esta interpretación de manera desde luego muy especial. Como suele hacer el Organum, una foto publicada en el folleto interior de este disco nos presenta a los miembros de Graindelavoix reunidos en torno a un solo atril, ante una gran partitura, lo cual determina una mezcla de voces en la que los perfiles y las referencias se pierden. No hay que buscar aquí la claridad y transparencia apolínea de las voces que pueden seguirse en las mejores interpretaciones clásicas de esta música. Es la fuerza de la expresión, la búsqueda de los matices retóricos textuales, la conmoción del oyente antes que su aplacamiento lo que se pretende conseguir con esta interpretación. En cualquier caso, para ilustrar lo que he venido comentando hasta aquí he pensado que sería más interesante ofrecer una pieza en canto llano, y he escogido este intensísimo Venit ad Petrum, que creo recoge a la perfección el espíritu de los machicots. Graindelavoix nos empuja a abandonar la escucha pasiva y relajante a la que tan frecuentemente nos invita el sonido comercial que cotidianamente nos envuelve. A abrir los oídos, que buena falta nos hace.


Venit ad Petrum. Graindelavoix. Bjorn Schmelzer (Glossa)