Sardinas
De niño, odiaba las sardinas. Y no es que mi madre me torturara con ellas. En casa, las comíamos sólo de vez en cuando, mucho menos que la pescadilla o las pijotas, por ejemplo. Y, desde luego, yo debía degustarlas bastante menos que una significativa mayoría de mis amigos y compañeros, que aseguraban disfrutar muchísimo con ellas. Curioso caso el de las sardinas, como el de otros alimentos. Durante años, despreciadas por pertenecer al ramo del dañino pescado azul y, a la vez, por ser alimento de pobres y, de repente, rehabilitadas por las acomodadas clases medias, al pasar el pescado azul de la categoría de asesino de pobres a la de contenedor-de-las-grasas-saludables-para-el-organismo. Hoy por hoy, ya no odio las sardinas, o, por decir mejor, sólo las odio cuando se presentan asadas, y su olor te traspasa y te impregna por completo, incluso aunque las cojas con cuatro servilletas de papel en cada mano y lleves puestos tres pares de calzoncillos (como los suicidas de la SER). Y, por supuesto, lo que nadie puede negar a estas alturas de cultura científica es que las raspas de las sardinas (valen también las de los boquerones, mucho más digeribles), igual que los plátanos o los rabitos de pasas, tienen mucho fósforo, y son estupendas para la memoria...
Hasta aquí huelen...
2 comentarios:
A usted, evidentemente, le está haciendo falta tomarse unos espetitos como dios manda en la playa de Huelin. Hata entonces vivirá en las tinieblas de la falta de fe.
Odio las sardinas. Añada usté al olor y la raspa, las grandes y relucientes escamas que se fijan a la tráquea como sádicos garfios. Puagggg...
La Oruga
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