Joan Enric Lluna
La Historia de la Música está llena de encuentros afortunados y decisivos, sin los que nuestra imagen del pasado sería bien distinta (nadie puede asegurar que peor). Al final de su vida, Brahms fue protagonista de uno de esos encuentros. Gracias a su amistad con los duques de Meiningen, el compositor visitaba con frecuencia la corte, y allí conoció de cerca a Richard Mühlfeld, clarinetista virtuoso al que había oído ya en otras ocasiones y que se convertiría en el destinatario de cuatro de sus últimas grandes creaciones camerísticas dedicadas a su instrumento, el Trío Op.114, el Quinteto Op.115 y las dos Sonatas Op.120. Sergio Martinotti nos acerca a estos hechos con verbo poético: "Una vida gozosa está por desaparecer como un crepúsculo del hombre que permanece solo. Surge en este punto la voz velada del clarinete, unida a la voz pastosa del piano. En Meiningen, junto a la corte ducal, en 1891 Brahms pasa un verano muy feliz escuchando a Richard von Mühlfeld, un clarinetista habilísimo ya conocido hacía años. Pero ahora este instrumentista descubre al anciano maestro las espléndidas calidades tímbricas de su instrumento, por el que Brahms había mostrado ya su predilección en el uso orquestal".
En el empleo de los timbres tenues y tersos del clarinete o de la viola, Brahms se acerca a Mozart, quien también vivió un encuentro de similares características con otro clarinetista, Anton Stadler. Resulta evidente que tanto el Trío como el Quinteto brahmsianos tienen puesta su mirada en Mozart (y ello a pesar de que el instrumento de cuerda que Mozart emplea en su Kegelstatt-Trio sea una viola, mientas que Brahms se decide por el cello para su Op.114), pero no sólo por la peculiar instrumentación, sino debido también a la vocación de Brahms por clarificar las armonías hasta aproximarse a las fuentes cristalinas y lustrosas del Clasicismo.
Si el Trío ha tenido irregular suerte, y ha sido tan alabado como criticado, la unanimidad acerca del carácter de obra maestra del Quinteto es casi absoluta. Claude Rostand nos dice: "Una de la más bellas obras del último período: una gran y resignada confesión, inmersa en una atmósfera llena de ternura. Carece de patetismo, nada es gratuito: es el resultado de una vejez calmada y serena. Y es verdad que el clarinete aporta a la obra un sentido de familiar intimidad que constituye su principal característica". Walter Rehberg, en cambio: "Pasión, vigor, ímpetu dramático, pero sobre todo fuertes impulsos espirituales, sabiduría filosófica, gracia hechicera que casi paralizan el corazón". Y puede que ambos lleven razón, y que el impacto que produce en el oyente esta obra sea producto justamente de esa mezcla mágica entre serenidad y apasionamiento, delicadeza y arrebato, afectuosidad y brío dramático. Obra llevada al disco en innumerables ocasiones, por los más grandes intérpretes del siglo XX, el valenciano Joan Enric Lluna nos ha sorprendido esta primavera con una versión tan extraordinaria que casi hace olvidarnos de las referencias de Reginald Kell y el Cuarteto Busch, de Gervase de Peyer y el Melos o de Karl Leister y el Amadeus. Junto al Cuarteto de Tokyo, que había grabado ya la obra con Richard Stoltzman, Lluna nos ofrece una visión absolutamente turbadora, en la que el timbre límpido, cálido de su clarinete sirve de argamasa al edificio sonoro que construyen unas cuerdas de pastoso equilibrio, en el que la profundidad de la nostalgia que apunta no es obstáculo para la luminosidad y la transparencia más efusivas y acogedoras. Música emocionante, recogida y entrañable, casi una caricia de la brisa en pleno verano, para escuchar preferiblemente envuelto por las luces pálidas del atardecer... y en soledad.
Brahms. J. E. Lluna
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