Orphée et Eurydice
La ópera había nacido producto del esfuerzo de un grupo de intelectuales por recuperar la liturgia de la tragedia griega. Partiendo de un buen número de conjeturas y de ideas nebulosas, los humanistas de la Camerata Fiorentina llegaron a la conclusión de que la función de la música en el teatro griego era la de avivar los sentimientos y afectos contenidos en el texto. Nacieron de estos planteamientos obras en las que el canto se plegaba a los requerimientos últimos de la palabra, y la acción teatral se desplegaba fluida y verosímil.
Pero el nuevo género, que llegaba de la mano imprescindible de la monodia, parecía traer consigo una progresiva imposición del individualismo en la música. Pronto, los cantantes devinieron en divos y, poco a poco, los espectadores comenzaron a ver los espectáculos líricos como el espacio en que las gargantas más profundas y versátiles competían por domeñar a sus rivales en el dominio de las dificultades virtuosísticas, que los compositores se vieron obligados a incluir cada vez más en sus partituras. Mediado el siglo XVIII, había empezado a producirse cierto hartazgo por esta forma de concebir el teatro musical, que en Inglaterra Pepusch y Gay habían sabido reflejar de forma especialmente mordaz en su sarcástica y por tantas razones memorable The Beggar’s Opera (1728).
El ambiente parecía pues favorable a un nuevo golpe de timón y el responsable histórico de producirlo fue el alemán Christoph Willibald Gluck, a quien se le atribuye la responsabilidad última de la reforma de la ópera. Gluck había escrito ya muchas óperas de acuerdo a los cánones más tradicionales de su tiempo, pero en 1762 se asoció con el poeta Rainiero de Calzabigi y entre ambos dieron vida a Orfeo ed Euridice, cuyo mismo título parecía querer conectar con las raíces del género operístico. Estrenado en el Teatro del Palacio Imperial de Viena el 5 de octubre de aquel año, el Orfeo de Gluck tuvo entonces un moderado éxito, pues no todo el mundo entendió ese esfuerzo por naturalizar el lenguaje operístico, eliminando las largas arias da capo, sustituyendo los recitativos seccos por acompañados y buscando una verosimilitud y una penetración psicológica que se habían perdido entre las floridas ornamentaciones de los castrati más célebres de cada momento.
Doce años después, Gluck presentó en la Academia Real de Música de París una versión de la ópera que serviría para popularizar su nombre y obtener un amplio reconocimiento entre el público parisino. La nueva ópera se presentaba traducida al francés por Pierre-Louis Moline con el título de Orphée et Eurydice y con algunos cambios sustanciales, para adaptarla al gusto del nuevo auditorio. La obra primitiva, breve y con la acción muy concentrada, había de transformarse en un espectáculo mucho más suntuoso y espectacular. Los recitativos fueron traducidos libremente, pero las arias y los coros conservaron su línea melódica, por lo que los nuevos textos hubieron de adaptarse al ritmo italiano original.
Gluck también adaptó las tesituras a lo que era habitual en Francia, pasando las partes de contralto a haute-contre (tenor agudo), lo cual afectó fundamentalmente al protagonista, pero también al coro. Adaptó igualmente la orquestación, añadiendo además un aria para Orfeo y otra para Eurídice y un trío e incrementando la parte destinada al ballet. Producto de todos estos cambios es una partitura absolutamente nueva, menos íntima que la de Viena, pero en la que subsiste el nuevo espíritu naturalista que orientaría la ópera durante algunas décadas (el triundo del bel canto no tardaría en arrumbar los progresos de la reforma gluckiana).
De la versión de París no había demasiadas versiones discográficas anteriores (Rosbaud en los años 50, Gardiner en 1989 y Donald Runnicles en 1996 son los antecedentes que hoy están accesibles). Marc Minkowski suma este título a las otras dos óperas francesas del compositor que ya había registrado: Armide e Iphigénie en Tauride. La versión es formidable. El director francés consigue un dramatismo, una fuerza expresiva y un ardor soberbios. El tenor norteamericano Richard Croft domina absolutamente al protagonista, merced a un canto tan sutil y elegante como efusivo e intenso, imponiéndose tanto en "L’espoir renaît dans mon âme", el aria añadida por Gluck, de notable dificultad, como en la célebre "J’ai perdu mon Eurydice". También extraordinaria Mireille Delunsch, voz bellísima, penetrante, cálida, solar. No canta la nueva aria escrita por Gluck para París, "Cet asile aimable et tranquille", que Minkowski asigna a uno de los espíritus bienaventurados, una deliciosa Claire Delgado-Boge. El reparto lo completa la jovencísima Marion Harousseau, quien a pesar de sus 17 años está ya en posesión de una voz lírica, amplia y de muy peculiar vibración natural, que emplea con un gusto exquisito y con una personalidad impropia de sus pocos años. Habrá que seguirla muy de cerca.
Orphée et Eurydice
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