Homeópatas
Mi vecina B. trabajaba como médico de familia en un centro de salud de Carmona y a la vez pasaba en su casa una consulta privada como homeópata (lo que viene a ser más o menos lo mismo que si un físico nuclear del CERN regentase en sus ratos libres un gabinete de tarot egipcio). Imagino que sería mi madre la que le comentó que en un control médico rutinario me habían detectado una hipertensión leve. “Eso se lo soluciono yo con unos globulitos”, le comentó espontáneamente B., y como por aquel entonces yo era incapaz de decirle que “no” a nadie, pero menos que a nadie a B., allí que me fui a su consulta, gratuita por supuesto.
Yo había estado anteriormente en aquella casa, pero cuando en ella no vivía todavía B., sino un matrimonio de ancianos que se había mudado hacía un par de años a un piso más cómodo y puso aquél en alquiler hasta que lo ocupó la homeópata. Me sorprendió comprobar que B. apenas tenía muebles. Una simple mesa de madera, lo que parecía un sofá-cama, dos sillas y un televisor colocado sobre una mesita demasiado pequeña era todo el mobiliario que adornaba el salón. Hizo que me sentara en una silla y ella cogió la otra, frente a mí, su melena morena suelta sobre los hombros, sus ojos oscuros clavados en un punto inconcreto de mi rostro. Tras los datos personales rutinarios, empezó pidiéndome mi historial médico, vacío hasta ese momento, todo lo cual anotó en un simple folio en blanco, con una letra redonda y voluminosa, letra típica de niña, seguro que hasta corona las íes con un circulito, pensé.
Luego comenzó el interrogatorio. Primero me preguntó por los estudios. Que cómo iban. No tuve que mentirle. Bien. Después por las relaciones familiares. Que cómo me llevaba con mi madre y mis hermanos. No supe muy bien qué contestar. Normal. “¿Cómo normal? Aquí no hay normal ni anormal. Cada persona es un mundo”. Le dije que ya me entendía. “No. No te entiendo”. Que bien, cómo iba a ser, eran mi madre y mis hermanos, cómo quería que me llevase con ellos. Me insistió. “¿Eso que tiene que ver?” Pues… no sé, lo normal es que la gente se lleve bien con su familia. A veces discutimos, pero… “¿Por qué discutís?” Por cosas… “¿Qué cosas?” Cosas sin importancia. “¿Sin importancia? ¿Seguro? ¿Y si son sin importancia por qué me las cuentas?” No sé, tú preguntaste. “No, yo no pregunté. Tú me dijiste espontáneamente que discutís. Eso será porque las discusiones te afectan. ¿En qué grado te afectan?”…Y así era todo, de modo que ahora no recuerdo exactamente lo que acabé confesándole, pero no me extrañaría que le dijera que en el fondo lo que yo quería era irme de misionero a Etiopía para que mi madre me dejase en paz de una vez o que ardía en deseos de asesinarlos a todos poniéndoles arsénico en el café, qué sé yo. “¿Qué relación tuviste con tu padre? Y no me digas otra vez que normal”. Supongo que le expliqué que no conocí nunca bien a mi padre, que murió cuando yo tenía catorce años, y apenas paraba en casa, todo el día en la tienda y luego se pasaba por el casino a charlar un rato con los amigos y tomarse una caña, y cuando volvía muchos días yo estaba ya durmiendo y…
Ahí debí parecerle sincero, porque no insistió y pasó a otro tema. Que le hablara de mis amigos. Lo hice, mientras ella me sonsacaba poco a poco. Quiénes eran, qué estudiaban, qué cosas solíamos hacer cuando estábamos juntos, con quién me llevaba mejor... “¿Y a ti qué te gusta?” Supongo que me puse colorado. “¿Que qué cosas te gusta hacer?”. Le hablé del baloncesto, de los libros, de la música. “Pero qué es lo que te hace sentir mejor?” No sé, depende… “¿Y las mujeres?” Me puse coloradísimo, seguro. También. “¿También qué?” Que me gustan también. “¿Y qué relaciones has tenido con ellas?” Recuerdo que temblaba, porque mientras me preguntaba aquello la hijaputa sonreía, como regocijándose por dentro, como vengándose por mis miradas cuando nos cruzábamos en la escalera o por aquella vez que ella subía delante mía y llevaba puesta la minifalda más mini que yo había visto en mi vida. Algunas, pocas, reconocí. “Cuéntame”, y se reía, seguro que por dentro se reía. En aquel momento yo ya no sabía por que razón había ido allí, si estaba en la consulta de una homeópata, de una psiquiatra o de una homeopsicópata que gozaba viéndome sufrir. Le conté lo que hacíamos en verano, en el pueblo, con las pandillas de niñas, las fiestas en casa de mi amigo E., y luego cuando conocí a M. y… “¿Pero tienes relaciones sexuales frecuentes?” Apretaba y apretaba y apretaba y hasta empezó a faltarme el aire, y balbuceé algunas sílabas inconexas, que querían decir que no, que muy frecuentes no… “¿Te masturbas mucho?” Y recuerdo que aquella pregunta me sirvió para volver a la realidad. Me incorporé en la silla y le dije que por qué quería saberlo, que para qué necesitaba saber eso, que eso en qué afectaba a mi hipertensión leve (enfaticé el adjetivo). “Tengo que conocerte bien antes de preparar el globulito. La homeopatía no funciona igual que la medicina tradicional. Aquí los medicamentos son individualizados. Necesito conocer cuáles son tus preocupaciones, tus deseos, tus aspiraciones, si eres feliz con tu vida o no… pero si te da corte, lo dejamos, puedes escribirme en un folio todo lo referente a tu vida sexual”, lo soltó casi sin mirarme, como diciendo, tampoco será tanto lo que tengas que contar, y volvió a sonreír, la muy cabrona, la habría estrangulado en aquel momento, pero no lo hice y acabé respondiéndole que sí, que eso sería lo mejor. Creo recordar que me preguntó alguna trivialidad más, que ya no se molestó ni en anotar en el papel, y me dijo que estaba bien, que no se me olvidara traerle el relato de mi vida sexual, que contara todo lo que se me ocurriera y yo considerase que era importante para mí, que aquello sería confidencial por supuesto, que era una profesional, y que una vez terminara su trabajo me lo devolvería si yo quería, y entonces se agachó para coger el boli, que no sé si se le había caído o ella mismo lo tiró, y no pude evitar mirar y darme cuenta de que en realidad estábamos en verano y su casa no tenía aire acondicionado y toda la ropa sobraba… y alzó la cara y me sonrió otra vez, antes de levantarse de la silla y de acompañarme hasta la puerta, que cuanto antes tuviera mi relato, antes me prepararía el globulito y antes tendría resuelto ese problema de hipertensión leve, concluyó, enfatizando el adjetivo.
No hace falta decir que en los días siguientes mi actividad sexual se incrementó de forma considerable, no así la ampliación de mi círculo de amistades femeninas, que eso tardó todavía en llegar. Mientras, preparaba el relato de mis hazañas sexuales, que se convirtió en una mezcla de realidades y fantasías (más fantasías que realidades, para ser completamente sincero), que, no me cabía la menor duda, B. detectaría al primer vistazo. Se lo acerqué una tarde en la que el calor había superado todo lo imaginable. Me recibió vestida con una camiseta ancha que le cubría hasta la mitad del muslo. Yo sudaba. Me sonrió, cogió el papel y me despidió con un significativo gesto de los dedos de su mano izquierda. Menudo chasco. Yo me había imaginado sentado frente a ella, como el primer día, y el bolígrafo resbalando hasta el suelo una y otra vez. Comprobé amargamente que mi imaginación iba demasiado deprisa y que ella era mucho más perversa de lo que alguien como yo habría podido nunca sospechar.
Al día siguiente, cuando volví por la noche a casa, me encontré en la mesa de mi dormitorio un pequeño sobrecito con lo que supuse serían los globulitos (eran) y una hoja de instrucciones, por lo que sospeché que aquello había sido preparado varios días antes de que yo terminase mi patético relato, y que si me lo había pedido había sido sólo para divertirse y humillarme. Definitivamente tenía que matarla. Sólo me faltaba encontrar el método más apropiado, que hiciera compatible mi seguridad y mi impunidad con que ella fuera perfectamente consciente de todo lo que le estaba pasando, mira cómo te mató. Pero en ese instante aquello no me preocupaba. Tenía toda la noche por delante para pensarlo, porque estaba seguro de que aquella noche yo no pegaría ojo.
A la mañana siguiente desperté con una visible erección y un deseo tremendo de estrangular ipso facto a mi vecina, pero ambos accidentes se me pasaron casi enseguida, cuando leí la forma en que tenía que tomarme los globulitos. Durante tres meses debía renunciar a fumar (no fumaba), al alcohol (¡duro!), el café (un pequeño esfuerzo, pero quizá podría), la colonia (!!!), el desodorante (!!!!), la pasta dentífrica (!!!!!) y cualquier otro producto excitante o/y que supiera a menta. De sexo no decía nada. Menos mal. Cuando mi madre me preguntó, le respondí que había decidido no tomarme nada, que aquello era una tontería, que qué podía tener que ver la pasta de dientes y el desodorante con mi tensión, y así lo hice. En cuanto a B., apenas volví a cruzarme con ella en la escalera, y las veces que lo hice no me preguntó, como si supiera que su receta no había logrado superar la barrera de mi escepticismo, y al final del verano se mudó de casa. En su lugar, llegaron unos estudiantes de Cádiz que hablaban de una forma que a mi madre le hacía mucha gracia y que se quedaron en el piso hasta el final de sus respectivas y aburridas carreras.
Este fin de semana estuve en casa de mi madre recogiendo unos viejos apuntes que llevaba meses pidiéndome que me llevara, porque le ocupaban un sitio que necesitaba para meter no sé qué cosa que regalaban en el banco. Entre unas gráficas climáticas y unos folios amarillentos encontré el sobre con los globulitos intactos y el pliego de instrucciones con la letra ancha y vertical de B., las íes sin circulito. Pensé en ella, que a saber dónde estará ahora, y recordé esta (demasiado ya, ¡ay!) lejana historia, que seguro que el tiempo y la imaginación han acomodado, mientras escribía, a mis deseos.
2 comentarios:
Ja, ja, ja.... es lo mejor que he leído en mucho tiempo...
Saf ;-))
Bravo. Un texto maravilloso, muy bueno. Gracias.
Jesús
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