martes, 25 de octubre de 2005

Rojos

Ceci n'est pas un tomate
Los mejores eran los de doña Rosa, la madre del hueverón, una mujer lozana y fuerte, cuyas mejillas permanentemente arreboladas eran la mejor publicidad para los productos del huerto que trabajaba el marido, aquel hombrecillo pequeño y con piorrea que a mí me parecía imposible que fuera el padre de nuestro amigo José Antonio. Si hasta él mismo nos lo contó en una de esas noches de verano en las que, sentados en corro a la puerte del almacén de la funeraria, nos dábamos al morboso placer de las confidencias. "A mí se me murió un padre." Un padre, dijo. Y todos lo miramos con la boca abierta, que la muerte era entonces para nosotros una realidad aún demasiado lejana, pese a la cercanía de los ataúdes y las cruces imitando al marfil que a menudo veíamos salir por aquella puerta. Esa era la confesión más gorda que nadie había hecho nunca, por lo menos desde que el Migue reconoció haberse acostado con una prima y habérselo cogido todo. Trini se llamaba la prima, que yo desde entonces la miraba y me corría como un hilo de seda por la columna que me bajaba hasta la rabadilla y me obligaba a quedarme quieto y a apretar las piernas hasta casi hacerme daño. José Antonio estaba inflado, tuvo un padre que se murió y ahora tenía otro, se le notaba orgulloso por haber sido capaz de sorprendernos durante un momento, un rato que seguramente fue menor de lo que recuerdo, porque enseguida terció Fran, el sabelotodo: "Pero ese no era tu padre. Era sólo el primer marido de tu madre". Pues anda que acabó de arreglarlo, el enterado. Entonces las madres podían tener varios maridos. Yo ya veía a mamá haciendo desfilar por casa a un padre y otro padre y otro padre... Pero José Antonio no se amilanó, nos reservaba una sorpresa aún mayor. "¿Queréis saber cómo se murió?" Claro, cómo no íbamos a querer saberlo, ¿es que con siete años hay alguien que sepa cómo se muere la gente? "Se pegó un tiro. Tenía problemas con el dinero y se pegó un tiro." Hasta aquel momento, para nosotros los tiros sólo eran los que salían en las películas de indios, y ninguno pensaba que de verdad pudieran llegar a matar a nadie, luego los mismos indios y vaqueros salían en otras películas. Pero aquello era distinto. Un padre de José Antonio se había pegado un tiro y por eso él ahora tenía otro padre... Uf. Cómo puede llegar a impresionar la idea del suicidio la mente de un niño. Desde aquel día empecé a mirar a la madre del hueverón de otra forma y cada vez que entraba en su casa imaginaba dónde habría sido que su primer marido (¿pero de verdad había sido el primero?), desesperado por las deudas, se quitó la vida. ¿Tal vez fue en aquel taller de carpintero a medio desmantelar en el que jugábamos a construir edificios de veinte plantas? ¿Y dónde estaría la escopeta?, pensaba mientras miraba disimuladamente detrás del torno.

Eran los mejores, los más rojos, cuando tenían que ser rojos, y los más grandes y duros cuando mamá los abría por la mitad y me los daba con sal para que fuera haciendo ganas de comer. Yo frotaba una parte contra la otra con fuerza, como le había visto hacer a ella, para que la sal se introdujera bien y no se cayera al suelo al morderlos. Acababa de verlos en las manos de doña Rosa, metiéndomelos en una bolsa, sin pesarlos siquiera. "Dos kilos (aunque siempre eran más). Y toma, llévale a tu madre también estos pimientos, mira qué verdes están". Y yo lo cogía todo y salía corriendo, porque desde que conocía su secreto, las manos de doña Rosa me producían la misma sensación de angustia que las de Marín, el empleado de la funeraria que siempre que doblaban las campanas de la iglesia se acercaba con sus andares de grulla y abría la puertecita pequeña del almacén con esos guantes negros que Fran decía que eran los mismos que llevaba el asesino de no sé qué película de terror que había visto en casa de su primo Eduardo, aunque nadie lo creía ya, desde lo del buque fantasma todos sabíamos que Fran lo que tenía era mucho cuento y que lo único que le interesaba era impresionarnos, nada más que impresionarnos. Aquellos tomates aún inmaduros del mediodía, mientras el olor del cocido y el sonido de la válvula de la olla inundaban la casa, o aquellos otros rojos, tan intensos y sabrosos que el barreño de gazpacho no duraba ni medio almuerzo, se han quedado impresos en mi memoria para siempre. De los tiempos en que los tomates eran baratos y la tecnología muy cara. De los tiempos en que los niños aún jugábamos en medio de la calle durante horas sin que un solo coche viniera a molestarnos. De los tiempos en que las confidencias y los cuentos de terror tenían un sentido contados a la luz de un alto farol casi siempre estropeado. Hoy los tomates son carísimos y la mayoría de las veces absolutamente insípidos, así que hay que aliñarlos con vinagre y especias y acompañarlos con una loncha de queso feta o algo parecido para crear al menos la sensación de un sabor que siempre me parece artificial. Y aquel rojo del gazpacho del mediodía... Rojo como nunca he vuelto a verlo. Aunque, quién sabe, si la oferta de rojos sigue creciendo al ritmo actual, puede que los tomates, por lo menos, bajen de precio.

4 comentarios:

Er Opi dijo...

Don Grego, que a sus pies...

Anónimo dijo...

Vaya maravilla, Paolo. Es un lujo poder leer cosas así.

Egonauta dijo...

El mejor tomate que he leido en mucho tiempo.

Egonauta

it dijo...

Sí.
;-))