Futurismo
Acérrimos enemigos de la lentitud y de la memoria, los futuristas reivindicaban un mundo nuevo, hecho de máquinas, electricidad, provocación, ruido, velocidad y riesgo. El Primer Manifiesto futurista, que Filipppo Tommaso Marinetti publicó en 1909, exaltaba en efecto "el movimiento agresivo, el desvelo casi febril, la carrera, el salto mortal, el golpe y el puño". Convencido de que la tecnología había transformado por completo la esencia del hombre, Marinetti tomó el automóvil como gran símbolo de la aurora a la que despertaba la Humanidad ("un rugiente automóvil, que parece correr sobre la metralla, es más hermoso que la victoria de Samotracia"). El discurso antiacademicista ("Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de cualquier clase") se mezclaba con el ensalzamiento de la lucha, que era el único espacio en el que el artista podía encontrar la belleza, y que concluía lógicamente en un explícito canto al militarismo ("Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-").
En torno a Marinetti, poetas, pintores y músicos entendieron que la máquina habría de convertirse en el gran remedio para todos los males sociales, que en realidad lo estaba siendo ya, y la obligación de los artistas consistía solamente en transmitir la buena nueva al mundo, lo que los futuristas se tomaron bastante en serio. "¡Vallas publicitarias multicolores en el verdor de los campos, puentes de hierro encadenando colinas entre sí, trenes quirúrgicos perforando el vientre azul de las montañas, enormes turbinas con cañerías, nuevos músculos de la tierra, ojalá que los poetas futuristas os enaltezcan, porque destruís la vieja sensibilidad y los enfermizos arrullos de la tierra!", escribía Marinetti (me pregunto cuántos arquitectos y/o promotores inmobiliarios de nuestros días conocen este alegato).
El exaltado universo de los poetas futuristas apenas dio para unos pocos disparates versificados, algún que otro panfleto provocativo y curiosidades como Il Codice di Perelà, novela de Aldo Palazzeschi, sobre la que recientemente Pascal Dusapin compuso una ópera que ya ha sido llevada al disco. Acaso la más fértil herencia de la poesía futurista no fue la propia producción de sus más directos defensores, sino el abono del terreno artístico que en un primer momento se fundiría con el dadaísmo y mucho después germinaría en los happenings, performances y otras actividades nominalmente artísticas por el estilo, basadas inicialmente en la improvisación y la provocación y hoy ya carne de mercado.
Mientras los poetas futuristas se perdían buscando en el choque inexpresivo de los fonemas el fragor de las turbinas y el rugido del motor, los pintores parecían contar con algún punto bastante más sólido de referencia. La descomposición de la luz y el color que habría de sugerir la velocidad y el ritmo incesante de su ideario se había experimentado ya con éxito. El puntillismo y el cubismo eran tentaciones demasiado fuertes para los jóvenes pintores italianos fascinados por el discurso de Marinetti, y esos serían, junto a la fotografía, los dos puntales en que se apoyarían en unos frenéticos y pocos años los principales representantes de la pintura futurista. Entre ellos, fueron Giacomo Balla, Gino Severini y, sobre todo, Umberto Boccioni los que mayor talento demostraron. Pese al antihistoricismo extremo que el futurismo propugnaba, en La calle entra en la casa (1911), óleo que encabeza este artículo, a Boccioni se le cuelan algunas referencias del pasado absolutamente diáfanas (uno piensa enseguida en las más famosas obras de Paolo Uccello). Como en otro de sus grandes óleos, La ciudad que se levanta, los edificios de Boccioni representan un canto a las nuevas construcciones industriales ("Me dan asco las viejas paredes y los viejos palacios"), pero además en ese cuadro se transparenta un esfuerzo explícito por la suma de sensaciones, de perspectivas. En palabras del propio autor:
Al pintar a una persona asomada a un balcón, vista desde el interior de la habitación, no limitamos la escena para que el marco cuadrado de la ventana se haga visible; pero tratamos de reproducir la suma total de sensaciones visuales que la persona en el balcón está experimentando: la gente tomando el sol en la calle, la doble hilera de casas que se extiende a derecha e izquierda, los balcones con flores, etc. Eso implica la simultaneidad del entorno y, por lo tanto, la dislocación y desmembración de los objetos, la dispersión y la fusión de los detalles, libres de la lógica establecida.
Como Marinetti, Boccioni, que afirmaba buscar "lo nuevo, lo expresivo, lo formidable", vio en la Gran Guerra la ocasión magnífica para la higiene colectiva que precisaba la Humanidad, la manera ideal de barrer de un plumazo el viejo mundo de la tradición para crear otro nuevo a partir de los postulados del grupo, convertido a esas alturas en una auténtica secta. En 1916, en el transcurso de una maniobra militar, una caída de su caballo en Verona barrió a Boccioni del mundo de los vivos. Marinetti, en cambio, no fue higienizado por la contienda y su evolución intelectual lo llevó de forma lógica hasta el fascismo, que defendió fervientemente en una obra alucinada, Futurismo y fascismo (1924), cinco años después de que el Partido Político Futurista que él fundara se hubiera integrado en los Fascios de combate de Mussolini.
"Un mundo nuevo es posible", gritaban los futuristas, y con ellos los fascistas, los bolcheviques, los maoístas y todos aquellos que a lo largo del siglo XX entendieron que los regímenes políticos nacidos de las revoluciones liberales eran un impedimento para el natural despliegue de una Humanidad nueva, feliz, resplandeciente, transformadora y vital. Por eso, cada vez que oigo la frasecita de marras, yo me refugio en mi estudio y trato de esbozar sobre el papel las líneas esenciales de un búnker perfecto (se agradecería la ayuda desinteresada de un arquitecto de la lentitud).
5 comentarios:
Un momento: ¿no son acaso hermosos los puentes de hierro encadenando colinas entre sí?
¿En el mundo platónico de las ideas o en el iron graffiti de nuestros días?
No, en el campo campero de verdad, los de hierro viejos y los de hormigón de ahora. Me parecen muy bellos.
Bueno, depende, algunos desde luego que sí... ¿Has estado ya en Bolonia y has visto el engendro de Vázquez Consuegra? Yo hacía que lo tirase él a puñetazos, y si no, le quitaba el premio ese tan importante que le acaban de dar...
Pues no, pero fíjate que precisamente hoy he estado haciendo planes para ir el sábado.
No me gusta ese edificio, no.
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