martes, 11 de octubre de 2005

Requiem

Taedet animam meam. Officium Defunctorum. Tomás Luis de Victoria
Taedet animam meam vitae meae,
dimittam adversum me eloquium meum,
loquar in amaritudine animae meae.
Dicam Deo: Noli me condemnare:
indica mihi, cur me ita iudices.
Numquid bonum tibi videtur,
si calumnieris, et opprimas me,
opus manuum tuarum,
et consilium impiorum adiuves?

Numquid oculi carnei tibi sunt:
aut sicut videt homo, et tu vides?
Numquid sicut dies hominis dies tui,
aut anni tui sicut humana sunt tempora,
ut quaeras iniquitatem meam,
et peccatum meum scruteris?
Et scias, quia nihil impium fecerim,
cum sit nemo, qui de manu tua possit eruere.
(Job, 10: 1-7)

¿Es el Réquiem la música de nuestro tiempo? Que el arte era posible después de Auschwitz no es menester discutirlo ya. Acaso fue preciso cambiar la mirada despreocupada y un tanto altiva de los años 20 por otra más severa y vigilante (¿no había minado acaso el fascismo la base misma de la expresión artística?), pero cómo suponer que el impacto terrible de las cámaras de gas era nuevo para los artistas. En otras formas, la muerte y el horror han compartido con el ser humano los miles de años de su camino sobre la tierra. Quizá lo terrible de Auschwitz fuera la fusión perfecta entre el fanatismo criminal más despiadado y el progreso técnico capaz de ejecutarlo de la forma más cruel y a mayor escala que nunca hubiera podido imaginarse. ¿Pero acaso no recordamos las imágenes de la Ilíada, no conocemos las ciudades incendiadas y arrasadas hasta los cimientos, los cuchillos en las gargantas de los niños, las epidemias y hambrunas más devastadoras? ¿Desapareció el arte? No. Los artistas no sólo sobreviven al horror, conviven con él y nos lo muestran.

Así que tras Auschwitz (y tras Hiroshima y tras Corea y tras el gulag y tras Indochina y tras Camboya y tras la revolución cultural china y tras Biafra y tras Etiopía y tras Sudán y tras Ruanda y tras Srebrenica y tras las torres gemelas y tras Beslán, y no pretendo igualarlos, no...) a nadie le pudo parecer mal que se impusiera una música que desdeñaba la melodía y su carácter sensual y representativo para volcarse en una abstracción que solía materializarse con el ropaje de un expresionismo desgarrado y extremo. Todo lo demás era estéril formalismo cultivado por ensimismados adoradores del pasado. Había que crear un paisaje sonoro nuevo que provocara la reflexión y el compromiso y no el goce en los hombres.

Olvidaron acaso que en su disputa amarga con la muerte, músicos de todo tiempo y condición habían aprehendido ya la esencia misma de la desigual batalla y la expresaron en obras contritas y majestuosas, mientras que, paralelamente, se daban a la danza, al juego del sexo y el amor y al canto festivo de la primavera. Existe aún cierta idea falsa que hace a los hombres medievales insensibles a una muerte y a un dolor cotidianos. Hace tiempo que Johann Huizinga, en unas páginas memorables de El otoño de la Edad Media, desmintió semejante aserto: capaces de expresar su alegría de vivir hasta límites que hoy se nos escapan, la muerte del ser querido provocaba una profundísima tristeza de la que sólo se salía mediante rigurosos ritos de purificación, habitualmente, pero no siempre, religiosos.

En último término, la religión sólo existe por eso. Es el protector que los hombres inventaron para contener la angustia que les causa el saberse mortales. Tanto más arraigadas cuanto más solemnes, las iglesias encontraron pronto en la música la forma de expresar lo inexpresable, el misterio que al hombre no le ha sido dado desvelar pero que el orden de los sonidos permite al menos intuir. ¡Qué momentos debieron de ser aquellos en que por primera vez los monjes perdidos encima de una roca lejana daban sepultura a un compañero mientras entonaban los responsorios fúnebres en riguroso canto monódico! La misa de difuntos. El espacio ideal en el que palabra, rito y música se funden en una maraña de referencias inefables e irracionales para atrapar a los hombres. ¡Qué exquisito cuidado pusieron siempre los compositores en agradar a las jerarquías eclesiásticas escribiendo obras fúnebres grandiosas y sobrecogedoras!

Tomás Luis de Victoria compuso su Oficio de Difuntos (obra cumbre de la música española de todos los tiempos) en 1603, a la muerte de la Emperatriz María, hermana de Felipe II, que vivía retirada en el Convento de las Descalzas Reales de Madrid. El músico había regresado a España en 1587, después de veinte años de servicio al Papa de Roma, y desde el principio rechazó los cantos de sirena que le llegaban de las principales catedrales del país para asumir el modesto cargo de capellán y maestro de coro de las Descalzas. El Officium Defunctorum de Victoria, que sería publicado en Madrid en 1605, se componía de una Missa pro Defunctis a 6 voces, que se acompañaba del motete fúnebre Versa est in luctum, se cerraba con el responsorio de absolución Libera me y se abría con una lección de maitines, Taedet animam meam, que Victoria escribió en un sencillo y sobrio estilo homofónico a 4 voces, que sirve para encuadrar su canto a la muerte dentro de un estilo de emotiva, profunda y recogida contrición. El texto, de impacto directo al hígado, está sacado del libro de Job, una de las maravillas que contiene ese cajón de sastre que llamamos Biblia. Al frente de sus Sixteen, Harry Christophers grabó en abril pasado el Officium Defunctorum de Victoria en un disco (formato SACD) para su propio sello, Coro, que en España distribuye Harmonia Mundi. Dos meses después, The Sixteen presentaron el Requiem de Victoria en el Festival de Granada, en un concierto que desbordó todas las previsiones de los organizadores y dejó muy pequeña la capilla del Monasterio de la Cartuja, literalmente arrobada ante una interpretación que en su día juzgué demasiado brillante. El carácter penitencial, dolorido y absorbente del preámbulo queda en cambio maravillosamente atrapado en esta grabación.

¡Estoy hastiado de mi vida!
Voy a dar curso libre a mis quejas,
a hablar con la amargura de mi alma.
Quiero decir a Dios: ¡No me condenes,
dame a entender por qué te querellas contra mí!
¿Es decoroso para ti
hacer violencia, desdeñar
la obra de tus manos
y complacerte en los consejos de los malvados?

¿Tienes tú acaso ojos de carne
y miras como mira el hombre?
¿Son tus días los de un mortal,
son tus años los de un hombre
para que tengas que inquirir mi culpa
y andar rebuscando mi pecado,
cuando sabes que no soy culpable
y nadie puede librarme de tus manos?
(Job, 10:1-7)



"Taedet animam meam". Officium defunctorum de Tomás Luis de Victoria. The Sixteen (Coro)

2 comentarios:

Paolo dijo...

Me parece que Castpost ha reventado de éxito. Aunque a lo mejor es sólo un desmayo transitorio. Por favor, sean pacientes...

Er Opi dijo...

Está realmente mal el Castpost hoy. Pero no es sólo con usted (vamos, que no es personal ;-)). Eso me recuerda que le quería buscar alguna alternativa por si algún día nos dejaba tirados.

Abrazos,

Er Opi.