sábado, 7 de agosto de 2004

Memorias

Las memorias, el ámbito de las confesiones y de las mentiras, de los juicios más ruines y los más crueles ajustes de cuentas, de las expansiones líricas más desaforadas y los más escabrosos detalles íntimos, de la sencillez estilística más depurada y la más verbosa de las retóricas, de las efusiones vitalistas más enérgicas y el más desolador de los pesimismos. Hay mucho de pose en el ejercicio memorialístico, incluso en el desarrollado a ultimísima hora, frontero con la muerte. Simplemente, el hecho de considerar que tus experiencias vitales son tan valiosas que su relato (el tuyo) merece ser preservado es un gesto de indisimulable vanidad. Y no es el único. Los escritores de memorias suelen considerar también que su experiencia les capacita para el juicio moral y aun para la fijación de reglas que atañen a la consideración genérica del sentido de la vida. Así que un romántico tan ferviente como Berlioz no podía menos que abrir sus Memorias con una cita de Macbeth, con la que parece querer situarse en el universo de los personajes atormentados y desengañados de su paso por el mundo que tanto admiró literariamente:

"La vida es sólo una sombra que camina, un mal actor que, durante su tiempo, se agita y se pavonea en la escena, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada".

En cambio, el relato nos traza el perfil de una personalidad atrapada en sus contradicciones, siempre tan excesiva y pródiga en las autoalabanzas como extrañamente púdica en las referencias a su vida amorosa, pero en absoluto dominado por ese sentimiento de desesperanza con el que, fatuo y presuntuoso, se presenta, él, el gran Berlioz, el Atila de la cultura occidental, romántico entre los románticos, al mundo.

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