Ataúdes
“Cuando te montas en un coche es como si fueras dentro de un ataúd”. Me lo dice F., mientras lo acerco al hospital, y me sorprende escuchar esa frase en sus labios, incluso en las circunstancias actuales. F. acaba de tener un accidente, en un cruce, casi al lado de mi casa. Un tipo con un Peugeot 307 de empresa no ha respetado un ceda el paso y se ha estrellado contra el flanco derecho de su Renault Clío, que ha acabado empotrado contra una esquina, después de llevarse por delante el parachoques y los pilotos traseros de un Opel Astra que estaba aparcado justo al lado. Por suerte iba solo en el coche. Por suerte no pasaba nadie por la acera, habitualmente muy transitada, en aquel momento. Por suerte él está bien, sólo tiene un golpe en la tibia izquierda y algunas molestias en la espalda. El otro conductor ha salido ileso. El impacto ha sido brutal, según me comentan algunos testigos. “Ha llegado al cruce por lo menos a 60, no lo he visto venir”, me dice F. “El airbag del copiloto se ha abierto, y ha llenado todo el coche de un polvo blanco y un olor que no había olido en mi vida”. Está tranquilo, pero serio, con la seriedad que produce el hecho de que se frustren muchos de tus planes. Venimos del taller, donde la grúa ha dejado su coche. Mínimo dos meses, le han dicho. Hasta que las compañías se pongan de acuerdo, pasará un tiempo. Da igual que su Clío esté asegurado a todo riesgo, su compañía se negará a adelantar el precio (elevadísimo) de la reparación, aun en un caso tan claro como éste. “J. tenía siempre miedo en este cruce. Me decía que iba demasiado rápido. Pero yo tenía prioridad y no le hacía caso.” “Los cementerios están llenos de gente con preferencia”, le digo de forma impertinente, lo sé, pero no puedo evitarlo, es una de esas citas estúpidas que se te cruzan cuando menos lo esperas. “Lo importante es que estás bien”, añado tratando de arreglarlo, aunque no estoy seguro de haberlo conseguido. Pienso que J. tendrá nuevos motivos para quejarse y protestar, y siento una extraña solidaridad hacia F., esa forma blanda, tecnológica e inmune a las pasiones. J. es mi cuñada, y M. me ha dicho muchas veces que convivir con ella es algo más que difícil, sus manías desconciertan a cualquiera. Por eso siento solidaridad hacia F., aunque tal vez lo mejor sería decirle que la deje hacer, que se separe de una vez, si es lo que ella quiere, pero no se lo digo, porque no quiero que sepa que sé que J. quiere separarse de él, no siempre, sólo a ratos, como el intermitente del coche que llevamos delante, ahora sí, ahora no, otra manía. Por eso pienso que lo mejor sería que él diera el primer paso, pero sé que no lo hará jamás, y prefiero callarme y preguntarle por su trabajo y por su nueva cámara o su nuevo teléfono o su nueva antena, ya he perdido la cuenta de los artilugios que gusta en coleccionar.
En el hospital lo atienden con rapidez. Agosto se nota hasta en las urgencias, casi vacías. Le hacen unas radiografías y le dicen que no tiene ninguna lesión en la columna y que en la pierna le saldrá un hematoma, pero nada más. Le recetan un antiinflamatorio (“¿para qué, si no tengo nada?”) y le dan un informe para la mutua. Iba camino del trabajo, así que su accidente se gana el adjetivo de “laboral”. “Te acerco si quieres.” “No. Hablaré esta tarde con mi jefe”, me responde. “No creo que me den una baja por esto, así que para qué.” Hablamos de coches, del verano, del trabajo de J., de su antiguo trabajo, en el que forzó su despido porque ya tenía pensado irse y así pudo cobrar una indemnización... Cuando llegamos a la puerta de su casa, que está a poco más de cien metros de la mía, le pregunto si necesita alguna otra cosa, si quiere que lo lleve a alguna parte. “No. Voy ahora a dar parte a mi compañía, pero está aquí al lado. Muchas gracias por todo.” Y lo veo alejarse lenta, blandamente, mientras yo me apresto a buscar un nicho adecuado donde dejar mi ataúd correctamente estacionado hasta mañana.
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