Madame de Staël en la España del siglo XXI
Se llamaba Germaine, y ha pasado a la historia con el apellido de un barón sueco, embajador en la Francia prerrevolucionaria, cuyos méritos nos son por completo desconocidos. En cambio, el apellido paterno estaba adornado con un prestigio que ha pasado por encima de los siglos. Y es que su padre era nada menos que el insigne banquero suizo Jacques Necker, quien pudo haber salvado la cabeza de Luis XVI, en el caso de que Luis XVI se hubiera dejado salvar. Para rescatar a la monarquía francesa de la más grave crisis financiera de la que hubiera memoria, Necker había accedido en 1776 a puestos claves del Gobierno, por más que su militancia calvinista le vetara el acceso nominal a algunos cargos. Desde allí impulsó un programa de reformas administrativas, sociales y financieras que, de haberse aplicado en toda su amplitud, tal vez habrían podido evitar el marasmo revolucionario. Pero las resistencias en la Corte eran demasiado fuertes. La mayor parte de los aristócratas y familiares del rey, con una ceguera digna de su estupidez, jamás entendieron lo que estaba ocurriendo y se negaron a ceder ni un palmo de uno solo de sus privilegios. Cansado de luchar contra la estulticia, Necker hizo público en el presupuesto de 1781 su famoso Compte rendu au Roi, donde desvelaba punto por punto en qué gastaba la corte el dinero de los impuestos recaudados en un país empobrecido. El éxito fue espectacular, cien mil ejemplares vendidos, y la consecuencia directa, aunque no la más grave, su destitución. Cuando en 1788 el rey volvió a recurrir a sus servicios ya era demasiado tarde. A pesar de que entonces fue nombrado Ministro de Estado, con importantes responsabilidades políticas, todos sus esfuerzos por frenar la oleada revolucionaria fueron sencillamente abortados desde la Corte, donde se juzgaron sus medidas demasiado condescendientes con el tercer estado. Una nueva destitución y una última llamada a la desesperada, dos días después de los sucesos de la Bastilla, no tuvieron el menor efecto en la subversión ya desencadenada.
Germaine vivió pues en primera línea los sucesos que habrían de marcar el principio del fin del Antiguo Régimen, cuyas bases ella habría oído sin duda socavar en el salón que su madre mantenía en París, donde se reunía la elite de los pensadores ilustrados, de Diderot a D'Alembert, y al que, es leyenda, la pequeña Necker asistía desde antes de cumplir los 10 años. En este ambiente se forjaron sus ideas sociales y políticas, cercanas a la de la burguesía revolucionaria, pero enemigas del jacobinismo y el radicalismo extremos, que provocaron su exilio a Suiza en 1792. Espantada y conmocionada por el estallido del Terror y amiga personal de María Antonieta, trató infructuosamente de salvarla con la publicación de sus Reflexiones sobre el proceso de la reina. En 1786, a los 24 años, se había casado con Eric Magnus, barón de Staël-Holstein, diecisiete años mayor. Las razones de su elección no están claras, pero parece que pesó decisivamente su protestantismo (condición exigida por su familia) y su residencia en París, ciudad a la que Germaine no parecía dispuesta a renunciar. Dio tres hijos al barón, ese sueco "perfectamente honesto, incapaz de decir o hacer tonterías, mas estéril y sin nervio: si no me hace infeliz es porque no osa inmiscuirse en mi felicidad", dejó escrito. Y parece que, en efecto, Staël no se inmiscuyó lo más mínimo en la agitada vida sentimental de la baronesa, amante de aristócratas e intelectuales.
Fascinada por la personalidad del joven Bonaparte, Germaine volvió a París en 1797, pero pronto quedó decepcionada por las escasas dotes intelectuales del militar y por su personalismo, más típico de un rey del Antiguo Régimen que de un general revolucionario. "Bonaparte se convirtió en Napoleón", y el nombre de la baronesa cayó en desgracia. En su salón no sólo participaban los opositores al régimen, sino que ella misma se había convertido en la amante de Benjamin Constant, lo que la condenó a un nuevo exilio en 1803. Se establece entonces en Coppet, donde se rodea de escritores y amigos. Visita su admirada Alemania en varias ocasiones y tras la Restauración vuelve a París, donde fallece en 1817.
Germaine Necker escribió algunas novelas (Delphine, Corinne) hoy perfectamente olvidadas, pero su obra teórica es importante para el mundo de las letras, por su empeño en hacer compatibles el racionalismo ilustrado y el romanticismo, lo que preparó el camino para la evolución hacia el modernismo de la literatura en la segunda mitad del siglo. Sin embargo, si la traigo hoy aquí no es por sus aportaciones a la estética literaria, sino por su pensamiento político. En 1792, tras su primer exilio, Madame de Staël, marcada por los acontecimientos que vivía su país, escribió una obra que tituló De la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y de las naciones, en la que dejó párrafos de una modernidad auténticamente visionaria, que, a mi modo de ver, encajan a la perfección con la actualidad española, en especial con la formación del nuevo partido político en torno a Savater, Gorriarán y Rosa Díez, personalidades que han desafiado al sectarismo imperante en la vida política nacional, proceso ya iniciado en Europa en las personas de Angela Merkel o Nicholas Sarkozy y que se me antoja crucial para el futuro de nuestro país y de nuestras vidas. Se refiere Germaine Necker al "espíritu de partido" (nosotros lo llamamos "sectarismo") y lo hace en los siguientes términos:
El orgullo, la emulación, la venganza, el temor se colocan en ocasiones la máscara del espíritu de partido, mas esta pasión se basta a sí misma para superar a las demás en ardor: es fanatismo y fe, cualquiera que sea el objeto sobre el que se aplique. ¿Existe en el mundo algo más ciego y violento que estos dos sentimientos?[Negritas mías].
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Son espíritus crédulos [los sectarios] que se apasionan a favor o en contra de antiguos errores. Y su violencia permanente les hace sentir la necesidad de situarse siempre en el extremo de todas las ideas: sólo en los extremos se sienten cómodos su carácter y su juicio.
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Para el espíritu de partido, un triunfo conseguido con condescendencia es una derrota.
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Y es que la integridad del dogma importa más que el éxito de la causa.
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Mas el espíritu de partido es como esas fuerzas ciegas de la naturaleza que avanzan siempre en la misma dirección: una vez que el pensamiento ha tomado impulso, adopta un carácter de rigidez que le anula, por así decir, sus atributos intelectuales. Creemos haber chocado contra algo físico cuando hablamos con hombres que se encarrilan en ideas fijas: no oyen, ni ven, ni comprenden. Les basta con dos o tres razonamientos para hacer frente a cualquier objeción, y cuando constatan que las flechas lanzadas no han logrado convencer, entonces sólo les resta la persecución. El espíritu de partido une a los hombres en un odio común no en la estima o el afecto del corazón. Destruye las afecciones del alma para reemplazarlas por vínculos basados tan sólo en opiniones compartidas.
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Para quien es presa del espíritu de partido, son las consignas las que marcan el límite de la opinión.
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No existe otra pasión que arrastre en mayor medida a los crímenes que el espíritu de partido, y ello porque quien lo experimenta está embriagado de la mejor fe: dado que el individuo que se entrega a esta pasión no lo hace en aras de un propósito personal, considera que al hacer el mal está entregándose a una causa justa.
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El espíritu de partido es una suerte de frenesí del alma que no surge de la naturaleza de su objeto. Consiste en no pensar más que en una idea, vincularlo todo a ella y ver únicamente lo que guarde relación con esta obsesión. Resulta fatigoso comparar, contrarrestar, modificar, admitir salvedades, y de todo esto nos libera totalmente el espíritu de partido.
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Cuando el pensamiento es presa del espíritu de partido, las impresiones ya no proceden de la realidad hacia uno mismo, sino que surgen de uno mismo hacia la realidad; no las esperamos, sino que las anticipamos; es el ojo el que da forma a la imagen en lugar de recibirla. En este estado, los hombres de espíritu, que en cualquier otra circunstancia tratan de distinguirse de los demás, no se sirven más que de ese pequeño número de ideas compartidas por los más mediocres de la misma facción. Existe una suerte de círculo mágico trazado en torno al tema de adhesión, círculo que todo el partido ha de recorrer, mas cuyos límites no osa nadie atravesar: ya sea porque temen ofrecer puntos débiles al enemigo –los razonamientos para justificarse son múltiples–, ya sea porque la pasión exalta en todos los hombres la identidad de espíritu antes que su complejidad, la fuerza antes que la variedad.
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Un siglo, una nación, un hombre tardarán mucho tiempo, bajo el único influjo de las luces, en recuperarse de la epidemia que supone el espíritu de partido. Puesto que las reputaciones ya no guardan relación con el mérito real, la emulación pierde sentido al carecer de objeto.
[Uso la traducción de David Marín Hernández, que aparecerá en breve en la editorial Berenice]
1 comentario:
Me ha deprimido muchísimo. O sea que siempre es igual... no avanzamos ni nada.
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