jueves, 27 de septiembre de 2007

Una idea de nación (II)

Y sin embargo las naciones existen. Son una realidad histórica que nadie en su sano juicio se atrevería a discutir. El problema parece residir entonces en encontrar criterios objetivos para delimitar qué cosa sea una nación y cuál no. Y para ello lo mejor es partir de algo elemental e incuestionable, algo que ninguna persona de espíritu racional negaría: las naciones son entidades puramente humanas, no son entes metafísicos y eternos, sino organizaciones sujetas a la constante mudanza de los asuntos propios de los hombres. Basta estudiar un poco de historia para comprobar que las naciones han cambiado (y de hecho, siguen cambiando constantemente) de forma, modelo, extensión, símbolos, estructuras y todos aquellos atributos que les son propios en función de infinidad de variables. Por cambiar, ha cambiado hasta el concepto de nación. Obviamente, el animal político de Aristóteles no tiene nada que ver con el del siglo XVIII o con el de nuestros días. Si la nación trata de caracterizar determinadas formas de asociación entre seres humanos, su propia definición ha ido cambiando en la medida en que han cambiado las formas de organización.

La confusión que provoca el despliegue diacrónico de las ideas y conceptos en la historia es el paraíso del buen teórico del nacionalismo. Ahí es donde te envuelve en sus falacias y su fofa retórica, tan falsas como infantiloides, pero capaces de hacer mella en el ánimo de personas no demasiado instruidas o poco reflexivas. Lo he repetido ya muchas veces: la falacia fundamental con la que juega el nacionalista de hoy es la confusión interesada entre dos conceptos de nación diferentes: la 'nación' cultural derivada del idealismo alemán (un engendro de nefastas consecuencias prácticas) y la 'nación' política, que parte del pensamiento ilustrado y es, en el fondo, la que domina la política mundial del último siglo. Así que definamos ya la nación en función del más extendido de sus usos en la actualidad: Nación es una comunidad política con soberanía. El nacionalista vulgaris (en esta horrorosa, por espantosamente fea y hortera, página, se nos presenta un tipo peculiar de nacionalista, Xavier Sala-i-Martin, mucho más nacionalista y esencialista de lo que él quiere hacer ver, menos original de lo que algunos pretenden, pero una desviación sin duda del nacionalista medio), el nacionalista ordinario de nuestras miserias, decía, reclama nación cultural, pero lo que en realidad quiere es la nación política. Parece en cualquier modo que el salto conceptual lo han dado ya, públicamente, de lo cual me congratulo. Es más fácil discutir cuando todos los que discuten atribuyen a las palabras los mismos significados.

Tampoco es el de soberanía un concepto eterno y metafísico, se me dirá. No, claro que no, pero conviene no tomarlo demasiado a la ligera. De hecho para millones de hombres en todo el mundo, la soberanía es algo que les pilla un poco lejos: se la quedan para sí dictadores y reyezuelos de diversa índole. El concepto de soberanía nacional (o al menos el inicio de su aplicación práctica) no tiene mucho más de dos siglos. Pero hace dos siglos, ¡ya existían las naciones! Es decir ya existían comunidades políticas perfectamente definidas. La soberanía de la nación significó simplemente la extensión del derecho a decidir sobre su propio destino de un número mayor de individuos, un número que siguió incrementándose hasta alcanzar, con la implantación de la democracia de masas en pleno siglo XX, a todos los miembros de la comunidad. Con esto, planteo simplemente que cuando nace la categoría de ciudadano, ese ciudadano no es un ente abstracto, con capacidad para asociarse libremente con los ciudadanos que desee, sino que es ciudadano de una entidad política preexistente, de una nación. La continuidad de esas entidades políticas soberanas en el tiempo, independientemente de su organización interna y de la asunción de la soberanía, es en mi opinión el mejor criterio para delimitar lo que es una nación.

Un concepto determinado por la historia. Por supuesto. Claro que es importante la historia. Las cosas podrían haber sido de otra forma, pero fueron como fueron. ¿Tienen que ser siempre así? No, desde luego. Los asuntos humanos, ya lo he dicho, cambian permanentemente, pero ¡¡la realidad existe!! Una realidad que se ha configurado históricamente hasta crear el tipo de organización política que hoy conocemos. Habida cuenta de que los individuos son hoy ciudadanos de derechos (y me refiero, obvio, a las democracias de tipo occidental), que
ostentan la soberanía de sus naciones y que por tanto pueden decidir sobre cualquier cuestión que les competa y les afecte como colectivo, siguiendo para ello las reglas democráticas de toma de decisiones, nada más útil que afirmar que, en definitiva, la nación de ciudadanos coincide absolutamente con el Estado. Que naciones son, hoy, en Occidente, los Estados soberanos. Ni más ni menos. Y que ambas cosas (nación y soberanía) pueden cambiarse, claro que sí. Los que, partiendo de su estatus de ciudadanos de una nación, quieran crear estados nuevos (luego, naciones) pueden seguir básicamente tres caminos: a) la guerra de conquista (en desuso, la verdad); b) la revolución (es lo que hace ETA); c) convencer al resto de ciudadanos que comparten con ellos soberanía de que lo mejor para todos es hacer de su nación varias (es lo que hicieron en Checoslovaquia, por ejemplo). Obviamente todas estas decisiones tienen un coste. Yo voto por no pagarlo.

1 comentario:

Antonio Torralba dijo...

Yo voto también por no pagarlo. Cuando el nacionalismo es más pestilente es cuando adopta las poses del individualismo, eso que a veces admiramos en nuestros congéneres: tiene personalidad (un conjunto de defectos infantiles, aspavientos para ser querido, meadillas para marcar territorios, etc.). Cuando el nacionalismo no parte de esos tics copiados del indiviadualismo o los disimula es más soportable porque tiene una pinta más de comunidad de bienes.