viernes, 10 de diciembre de 2004

Don

Estudié en un colegio de niños, con don Antonio, don Carlos, don Eloy, don Francisco, don Celestino, don José María, don Juan, don Enrique, don Valentín y algunos otros profesores cuyo nombre he olvidado. El don, por supuesto, no los hacía mejores (y anécdotas guardo que pondrían en duda parte al menos de su competencia), pero los colocaba a la distancia suficiente de nosotros como para convertirlos en la fuente de autoridad que todo niño necesita para crecer.

Cuando llegué al Instituto me encontré en una situación nueva. Quedaban los viejos maestros de los que hablaba con una mezcla de respeto, temor y admiración mi hermano, pero había empezado también la renovación, con profesores jóvenes. Así, estudié con don Justo, don Teófilo, don Eduardo o don Francisco, pero también con Concha, Victoria, Wenceslao, Miguel, Obdulia, Manolo y Mari Pepa. El tuteo no los convertía necesariamente en peores profesores, como el tratamiento de usted no hacía a la fuerza más hosco y distante el carácter de los mayores. Entre los adolescentes de mi generación, el tuteo tampoco significó nunca necesariamente colegueo (aunque lo hubo, con los profesores de los que, justamente, y a la distancia, guardo el peor recuerdo) ni la abolición de la necesaria jerarquía que exige todo proceso educativo.

Es cierto que la disciplina se relajó, que nos reíamos de todo y de todos, que nos gustaba la juerga, la jarana y el alcohol, pero reconocíamos la autoridad de nuestros profesores y sabíamos valorarlos en función del nivel de exigencia que nos planteaban. Aprendíamos, porque no hacerlo habría sido renunciar a nuestra propia dignidad dentro del grupo, porque nos habían enseñado a apreciar el conocimiento como un instrumento fundamental para nuestro futuro, porque veíamos a nuestros maestros como los representantes de un mundo que un día sería el nuestro, y lo deseábamos lustroso y reluciente. Y siempre que podíamos copiábamos en los exámenes, claro que sí, y buscábamos cualquier excusa para no dar un palo al agua, por supuesto, y cada vez que nos era posible organizábamos una excursión, para dejar de mirar por un rato las paredes mugrientas de la clase. Pero éramos conscientes de todo lo que eso significaba. Asumíamos responsablemente las consecuencias de nuestro bajo rendimiento y lo que ello suponía, el suspenso, las clases extra (acaso, Campillo), la repetición de curso, quedarse sin beca, olvidarse de la Universidad, qué se yo, cada cual tenía su propia motivación…

Los veo y los escucho cada día frente a mi ventana. La media hora del recreo (o del segmento de ocio, ya no sé muy bien). Adolescentes de quince o dieciséis años de un colegio de monjas situado en uno de los barrios con más alto nivel socioeconómico y educativo de la ciudad. En piara. Y me dan ganas de llorar. Incapaces de enlazar tres frases seguidas sin emplear cuatro tacos y cinco expresiones hechas, dejando las aceras a su paso repletas de bolsas, papeles, latas, escupitajos y orines (la mierda como gran divisa de nuestros jóvenes), tratando con una desvergüenza y una falta de respeto insólitas a personas que podrían ser sus bisabuelos, ensoberbecidos, engreídos, irresponsables, impunes, dueños de un tiempo y un espacio que nadie osa defender como parte esencial de la convivencia pública, so pena de sufrir su ira desatada.

Hace dos años visité una docena de centros de secundaria en un programa de charlas sobre literatura, pintura y música. Me encontré casi de todo, pero la norma era desesperanzadora. Alumnos de 1º de Bachillerato (o sea, 3º de BUP) que clavaban en ti su mirada estólida cuando citabas el nombre de Borges o el de Bach, que no habían visitado en su vida el Museo de Bellas Artes (ni siquiera sabían de su existencia), incapaces de redactar un simple párrafo sobre cualquier tema sin faltas de ortografías, apáticos, indolentes, insolentes (curiosamente, los centros religiosos eran los peores: fue mi experiencia)...

Y quienes se dedican a la docencia me dicen que la situación no hace sino empeorar, que hace dos cursos el nivel era algo más alto. Y lo dicen como si ellos no fueran parte del problema. Qué sencillo es tener un culpable para cada cosa. El culpable del fracaso de nuestra sociedad (porque así, ni más ni menos, es como yo lo veo) es ahora la LOGSE, una normativa con sus luces y sus sombras, pero que parece que ha sido capaz de entontecer a generaciones enteras de españoles y rebajar el nivel de educación, de cultura y de civismo hasta la altura del subsuelo (y amenaza con seguir ahondando en él) en apenas una década. Gracias por la explicación, pero no. La pérdida de la excelencia como valor de referencia, la degradación de la convivencia cotidiana en los espacios públicos va más allá de unas determinadas normas publicadas en el BOE (por nefastas que estas puedan ser). Tiene que ver con nuestra sociedad de nuevos ricos, con el olvido del coste de la libertad y el progreso, con la proclama de la felicidad y la bondad universales, la creencia en el limbo de las equivalencias multiculturales y la renuncia explícita a la defensa beligerante de valores esenciales para garantizar la seguridad y la integridad de las personas. Y eso es un fracaso colectivo, que la LOGSE puede confirmar y hasta visar, pero que en absoluto explica por sí sola.

El futuro se me antoja aterrador. Basta ver cada fin de semana a manadas de universitarios (¡¡universitarios!!) vagando por las calles, botellas y vasos en bolsas de plástico, protegidos por la policía, rodeados por brigadas completas de basureros, desparramados como cerdos por las plazas que anegarán con sus vómitos y sus meadas (¡y es que hasta para emborracharse hay que tener clase!). Lo que en cualquier país civilizado del mundo sería un simple problema de gamberrismo, aquí se ha convertido en un grave problema de orden público, dominado por el chantaje, la prepotencia y el matonismo. Dicho lo cual, y en medio del pesimismo más absoluto, me pregunto: ¿sería todo distinto si don Justo siguiera siendo don Justo y Manolo fuese don Manuel?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Campillo... qué recuerdos. Yo creí (porque eso me contaron) que en Sevilla era más bien Umbrete el terror de los veranos.

Volveré sobre el resto con más calma. No tengo esos recuerdos tan positivos de mi quinta: yo quería aprender, y otros tres o cuatro; el resto, ni de coña.

Anónimo dijo...

El problema no es que los maestros carezcan del Don o Doña delante, y que no se les trate de usted. El problema, en la mayor parte de los casos, es que los niños cuando se mosquean llaman gilipollas a los padres impunemente, porque éstos se lo consienten. Mis hijas tratan a sus profesores de tú, pero les guardan el debido respeto (una vez la mayor hablando de una profesora dijo "la tía" y se pasó toda una tarde castigada cara a la pared, qué quieren, yo no soy de la escuela permisiva, me parece que la disciplina y el respeto son necesarios). Otra cosa es que en el colegio les enseñen los conocimientos que deben enseñarles de una manera más o menos efectiva. Ya está bien de soltar la patata caliente a otros y delegar responsabilidades, hombre. A los padres corresponde educar y estimular a los niños en unas cosas y a los maestros en otras. Creo.

Gin

Paolo dijo...

Artaher, la LOGSE no surgió de la nada. Fue posible porque existía un ambiente que la propició. Parte de la filosofía de la LOGSE está bien argumentada (el hecho de buscar aprendizajes significativos, por ejemplo), lo que resulta un desastre es su aplicación en el seno de uan sociedad que se ha rebajado su nivel de exigencia ante cualquier cosa, en la que todo es igual a todo y en la que la responsabilidad personal ha perdido prestigio (recuerde que según la actual responsable de prisiones, en España no hay reclusos, sino acogidos).

Ignacio, en mi pueblo y en los pueblos que mandaban alumnos al instituto de mi pueblo era Campillo. Aquellos que tenían dinero para pagarlo, claro está.

Agua, la conversión de los niños en auténticos tiranos todopoderosos que tienen todo lo que quieren y cando lo quieren está sin duda en la base de todo. La puerilización de nuestra vida pública ha llegado hasta el ridículo de la legislacion aprobada ayer por el gobierno de exigir a los altos cargos "dedicación exclusiva" (!!) y "rechazar los regalos y la vida ostentosa". Sólo les ha fatado regular la hora de vuelta a casa por las nocheas. Y la prensa aplaudiendo con las orejas...

Gin, claro que el problema no es el don o la doña. Pero el tratamiento de "usted" seguramente habría evitado el hundimiento de la disciplina y el respeto.