martes, 30 de noviembre de 2004

Muerte

Cuando mi padre murió, yo tenía catorce años y pensaba que el tiempo no me alcanzaría jamás. Era la época de los veranos interminables y el deslumbramiento ante el poder fascinador del sexo. No recuerdo mi adolescencia como un período de rebeldías, turbulencias o rupturas traumáticas. Fue más bien el lentísimo transitar por un paraíso que puso en mi mano los frutos todos de la vida, unos dulces y otros (los menos) amargos, que administré con menos pasión de la convenida y los errores propios de la inexperiencia.

Estudié, leí, jugué, amé, cometí actos viles y nobles de manera casi paritaria, triunfando unas veces y fracasando otras, hasta que un día fui, como todos los hombres, expulsado del Paraíso, y comencé a sentir al tiempo pegado a mis tobillos. En las colas seguían llamándome "muchacho", pero para las instituciones pronto dejé de ser joven y de beneficiarme de promociones, tarjetas y las más variopintas discriminaciones positivas, a las que casi nunca recurrí.

Trabajé, seguí estudiando, leyendo, jugando y amando, fui padre y sentí al tiempo trepar por mis piernas hasta la cintura. De pronto noté que en la frutería me llamaban "señor", la distancia a la red había aumentado inverosímilmente y me sorprendí dando explicaciones que ni yo creía en el despacho de un jefe de estudios de secundaria.

Ahora miro hacia atrás y mis recuerdos abarcan más años que los que me quedan, según lo que la ciencia demográfica otorga como esperanza de vida a los varones españoles de mi generación. Siento ya las cosquillas del tiempo en las lumbares y desde hace un par de años, la muerte se ha convertido en una sombra cotidiana. De pronto, gente a la que conocí y a la que quise ya no está, ha desaparecido, y los hospitales, los tanatorios y los cementerios se han convertido en lugares más habituales que los pubs o las pistas de tenis. Y sé que ya nunca dejará de ser así. Que se encadenarán los entierros como las borrascas en el otoño, hasta que un día un rayo me alcance y me parta por la mitad. Para entonces, espero estar seguro de haber vivido.

viernes, 26 de noviembre de 2004

Piercings

Cuando uno está solo y aburrido en un hotel suele hacer cosas insospechadas. A mí por ejemplo me da por el zapping, en busca del programa más cutre que me sea posible imaginar. Anoche me detuve en un canal local, de esos que de madrugada ocupan más de la mitad de la pantalla con publicidad y contactos. En la ventanita que quedaba (arriba a la derecha) aparecían una presentadora y un sexólogo atendiendo a preguntas de los espectadores. Justo fue llegar yo y llamar una chica (puede que estuviera preparado: demasiada elocuencia expresiva) que decía que como estaba aburrida de su vida sexual había ido con su novio a que le hicieran un piercing en el pene, pero que ahora tenía un problema: cuando se la metía, le dolía. Que qué podía hacer. La pregunta obviamente se respondía sola: "Que se lo quite", dijo el sexólogo y corroboró la presentadora, poniendo cara de asco. Siguieron unas disquisiciones de carácter didáctico acerca de lo mejor para animar la alicaída vida sexual de esta pobre muchacha. "Disfrázate", le recomendó la presentadora. "Móntate hoy Las mil y una noches, mañana el hospital, al otro una tienda de campaña y así..."

Seguí con el zapping, pero no pude deshacerme de la imagen del piercing genital, que parece haberse puesto tan de moda. Y es que no alcanzo a entender el afán que le ha entrado a la gente por agujerearse el cuerpo con pretensiones supuestamente estéticas. Me repelen los piercings en la nariz, que en los días de resfriado deben de ser ligeramente molestos, me causan dentera los de la lengua (pero sí a mí me salió el año pasado una llaguita justo debajo y pasé tres días insoportables), reconozco que la primera vez que vi en una playa a una mujer con un piercing en un pezón casi me desmayo y cuando en alguna porno aparece una chica con uno en el clítoris me entran ganas de pasarme a Bambi y a El rey león . "Esto no es nuevo. El adorno del cuerpo existe desde que el hombre es hombre. Los primitivos ya se hacían piercings", argumentan los entusiastas. "Ya, ya. No me parece mala comparación".

martes, 23 de noviembre de 2004

Búsquedas

Uno de mis divertimentos blogueriles preferidos es comprobar a través de qué mecanismos de búsqueda llega la gente hasta El festín de la araña. Hasta ahora había descubierto cosas curiosas, pero ayer me encontré con dos casos que me dejaron literalmente helado. Los dos a través de Google:

1) El protagonista de esta obra, llega en invierno a una bella ciudad europea, dispuesto a estudiar el arte renacentista, pero el terrible destino hace que sea testigo de un crimen

y 2) Seducir con hielos a mi novio

No encuentro monigotes suficientes para celebrarlo.

lunes, 22 de noviembre de 2004

Nación

Oratorio de San Felipe Neri. CádizLas fachadas del Oratorio de San Felipe Neri de Cádiz están repletas de lápidas que conmemoran la promulgación de la primera Constitución española, que tuvo lugar solemnemente en este edificio neoclásico de planta elíptica el 19 de marzo de 1812. La mayoría de las placas de piedra datan del Centenario de aquel acto histórico, aunque las hay posteriores, y en su mayor parte son recordatorios ofrecidos por ciudades españolas, o por países integrados en la corona de España que tuvieron representación en las Cortes gaditanas, a sus diputados. Entonces, nadie dudaba de que Cataluña, León o las Vascongadas fueran España. También tenían clara su ciudadanía española los cubanos, los uruguayos o los filipinos, pues como disponía el artículo 1, "la Nación española [era] la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". En cualquier caso, no dejaba de resultar diáfano para la mayoría de los diputados a Cortes que la situación de las colonias americanas y asiáticas era muy particular, que a no tardar mucho la desvinculación de la metrópoli sería inevitable (y deseable) y que la cita expresa de "los españoles de ambos hemisferios" sólo significaba otorgar a todos los individuos que habitasen en territorio español las garantías legales de la ciudadanía.

En todas las Constituciones que se han aprobado en España desde entonces (1837, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1978), sean conservadoras o progresistas, monárquicas o republicanas, no había tampoco la más mínima duda acerca de la existencia de la nación española y del carácter "irreductible de su territorio actual" (Constitución de 1931. Artículo 8). Oratorio de San Felipe Neri. CádizSin embargo, el actual Presidente del Gobierno no parece tenerlo tan claro. En una de las declaraciones más bochornosas que hemos tenido ocasión de escuchar en los siete meses de su mandato (y han sido unas cuantas), la semana pasada José Luis Rodríguez Zapatero se permitió afirmar que el Partido Popular haría bien en no hacer afirmaciones "fundamentalistas" al referirse a la nación española, pues esa era una categoría sujeta a discusión intelectual. Toreno y Azaña lo habrian fusilado en el acto. Por delito de lesa traición.

Él sin embargo se muestra ufano, de tanta tolerancia y talante tan progresista como va prodigando por el mundo. Por supuesto que el concepto de "nación" está en permanente discusión (intelectual, que no legal). Como todos los que tienen que ver con la organización de los seres humanos, como el de "democracia", el de "monarquía" o el de "autonomía". Lo que no debería estar en discusión para un Presidente de Gobierno es el escrupuloso respeto al ordenamiento jurídico vigente. Resulta absolutamente descorazonador que, prisionero de sus socios independentistas, el Presidente del Gobierno de España sea incapaz de afirmar la existencia de la Nación española, realidad muy anterior a la misma creación del concepto de "nación" que hoy se emplea para tratar de destruirla. Porque lo que hoy entendemos por "nación" es algo que ha ido evolucionando a lo largo de la historia. Los independentistas catalanes y vascos utilizan una idea germinada en la segunda mitad del siglo XIX (que, dicho sea de paso, difícilmente podría aplicárseles), cuando España existía ya como realidad política unificada e indiscutible al menos desde un siglo y medio atrás, con las reformas administrativas de los Borbones. Pero antes, cuando esa idea decimonónica de "nación" no se podía ni vislumbrar en los tratados políticos ni en la realidad social cotidiana, también existía España. Oratorio de San Felipe Neri. Cádiz (detalle) Durante la Edad Moderna, en los diferentes reinos peninsulares absolutamente nadie lo ponía en duda. El elemento de cohesión era entonces la monarquía, que, para el caso, tenía el mismo valor que hoy concedemos al Parlamento o al Gobierno, categorías entonces inexistentes. Exactamente igual que el término "nación", cargado de connotaciones bien distintas a las actuales. Pero ni un sólo habitante de Cataluña o de Galicia o de Navarra o de Mallorca ponía en duda su españolidad. La identificación con la "nación española" era absoluta. Algo que no puede afirmarse de los italianos o los flamencos que vivían en posesiones de dominio español. Ellos se sabían "no españoles". La diferencia parece meridianamente clara, y no conviene insistir en ella.

La realidad es insoslayable. Desde los reyes visigodos, existe una continuidad en la idea de España, idea que hasta el siglo XV hacía referencia a toda la Península, y que, pese a los acontecimientos históricos ocurridos por entonces, se mantuvo durante siglos en el imaginario colectivo, hasta el punto de que los descubridores portugueses no tenían ningún reparo en afirmar que ellos eran "españoles de Portugal". Cuando a fines de ese siglo XV surgen los primeros estados modernos (en terminología historiográfica), la Península se reordenó políticamente en dos realidades que subsisten hasta hoy. Sin embargo, los independentistas de Cataluña y las Vascongadas se acogen (en el arranque del siglo XXI) a una idea de "nación" aparecida en el siglo XIX (en términos históricos, antes de ayer) para reclamar la secesión de una realidad de convivencia milenaria y de organización política con varios siglos a sus espaldas. Patético.

Y ya sé que hay muchos tontos útiles que a este discurso le llaman "nacionalismo español". Jamás pude pensar que el mismísimo Presidente del Gobierno de España se encontrase entre ellos.

sábado, 20 de noviembre de 2004

Satie

Erik Satie caricaturizado por Jean Cocteau"Me llamo Erik Satie, como todo el mundo". He ahí la carta de presentación de uno de los grandes iconoclastas de la historia de la música. Solitario y bebedor toda su vida, ave nocturna en el bohemio ambiente de Montmartre, siempre a la caza de las bailarinas de los cabarets en los que subsistió como pianista, Satie nunca dejó de concitar la atención de los compositores más académicos de Francia, que estimaban que dilapidaba su talento, un talento que había demostrado con generosidad en su paso por el Conservatorio de París y que, a partir de 1903, quisieron reconducir D'Indy y Roussel desde la Schola Cantorum, adonde acudió tratando de acabar con la idea generalizada de que no dominaba las herramientas de su arte.

Amigo de Debussy, a quien conoció en L'auberge du clou, uno de los garitos en los que se ganó la vida, y después de 1910 de Ravel, que trató de ayudarlo organizando algunos conciertos con sus obras, su actitud profundamente antirromántica y contraria a las vanguardias que colonizaban Europa desde Viena, le costó el desdén generalizado hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, cuando John Cage y otros empezaron a entender y difundir el sentido irónico, sardónico, ácido de una obra escrita básicamente por y para el piano. No deja de resultar paradójico que su rechazo de la trascendencia y la ampulosidad de los románticos fuera compatible con su interés por el ocultismo, un interés sincero a pesar del nombre con el que bautizó a su secta: Iglesia Metropolitana del Arte de Jesús Conductor, una broma más, como las que llenan su catálogo: Piezas frías, Fragmento en forma de pera, Sonatina burocrática, Embriones resecados, Horas seculares e instantáneas, 3 valses distinguidos de un dandy disgustado, Esbozos y cosquillas de un gordinflón, Cinco muecas para el sueño de una noche de verano, Preludio en tapicería, Capítulos revueltos y un largo etcétera.

Podría parecer que Satie se reía de todo y de todos, aunque su producción tiene también una faz que a menudo no se destaca lo suficiente: la de la ternura. Su música puede evitar intencionadamente el sentimentalismo, pero a menudo nos acaricia discreta y levemente, como ocurre con una de sus canciones más hermosas, escrita sobre un delicado ritmo de vals y un poema de Henry Pacory: Je te veux. ¡Ojo, vouloir (desear) y no aimer (amar)! Es justamente en el contraste entre la descarnada expresión de deseo y la amable dulzura de su melodía en donde esta piececita encuentra su significado más profundo.

J’ai compris ta détresse,
Cher amoureux,
Et je cède à tes voeux:
Fais de moi ta maîtresse.
Loin de nous la sagesse,
Plus de détresse,
J’aspire à l’instant précieux
Où nous serons heureux:
Je te veux.

Je n’ai pas de regrets,
Et je n’ai qu’une envie:
Près de toi, là, tout près,
Vivre toute ma vie.
Que mon coeur soit le tien
Et ta lèvre la mienne,
Que ton corps soit le mien,
Et que toute ma chair soit tienne.

J’ai compris ta détresse,
Cher amoureux,
Et je cède à tes voeux:
Fais de moi ta maîtresse.
Loin de nous la sagesse,
Plus de détresse,
J’aspire à l’instant précieux
Où nous serons heureux:
Je te veux.

Oui, je vois dans tes yeux
La divine promesse
Que ton coeur amoureux
Vient chercher ma caresse.
Enlacés pour toujours,
Brûlés des mêmes flammes,
Dans des rêves d'amours,
Nous échangerons nos deux âmes.

J’ai compris ta détresse,
Cher amoureux,
Et je cède à tes voeux:
Fais de moi ta maîtresse.
Loin de nous la sagesse,
Plus de détresse,
J’aspire à l’instant précieux
Où nous serons heureux:
Je te veux.

Antinoo

Antinoo

Me encantaría volver a mis diecisiete años, para hacerlo todo al revés de como lo hice.

viernes, 19 de noviembre de 2004

Robin

Personaje de leyenda, Robin es, por uno de esos retruécanos de la historia de las artes, protagonista principal de una de las obras más singulares de toda la Edad Media, Le Jeu de Robin et Marion, una pastoral de unos 800 versos escrita para ser representada y cantada, por lo que muchos la consideran uno de los antecedentes más lejanos de la ópera. Considerarla de esta forma significa, desde luego, abusar del concepto de "ópera", pero no cabe duda de la vocación dramática de su autor, Adam de la Halle, conocido, sin motivo, como "el jorobado de Arrás".

Adam le Bossu había nacido en efecto en Arrás hacia el año 1240, y era jorobado, pero sólo de apellido (le Bossu), como él mismo dejó escrito: "On m'appelle Bossu, mais je ne le suis mie". Considerado uno de los últimos trovadores del siglo XIII, Adam de la Halle se diferenciaba de todos sus predecesores por su condición de universitario. En París se formó como clérigo, estudiando el trivium y el quadrivium, lo cual le dio una amplitud de miras que se refleja a la perfección en sus obras poético-musicales, al menos en las dos que se le conocen, Le Jeu de la Feuillée y Le Jeu de Robin et Marion.

La primera de ellas fue representada seguramente en Puy d'Arras en 1276, mientras que la segunda fue dada a conocer seis años después en Nápoles, adonde se había trasladado junto a Roberto II, conde de Artois, a quien servía. Algunas fuentes consideran que Adam murió en el transcurso de ese viaje, antes de 1289, pero sin embargo en 1306 su nombre es mencionado entre los músicos que dieron color a una fiesta organizada en Westminster por Eduardo I, como acción de gracias por la curación de su hijo, el futuro Eduardo II, de una grave enfermedad. En aquella ocasión, Adam de la Halle figuró como uno de los dos únicos participantes, de los casi doscientos ministriles que tomaron parte en los festejos, que tenían el título de "maestro", el máximo reconocimiento en la época.

Le Jeu de Robin et Marion nos ha llegado gracias a tres manuscritos de la primera mitad del siglo XIV, entre los cuales uno de ellos tiene un altísimo valor, ya que presenta simultáneamente el texto, la música y las imágenes de la representación (128 miniaturas en 11 folios, de donde he escogido la que puede verse al comienzo de este comentario). Los manuscritos ofrecen versiones muy diferentes de la obra, lo cual es coherente con el carácter de las representaciones medievales, en constante transformación. Le Jeu de Robin et Marion. MicrologusConsiderada como obra fundamental de transición entre el Ars Antiqua y el Ars Nova, la obra incluye canciones en la mejor tradición trovadoresca y piezas polifónicas que anuncian los nuevos tiempos, no sólo en el terreno de la música, sino también en el de las mentalidades y la sociedad, pues no debe olvidarse que es un clérigo quien canta al amor y a la naturaleza, en un formidable ejemplo del desplazamiento de la figura de Dios del centro de las preocupaciones de los europeos, una transformación que tardaría aún siglos en afianzarse. Micrologus acaba de grabar para el sello Zig Zag Territoires una interpretación colorista y de gran fluidez dramática de Le Jeu de Robin et Marion, en la que se integran algunos motetes del Códice de Montpellier y otras fuentes que tratan el mismo tema (y acaso fueran compuestos por el propio Adam de la Halle), así como piezas instrumentales (entre las que se cuentan algunas estampies royales), lo que otorga gran verosimilitud a una música que hoy escuchamos con la misma naturalidad con la que de niños oíamos las canciones tradicionales de labios de nuestros abuelos.

martes, 16 de noviembre de 2004

Sopranos

Hasta hace bien poco, yo pensaba que las sopranos eran unas señoras gordas capaces de romper toda una cristalería de Murano con un solo berrido. Sin duda, esa idea era producto de una fuerte impresión sufrida durante mi infancia, cuando la mente del ser humano es moldeable como un bloque de plastilina y tele no había más que una. Debió de ser en 300 millones o un programa por el estilo (presentaba Alfredo Amestoy, eso seguro). Montserrat Caballé, a quien veía por primera vez en mi vida, cantó algo que no entendí, salvo que al final se moría (y eso porque se chivó el Amestoy). "¿Pero se muere de verdad?" "Anda, niño. Está haciendo un papel", me dijo mi padre. "Jo. Pues nadie querrá hacer ese papel." "Claro. Por eso se lo dan a las gordas", terció mi hermano, que para mí estaba por entonces sólo un escalón por debajo de Dios. "Y si se está muriendo, ¿cómo puede chillar tanto?" "Porque es una soprano. Y las sopranos, no chillan, cantan." "Pues mamá, cuando canta lo de las cruces, no chilla así." "Porque tu madre no es soprano." "¡Ah! ¿Y todas las sopranos son gordas?" "Todas." La sentencia de mi hermano era para mí un auténtico dogma de fe, de tal modo que, cuando crecí, jamás me creí la patraña esa de que había sopranos delgadas, que cantaban como la Caballé. Aquello no era sino una burda estratagema publicitaria: nos enseñaban a una guapa, pero luego la que cantaba era una gorda. "¿Pero es que no ves que está haciendo play-back?", tuve que aclararle una vez a mi hermana, que no se enteraba demasiado bien del asunto.

Así que cuando conocí a Saf no pude dar crédito a lo que me decía. "¿Tú soprano? ¡Ja!" Estábamos sentados en el Muelle de la Sal, atardecía y una gaviota despistada revoloteaba haciendo círculos sobre el Puente de Triana. "Mira. Parece un buitre", le dije para tratar de romper el incómodo silencio que se había producido tras mi, tal vez inconveniente, imprecación. Saf tenía la vista perdida en un punto inconcreto del río, las piernas colgando por el malecón, mientras comía pipas compulsivamente, todo en el más sepulcral silencio (¡menudo esfuerzo!). "Bueno, qué, ¿no vas a decir nada?" "No me crees, ¿verdad? Pues peor para ti. Ya no te canto." "Cantar, cantar, cantar... Cantar puede hacerlo cualquiera. Hasta los grillos y las ranas
cantan. ¡Ja!Una cosa es cantar y otra muy distinta ser una soprano." Me miró inexpresiva medio segundo y volvió a su trajín devorapipas, incrementando progresivamente el ritmo de bamboleo de sus piernas. Pasaron unos minutos larguísimos. La gaviota seguía haciendo círculos interminables en medio de la noche y a lo lejos los altavoces de un barco de recreo extendían por todas las márgenes del Guadalquivir un ritmo dulzón de bolero. "La gaviota te está mirando. ¿Y si fuera un buitre?" Levantó un segundo la vista y luego la desvió hacia el barco. "A lo mejor está esperando a que te atragantes con una cáscara." Nada. Seguía sin reaccionar. "Bueeeeeeeno. Venga, no te enfades. No quería ofenderte. Anda, cántame algo." "No." "Que sí, Saf, que te creo. Eres la primera soprano delgada que veo en mi vida. Anda, cántame." "No." "Venga, que te creo de verdad de la buena. Cántame La Traviata, porfi." "No." No, no, no, no y no. No fui capaz de sacarle otra palabra en toda la noche, que de repente se hizo muy, muy corta, porque terminó su paquete de pipas (¡que le había comprado yo, la muy interesada!), se levantó muy digna, miró un instante a la gaviota-buitre que seguía colgada allá arriba sin prestarnos la menor atención, me dirigió un mohín de disgusto y se marchó.

No he vuelto a verla desde entonces, a pesar de lo cual no renuncio a conseguir que algún día pueda perdonarme y me cante el "Amami, Alfredo", ya sea por teléfono. ¿Alguien puede decírselo, si la ve? Que le diga también que ya no creo que todas las sopranos sean mujeres gordas capaces de romper copas con la fuerza de su voz. Saf las derrite con su corazón.

jueves, 11 de noviembre de 2004

Apellidos

Leí hace unos años una disparatada teoría acerca de la raza, la sangre y los apellidos, y cómo la extensión de estos respondía a pautas puramente selectivas. Según esta especie de darwinismo social (o heráldico), el arraigo de los apellidos en un lugar determinado significaba el triunfo de unas ramas familiares sobre otras. Los que emigraban eran siempre los más débiles (en términos sociales), de modo tal que a medida que un apellido se expandía, partiendo de un núcleo originario, la raza de los que se marchaban iba degenerando, por lo que cuanto más alejado de ese centro encontrásemos a algún portador del mismo apellido, más débil (adaptatitavamente hablando) sería.

A la teoría le encuentro algunos defectillos, pero no la he traído hasta aquí ahora para desacreditarla (¿es necesario?), sino para tomármela muy en serio y advertirles de una cosa. Que nunca es tarde. Dado que el apellido de mi padre era originario de Asturias, él nació en Extremadura y yo en Andalucía, no se extrañen si encuentran mis textos contradictorios y poco consistentes. Se trata de un ejemplo palmario de degeneración de la raza.

viernes, 5 de noviembre de 2004

América

Desde que en 1823 James Monroe (V Presidente de los EEUU) formuló la doctrina que lleva su nombre, y que puede resumirse en el slogan "América para los americanos", los estados europeos empezaron a ver con preocupación la emergencia de una gran potencia al otro lado del Atlántico. La expansión de las primitivas colonias hacia el Pacífico y la Guerra de Secesión retrasaron lo que parecía inevitable, la preponderancia americana en el concierto mundial de las naciones.

Tras el extraordinario desarrollo industrial que siguió a la Guerra de Secesión, los EEUU se sintieron con la fuerza y el poder suficientes como para irrumpir en el mundo en el momento justo en el que las potencias europeas se disputaban el globo en una expansión imperialista cuyas consecuencias sentimos duramente hoy. Mientras, en la segunda mitad del siglo XIX, América se había convertido en una tierra de promisión para millones de emigrantes europeos, una tierra de acogida generosa y feraz. Los estadounidenses aprovecharon esta desorbitada afluencia de mano de obra para asentar y potenciar aún más su crecimiento. Quedaba claro que los EEUU, pese a todos sus problemas de integración y diversidad cultural, hablarían con voz alta, clara y única al mundo. Y asi lo hizo saber en 1904 Theodor Roosevelt, con su Corolario a la doctrina Monroe, por el que se reservaba el derecho a intervenir en cualquier país de su zona de influencia y se autoasignaba poderes de policía internacional.

Europa, atascada por los coletazos de los grandes imperios autocráticos y de la aristocracia ancien régime, perdía influencia con rapidez, hasta el punto de que por dos veces tuvieron los americanos que intervenir en nuestro continente para sacarnos las castañas del fuego. En la segunda mitad del siglo XX, convertidos definitivamente en la gran potencia económica, militar y política del mundo, cabeza indiscutida de uno de los dos polos en los que se fracturó la política internacional con la Guerra Fría, los EEUU terminaron por adquirir todos los perfiles que han caracterizado tradicionalmente a los grandes imperios de la Historia: admirados y odiados al mismo tiempo, los americanos desarrollaron sentimientos de orgullo, arrogancia y seguridad en sus fuerzas que fueron consolidándose a medida que se hundía el bloque soviético y que se quebraron de manera estruendosa el 11 de septiembre de 2001.

Aquello fue el comienzo de una nueva era, que en Europa aún sigue sin ser asumida en todas sus dimensiones. Cuando los dirigentes estadounidenses afirmaron que consideraban el ataque de Al Qaeda como una auténtica declaración de guerra del terrorismo islámico, y que estaban dispuestos a afrontar esa guerra, que, a pesar de carecer de las características de las guerras clásicas, sería larga y dura, muchos siguieron pensando en función de los conflictos regionales típicos de la guerra fría, a los que el mundo parecía ya acostumbrado. Uno de los que así lo creyeron fue, para su desgracia y la de los iraquíes, Saddam Hussein, que pensó que podría mantenerle indefinidamente el pulso al gigante americano. Pero no. La disuasión del poderío soviético ya no existía, y los EEUU, liderando una coalición internacional más amplia de lo que habitualmente se admite, lo derrocó con estrépito.

Afrontar unas elecciones presidenciales con la situación empantanada en Iraq (es cuestión de ver la botella medio llena o medio vacía: lo de Afganistán era infinitamente peor y acaban de celebrarse con gran éxito, reconocido incluso por la prensa socialdemócrata europea, unas elecciones democráticas) podía ser un arma de doble filo. Tradicionalmente los americanos se habían puesto siempre detrás de sus dirigentes en períodos de guerra, pero ¿ocurriría lo mismo ahora, cuando Bush parecía tener en contra a la mayoritaria opinión de los medios periodísticos e intelectuales del mundo? En realidad eso iba a importar poco, como se demostró, para el resultado final de las elecciones. Primero, porque extrapolar la política americana a Europa, como se ha insistido una y otra vez en la prensa del viejo continente, era un auténtico disparate. Segundo, porque el término intelectual le viene bastante grande a los Moore, Robbins, Springsteen y demás millonarios del cine y el pop en campaña promocional permanente. En estas circunstancias, hemos vivido unas semanas patéticas, de simplificación constante y necedades continuas, que podían recogerse a puñados, con sólo conectar la televisión o la radio, pasarse por un quiosco o dar un paseo por la red.

De pronto, la elección del presidente de los EEUU se convirtió en un asunto de vital trascendencia para el universo, como si el triunfo de Kerry fuera a suponer un cambio en la política exterior americana. De repente se hizo la amnesia, y todos parecieron olvidar que los intervencionistas y los expansionistas fueron siempre los demócratas y que Bush llegó al poder con la promesa de un repliegue progresivo de EEUU sobre sí mismo, promesa que cambió drásticamente la realidad impuesta por el 11-S. No parece que las caricaturas que se llevan haciendo de Bush en todo el tiempo de su mandato (ya ocurrió con Reagan) haya afectado lo más mínimo al elector americano, si acaso para movilizar a las bases del Partido Republicano. Las comparaciones, hechas desde España, de Bush con Aznar y de Kerry con Zapatero tenían tan poco fundamento que a alguien medianamente informado sólo podían causarle risa. Y sin embargo, muchos medios españoles apostaron por acentuarlas, llegando hasta el ridículo en el caso del diario El Mundo que en un editorial hilarante pedía el voto para Kerry, como si su voz fuese a tener alguna influencia en la opinión americana.

Pero quedaba el corolario, que ha sido bastante peor. Muchos se han sorprendido de la victoria republicana, y han buscado la justificación: América está dividida y en estas elecciones se ha impuesto la América profunda, rural y ultraconservadora, dicen (¿alguien recuerda los argumentos que empleaba la inteligencia socialista cuando desde la derecha se utilizaban las mismas tesis para el caso español: el PP era el partido de las ciudades y el progreso, mientras que el PSOE representaba al campo atrasado y subvencionado?). Es más, los americanos se han convertido en unos paletos e ignorantes integrales que no han sido capaces de detectar el olor a azufre que despedían Bush y su equipo y no han hecho caso a las prudentes llamadas al cambio que les llegaban desde Europa (un vendaval iba a derribar a los protagonistas de la foto de las Azores, y entonces el mundo viviría en paz, felicidad y armonía perpetuas). Lo terrible es que se esgrimen incluso argumentos morales deslegitimadores, que no hacen sino recordar las barbaridades de la política americana en Sudamérica o en Iraq. Y eso se hace desde Europa, casi como queriendo descargar la responsabilidad de los previsibles ataques terroristas del futuro en el voto inmoral de más de cincuenta millones de americanos. Cuán flaca es la memoria. Y cuán estúpido puede llegar a ser el hombre blanco, ¿verdad Míster Moore?

miércoles, 3 de noviembre de 2004

Historia

Jordi SavallDesde 1992 , Jordi Savall no ha desaprovechado ni una sola efeméride histórica para ofrecer sus discos con obras contextualizadas (más o menos) en el entorno de los sucesos conmemorados. Era evidente que este año el turno le iba a tocar a Isabel I de Castilla, y aquí está. El resultado es puro Savall. Mucho colorismo, más campanitas y tambores de la cuenta, gran variedad de timbres y de matices expresivos, ejecuciones instrumentales de primerísimo nivel, algunos arreglos bastante discutibles... Pero entretenido, como casi todos los suyos.

Savall insiste en seguir contando con la voz de su esposa, Montserrat Figueras (ahora incluye además de vez en cuando la de su hija Arianna), a la que hace tiempo que se le pasó el arroz. Lo que hace con Paseábase el rey moro, el delicadísimo y sencillo villancico de Luis de Narváez, no tiene nombre. La belleza de lo simple y lo natural arruinada por una impostación antinatural y una ornamentación desmedida, que además acompaña en algunos momentos de un ridículo seseo. Sí, ya sé que el acompañamiento trata de colocar la pieza en el entorno de la tradición andalusí, ¡pero se trata de un romance cristiano de conquista! El romance anónimo sefardí Lavava y suspirava sufre la misma suerte. Lástima.

Comentario aparte merece la aparición en el índice de pistas del CD del Rey Católico como Fernando II, rey de Cataluña y Aragón (por este orden además). El disparate histórico de hacer a Fernando rey de un lugar (Cataluña) que nunca fue reino, causaría simplemente risa y vergüenza ajena, si no fuera porque esto no deja de ser un arma política y propagandística más en el alucinado proyecto secesionista del nacionalismo catalán. Por ello, esta flagrante manipulación no ya de la historia, sino del sentimiento de las personas, lo único que produce es indignación y asco.

martes, 2 de noviembre de 2004

Mercado

Edward GibbonEl mercado ha democratizado la cultura hasta niveles impensables hace apenas cien años. Basta con acercarse a algunos quioscos (un placer cotidiano): al alcance de cualquiera un despliegue con las grandes obras del pensamiento, la poesía, la novela, los clásicos de Grecia y Roma, la historia, la ciencia, la música o el cine, por precios que puede permitirse la abrumadora mayoría de la población. Y sin embargo, la alta cultura sigue siendo cosa de minorías. ¿Qué falla? Quizás nada. Pero a mí me gusta echarle la culpa al sistema educativo.

Por cierto, esta mañana he visto en un quiosco el primer volumen de una nueva colección de RBA titulada "Grandes obras de la cultura" y lo he comprado. Se trata de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon (versión abreviada, desde luego), que leí hace muchos años, cuando estudiaba Historia, en una edición prestada. Lo que se anuncia es impresionante: la Historia de la cultura griega y La cultura del Renacimiento en Italia de Jacob Burckhardt, la Historia del arte de Gombrich, la Historia de las creencias religiosas de Mircea Eliade, la Historia de la literatura de Martín de Riquer y José María Valverde, La revolución francesa de Michelet, la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser, el Diccionario de Mitología de Pierre Grimal, la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora y muchas otras obras fundamentales de nuestra civilización.

¡Ah! Olvidaba decir que el libro de Gibbon me ha costado 4,95 euros (bueno, 5, me he negado a coger el cambio).