Nuestra libertad
No es que vaya a hacerme más ateo, más antirrelativista, más antimulticulturalista ni más antiposmoderno de lo que ya soy, pero reconozco que la lectura simultánea de Mi vida, mi libertad, el relato autobiográfico de Ayaan Hirsi Ali, y El espejismo de Dios de Richard Dawkins ha sido como un puñetazo directo a la conciencia o, tal vez mejor, como un complejo vitamínico que sirviera para revitalizarla y mantenerla alerta. No sé si Ali y Dawkins se conocen personalmente, pero deberían. Ella quizá encontrara explicaciones claras y rotundas a tantas cosas que la han atormentado a lo largo de su vida y él... él saldría sin duda alguna ganando, pues tendría ante sí el vivo ejemplo de la construcción de una individualidad, de un pensamiento crítico, de una mente capaz de liberarse de las ataduras más severas para acabar enfrentada a sus propios espejismos.
El libro de Ayaan es apasionante. El relato de su infancia y su juventud, pasada entre Somalia, Arabia Saudí, Etiopía y Kenya, tiene la fuerza hipnótica de una gran novela de aventuras ambientada en un pasado lejano y exótico. Me costó trabajo aceptar que era una mujer algo más joven que yo la que me estaba contando su vida. A pesar de todo lo que sabemos acerca de los países musulmanes, pese a los múltiples reportajes de prensa y a los no menos numerosos documentales de televisión, a pesar de las noticias directas de conocidos que mantienen relaciones permanentes con comunidades musulmanas, era como si se abriera ante mí un mundo que nunca habría imaginado que llegara en esa forma a finales del siglo XX. Porque además, lo que Ayaan nos cuenta no es la situación provocada por el delirio ultrafundamentalista de los talibanes afganos o del wahabismo saudí, sino la situación diaria de millones de seres humanos que viven en los países islamistas moderados (y subrayo muy intencionadamente el adjetivo). Como ella va descubriendo con una lucidez extraordinaria a lo largo de su peripecia personal, no es una interpretación más o menos extremista del Islam la que causa esta situación, es el Islam en sí mismo el que pone barrotes no ya a los cuerpos, sino a las mentes de los individuos, tanto a hombres como a mujeres, aunque sean éstas las más perjudicadas, pues su única misión en el mundo, y en espera de la recompensa ultraterrena, es ser y mostrarse por completo sumisas, a Alá y a los varones. (No parece en vano que ‘Islam’ signifique literalmente ‘Sumisión’.)
Debo aclarar que si el relato de Ayaan tiene ese magnetismo y provoca esa fascinación no es desde luego porque esté escrito como un lamento continuo, como una jeremiada en la que ella se presente como la gran víctima, rodeada de seres malvados y perturbados mentales. No, todo lo contrario. Su fuerza radica en que lo que cuenta lo hace con absoluta naturalidad, porque aquello es lo natural, lo normal. No hay ni pizca de rencor en todo el libro, que está dedicado a su familia. No hay rencor para su abuela, sino cariño y agradecimiento por enseñarle a sobrevivir en su medio, a pesar de que fue su abuela la que, aprovechando la ausencia de los padres, la sometió a la mutilación genital. No hay rencor para su madre, una mujer permanentemente amargada y fuera de su mundo, que la maltrataba sistemáticamente, sino comprensión y amor. No hay rencor para su padre, que la repudió cuando se refugió en Holanda huyendo de un matrimonio indeseado, sino admiración y lealtad. Ni siquiera hay rencor para Rita Verdonk, la compañera de partido, ministra de Interior, que la sometió a un vergonzoso proceso político para arrebatarle la nacionalidad holandesa cuando las amenazas de muerte la hacían vivir rodeada de guardaespaldas y en permanente vigilia, cambiando casi cada noche de albergue. Ni rencor para los vecinos que la obligaron a abandonar su casa por el riesgo que suponía para la seguridad de su zona residencial. Es más, al final del libro, Ayaan hace una sentida referencia a su sentimiento de orgullo por haber podido conservar la nacionalidad holandesa y lanza un mensaje de agradecimiento a la sociedad que la acogió, pero además se reconoce como una privilegiada que pide que no se juzguen sus ideas por el hecho de poder ser considerada una víctima sino por el valor de esas ideas en sí mismas.
Ayaan jamás se regodea en lo escabroso. Narra la fractura de cráneo que le provocó un profesor de Corán casi como si le hubiera pasado a otra chica, mientras que el relato de su ceremonia de purificación (a los 5 años de edad) resulta terrorífico para cualquiera, pero ella lo narra con una sencillez y una sobriedad admirables, a pesar de que cuenta cómo la abrieron de piernas y la sujetaron entre varios y cómo sintió las tijeras que le seccionaban el clítoris y los labios menores y luego la aguja cosiendo los labios mayores, el dolor insoportable no sólo de ese momento, sino durante los quince días que tardó en reponerse. Y si a veces hace cierto énfasis en situaciones que para nosotros son del todo punto inaceptables, los protagonistas, las víctimas siempre son otros, como cuando estalla la guerra civil en Somalia y ella, que hacía apenas un mes se había trasladado a Kenya, se acerca hasta un campo de refugiados en la frontera para tratar de salvar a unos familiares. Las impresiones de aquellos días son sencillamente aterradoras. O como, cuando ya residiendo en Holanda, trabaja de intérprete y tiene que acompañar al ginecólogo a una chica somalí a la que habían practicado un tipo de ablación extrema, y nos cuenta el espanto de los médicos; o a aquella otra que pedía asilo político y tenía que traducir cómo había sido convertida en esclava sexual y cómo le habían arrebatado a su bebé y la habían obligado a contemplar cómo se abrasaba en una hoguera (por cierto, abro paréntesis, que esta práctica de arrojar a los niños al fuego mientras se viola a las madres está, según nos cuenta aquí Bernard-Hénri Levy, bastante extendida por la zona, pero creo que se trata de un asunto por el que no debemos preocuparnos demasiado, al menos de momento. Al fin y al cabo, se trata del conflicto interno de un estado soberano; ya habrá tiempo, si intervienen los estadounidenses, de manifestarnos horrorizados por su imperialista política exterior. Cierro paréntesis).
Otro momento clave del libro es la llegada al aeropuerto de Fráncfort, sus primeros días de estancia en Alemania y luego en Holanda. El descubrimiento emocionado de la civilización, del Estado de derecho, del individuo. Frente a la brutalidad y el oscurantismo de las autoridades de los países que había conocido, frente a la sumisión obligada a la religión y al honor de la familia, frente a la disolución de su individualidad en el cuerpo gregario del clan, de pronto la libertad, el individuo como sujeto de derechos inalienables, el funcionamiento regular de los servicios públicos y la existencia de un estado benefactor, cuyos agentes tratan de ayudarla a resolver sus problemas y no buscan la forma de extorsionarla. ¿Por qué hacéis esto por mí?, repite una y otra vez a policías y funcionarios. Es la ley, le responden, con absoluta naturalidad.
La carrera política de Ali es aleccionadora. Su adscripción primera a los socialdemócratas y la sorpresa cuándo tras el 11-S descubre la ceguera absoluta de sus dirigentes con respecto al problema del Islam y de la inmigración (el 11-S le sirvió también para encontrar a “analistas estúpidos hasta la exasperación –en particular los que se autodenominaban arabistas [tenemos por aquí legiones de esos], aunque desconocían la realidad del mundo islámico– [que] escribían numerosos comentarios. En sus artículos decían que el islam había salvado del olvido a Aristóteles y el número cero gracias a los sabios musulmanes que habían vivido ochocientos años antes; que el islam era una religión de paz y tolerancia, carente del menor atisbo de violencia. Eran cuentos de hadas que no tenían nada que ver con el mundo real que yo conocía”.). Comienzan entonces sus primeros artículos, sus primeras comparecencias públicas, siempre polémicas, simplemente por contar la verdad. No me resisto a traer aquí un hecho en verdad significativo (y a la vez desmoralizador). Ayaan asiste a una mesa redonda cuyo tema era: “Occidente o el islam: ¿quién necesita un Voltaire?”. Para su (mi) sorpresa, la mayoría de oradores (occidentales) opinaban que Occidente necesitaba otro Voltaire y expresaban las razones por las que consideraban que las cosas estaban tan mal por aquí: “la arrogancia de invadir otros países, el neocolonialismo y la decadencia de un sistema que había creado sociedades consumistas” y el blablabla que por bien conocido me ahorro. Fue un iraní, profesor de Derecho Penal en Amsterdam, quien vino a decir que el islam necesitaba una renovación crítica, pero en el debate posterior la mayoría de los que pedían la palabra no estaban de acuerdo con el profesor iraní, sino con los primeros oradores. Entonces Ayaan se levantó: “Miren cuántos Voltaires tiene Occidente. No nos nieguen el derecho a tener también nuestro Voltaire. Miren a nuestras mujeres y miren a nuestros países. Miren cómo huimos y les pedimos refugio y cómo hay gente que en su locura estrella aviones contra edificios. Permítannos tener un Voltaire, porque aún vivimos en la Edad Oscura”. Luego, el asesinato de Pim Fortuyn, el partido liberal, las elecciones, el Parlamento, Sumisión Parte 1, Theo van Gogh, su asesinato y la huida de Europa.
Ella se esfuerza en presentar este último suceso como una decisión personal, tomada en realidad antes de que se pusiera en marcha el proceso contra su nacionalidad holandesa, pero está claro que después de la denuncia de sus vecinos, después de la odisea que la obligaron a seguir por preservar su seguridad a toda costa, Holanda (y en realidad toda Europa) había dejado de ser un lugar seguro en el que residir. Resulta curioso ver cómo Ali y Dawkins coinciden en la alusión a Spinoza, el primer espíritu verdaderamente libre de Europa. Algo va muy mal en nuestro continente si un país como Holanda, símbolo de la tolerancia y de la libertad, la patria de Spinoza, es incapaz de preservar la seguridad de gente como Fortuyn, como van Gogh o Ali, y no me refiero ahora a su vida, pues está claro que ningún estado puede garantizar al 100% la vida de nadie, sino a la seguridad de que su discurso, sus ideas, sus mensajes merecen ser protegidos hasta el final, aunque no los compartamos, porque sus crímenes (como los de tantos otros en España, el paralelismo resulta perfectamente consecuente) no fueron crímenes comunes, fueron crímenes políticos. Fortuyn y van Gogh murieron por ejercer su libertad, que es también la nuestra. Muchos otros lo han hecho en otro tiempo, ya lo sé, pero hasta hace bien poco existía una unidad sin fisuras en torno a la idea de que era importante mantener incólumes los valores de la libertad que nos han hecho ser lo que somos, ciudadanos libres e iguales en el seno de estados de derecho, unos valores que algunas tendencias ideológicas que se quieren dominantes han sustituido por una especie de “síndrome de Estocolmo”, por el cual es signo de inteligencia respetar aquello que atenta contra nuestros valores y nos destruye. No puedo olvidar que ante la irrupción pública de las polémicas en torno a Ayaan Hirsi Ali, no tardó mucho Timothy Garton Ash en acusarla de ser “una fundamentalista de la Ilustración”. Tontos útiles los hay en todas partes. Así que prefiero quedarme con una sentencia de esta mujer valiente y decidida, lúcida y admirable:Algunos me preguntan si albergo algún deseo de morir por decir lo que digo. La respuesta es que no: me gustaría seguir viviendo. Sin embargo, hay cosas que es necesario decir, y hay épocas en que el silencio es cómplice de la injusticia.
1 comentario:
Impresionante relato, hace poco he leído algo parecido pero en otro formato. La historia de Marjane Satrapi, hay una frase que recogen los editores en la contraportada y que sencillamente es desoladora
"Yo también tenía ganas de pensar en la vida. Aunque no era fácil, en la escuela nos ponían dos veces al día en fila para llorar por las víctimas de la guerra"...
Excelente post, gracias
Un saludo
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