Una tarde de domingo
La tarde del Domingo apuntaba agradable. Café, coñac y la sorprendente final del Open de Gales entre Neil Robertson y Andrew Higginson, además con mi árbitro favorito. Sorprendente por los rivales que se enfrentaban. Robertson, un australiano joven (25 años) y poco currículo. Higginson, un inglés más madurito (29 años) sin ránking. Y sorprendente por el desarrollo. La primera sesión de la final acabó con 6-2 para Robertson. Todo parecía decidido. Trabajé un poco y me di una vueltecilla por un precioso disco reciente de Marco Horvat. A las 8 y media retomé la final de Gales sin mucho entusiasmo ("un paseo", me decía), pero ante mi sorpresa Higginson soltó los nervios (de perdidos al river, debió de pensar) y empezó a encadenar frame tras frame, seis seguidos, hasta ponerse 8-6, a uno de un triunfo en el que nadie creía. Entonces (era de esperar) se le encogió el brazo, falló algunas bolas fáciles y el australiano le remontó: 9-8 para él. Segundo título de su carrera, mientras Higginson perdía la gran oportunidad de su vida. Era ya tarde, pero no tenía sueño y me puse una película de Billy Wilder, de la que tenía un recuerdo muy lejano. Como siempre me pasa con el maestro, me lo pasé pipa (no recordaba la identidad del traidor), y una coca-cola.
Lamentablemente, después del domingo hay siempre un lunes, un lunes triste.
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