Ética
No tengo demasiado claras las razones por las cuales he releído determinados libros. Supongo que las motivaciones (que en su mayor parte he olvidado) habrán sido diferentes en cada caso. Lo que no he olvidado son los libros que he leído más de una vez ( y obvio las repetidas lecturas infantiles de Los hijos del Capitán Grant o Las aventuras de Marco Polo, en aquellos grandes tomos ilustrados que me regalaron por la Primera Comunión, que para algo tuvo que servir). No son muchos: La Celestina, El Lazarillo, el Quijote, Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, El Rey Lear, Madame Bovary, El proceso, Ulysses, El extranjero, Rayuela, Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada, La colmena, Luces de bohemia, Tirano banderas, alguna otra novela que seguramente se me escapa, algún poemario (Neruda, Machado, Cernuda...) y relatos varios (Poe, Cortázar, Borges, Hemingway, Bécquer, Quevedo...).
Todo esto viene porque anteanoche volví, después de varios meses, sobre Octaedro, uno de los libros de relatos del Cortázar post-rayuela al que todavía no le había hincado el diente. Antes del verano leí los dos primeros relatos y luego tuve que dejarlo hasta antes de ayer. Cuando cogí el libro, ya sabía que no podía pasar al tercero sin antes haber releído los dos primeros. "Liliana llorando" es una muestra típica del Cortázar de siempre: alguien al que le queda poco tiempo de vida y que imagina (casi recrea) cómo serán las cosas entre sus familiares y amigos en los momentos inmediatamente posteriores a su muerte. "Los pasos en las huellas" no deja, en cambio, de ser algo atípico y extraordinario. Mis recuerdos de la primera lectura eran notablemente nebulosos. Aquella vez no pasó nada especial, leí casí mecánicamente la historia de un hombre enfrentado a un dilema ético, como si aquello no fuera conmigo y desease terminar cuánto antes para pasar al cuento siguiente. Es como si no hubiese encontrado a Cortázar en aquellas páginas, como si hubiera entendido literalmente su advertencia previa: "Crónica algo tediosa, estilo de ejercicio más que ejercicio de estilo de un, digamos, Henry James que hubiera tomado mate en cualquier patio porteño o platense de los años veinte".
Esta vez, sin embargo, el relato me ha atrapado desde su escueto primer párrafo: "Jorge Fraga acababa de cumplir cuarenta años cuando decidió estudiar la vida y la obra del poeta Claudio Romero". Todas las cartas sobre la mesa. Nada de alusiones veladas, de sugerencias que el lector tiene que colocar en el puzzle en el que se convierten la mayoría de sus historias. Aquí no se nos ocultan datos. Es justamente eso lo que juzgué poco cortazariano, seguramente poco atractivo para una calurosa tarde de verano. O acaso es que en estos meses ha pasado algo que me ha hecho sentirme el mismo Jorge Fraga. Este profesor, cuyo silencioso y discreto trabajo de intelectual no ha tenido el reconocimiento que él cree merecer, que siente celos de la popularidad alcanzada por escritores mediocres, se embarca en la tarea de su vida: redactar la biografía definitiva de un poeta que es considerado un héroe nacional. Tras años de labor escrupulosa y mecánica publica por fin un libro que tiene una acogida extraordinaria. Es el éxito con el que siempre soñó, el dinero, la fama, los galardones... Y, sin embargo, hay una sombra que le impide sentirse del todo satisfecho. Durante sus investigaciones tuvo la oportunidad de entrevistarse con la hija de Susana Márquez, una maestra que mantuvo una larga relación con el poeta, quien le proporciona una serie de cartas en las que éste se muestra como un hombre altruista, noble, generoso, lo que sólo sirve para engrandecer su figura ante los lectores... Pero ahora, cuando le espera un deseado puesto diplomático en Europa, intuye que hay algo más. Algo que siempre ha sabido y en lo que ha preferido no profundizar para no poner en peligro el éxito de su libro, de su carrera, de su vida. Se derrumba. Vuelve donde la hija de Márquez y le exige las otras cartas. Es sólo una, pero suficiente. La lee como quien vuelve sobre lo ya leído. El altruista era realmente un canalla. Y ahora él, en el discurso de recepción del Premio Nacional, tiene que contarlo al país, no puede callárselo, aunque sabe que puede olvidarse de Europa, de las entrevistas en la radio, de las nuevas ediciones, de la fama, del dinero y de su carrera. Aquella noche, cuando ha pasado todo y sólo falta esperar la consumación de su hundimiento, Jorge Fraga habla con su mujer:
"- Si pudieras dormir un rato -dijo Ofelia.
- No, es que tengo que encontrarlo. Hay dos cosas: eso que no entiendo, y lo que va a empezar mañana, lo que ya empezó esta tarde. Estoy liquidado, comprendés, no me perdonarán jamás que les haya puesto el ídolo en los brazos y ahora se los haga volar en pedazos. Fijate que todo es absolutamente imbécil, Romero sigue siendo el autor de los mejores poemas del año veinte. Pero los ídolos no pueden tener pies de barro, y con la misma cursilería me lo van a decir mañana mis queridos colegas.
-Pero si vos creíste que tu deber era proclamar la verdad...
- Yo no lo creí, Ofelia. Lo hice, nomás. O alguien lo hizo por mí. De golpe no había otro camino después de esa noche. Era lo único que se podía hacer".
Lo único que se podía hacer. Qué extraordinaria receta para nuestro putrefacto entorno político-mediático. Entonces era esto. Esto lo que me enganchó al relato. Lo único que se podía hacer. La ética nos escoge. A nosotros realmente sólo nos queda aceptarla.