Paz para nuestro tiempo
Neville Chamberlain era una buena persona. También era Primer Ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, pero esa es una cuestión secundaria. Lo que cuenta es que era buena persona. Para el verano de 1938, cuando llevaba algo más de un año ocupando su alta responsabilidad política, Neville estaba convencido de que Adolf Hitler era un hombre de paz. ¿Que era nacionalista? ¿Bueno y qué? ¿Es que no tenían los nacionalistas también derecho a existir? ¿No eran acaso legítimas y democráticas sus reclamaciones sobre la región de los sudetes? ¿Por qué no iban a integrarse los sudetes en Alemania si la mayoría de su población hablaba alemán? A ver, ¿qué iban a hablar los alemanes?, ¿chino? Y si uno hablaba alemán, ¿qué era?, a ver... ¿No era pues justo que todos los germanoparlantes vivieran acogidos en el seno de la gran madre patria? ¿No se habían integrado ya los austriacos y, frente a los apocalípticos anunciantes del fin del mundo, los belicistas de siempre, no había pasado nada? Nada. ¿Qué había pues de malo en ello? Más aún, ¿qué había de malo en hablar de ello? Así que Neville cogió un avión en septiembre de 1938 y se fue hasta Múnich con la sana intención de reunirse con Herr Hitler. Tenía la convicción de que si lo miraba seriamente a los ojos y le pedía que abandonase las malas compañías, el canciller alemán no iba a poder sustraerse a la dulce mirada de un hombre bueno, pues al fin y al cabo Hitler era un hombre de firmes convicciones, pero que también deseaba, por encima de cualquier otra circunstancia, la paz. Bien, era cierto que para aceptar esa paz ponía algunas condiciones, pero no había condición que él no estuviera dispuesto a discutir con el mismísimo diablo con tal de satisfacer las ansias infinitas de paz de los súbditos de su augusta majestad. Así que la reunión transcurrió de forma agradable y se coronó con un rotundo éxito. Neville no cabía en sí de gozo y volvió feliz a Londres con un papelito en el que se veía chiquitina y grácil la firma del Führer, qué trazo tan fino y preciso, se notaba a las claras la honda sensibilidad de la mano que lo había estampado sobre el papel. Así que cuando llegó al aeropuerto lo primero que hizo fue mostrar exultante el papelito a sus seguidores, que lo aclamaban y vitoreaban como el gran príncipe de la concordia universal. No había duda ninguna. Neville había ganado la paz para su tiempo. Ya lo decían todos. Y el Daily Express tenía razón: llegaría el año nuevo de 1939 e Inglaterra seguiría en paz.
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