viernes, 4 de mayo de 2007

Moral y progreso

Van quedando cada vez menos dudas acerca del origen evolutivo, darwinista, de la moral humana. En Tomándose a Darwin en serio, Michael Ruse argumentaba con solidez en este sentido y en El espejismo de Dios, Richard Dawkins abunda en la materia con la demoledora lucidez acostumbrada. Dawkins encuentra conexiones entre el origen de la moral y el del lenguaje. En ambos casos, existiría una base universal, una regla general, esa que permite a todos los miembros de nuestra especie dominar las leyes de la gramática sin ningún tipo de aprendizaje específico y, en el mismo sentido, una base que conduce nuestro comportamiento hacia el altruismo. En concreto, Dawkins encuentra cuatro razones de orden darwinista para el comportamiento altruista de los humanos: parentesco genético, reciprocidad (es decir, devolución de favores recibidos, lo que supone el hacer favores esperando el pago), obtener reputación de generosidad y amabilidad y, en un sentido similar, pero algo más allá (y siguiendo los estudios del zóologo israelí Amotz Zahavi), "generosidad conspicua como forma de comprar auténtica publicidad no falsificable" (esto es, el poderoso ayuda al menesteroso no esperando un comportamiento recíproco de él ni por el hecho de que la comunidad sepa cuán amable puede llegar a ser sino para "comprar éxito, por ejemplo al atraer pareja, mediante costosas demostraciones de superioridad, incluyendo la generosidad ostentosa y la asunción de riesgos para el bien común").

En múltiples ocasiones he defendido la idea de un progreso moral en nuestra especie, y casi siempre me he topado con una notable hostilidad al respecto. Para la mayoría de las personas con las que he discutido de la cuestión resulta evidente que la moral humana es la misma, que el hombre que pintaba bisontes en Altamira es, éticamente hablando, idéntico al que tiene la opción de viajar al espacio. La misma idea de 'progreso' resulta problemática y peligrosa para un darwinista. Si la evolución no tiene un diseño ni una dirección marcada, no existe progreso; cómo entonces podría hablarse de 'progreso' en el terreno de una ética darwinianamente concebida. Es quizá por eso que Dawkins se resiste a utilizar el término 'progreso' cuando se refiere a la moral, aunque es sin duda ese concepto el que sostiene su idea de que existe un acuerdo general sobre lo que es bueno y lo que no, "un consenso ciertamente misterioso, que cambia a lo largo de décadas y para el que no es pretencioso utilizar la palabra prestada del alemán Zeitgeist (el espíritu de los tiempos).[...] El cambio está teniendo lugar en una dirección reconociblemente consistente, que la mayoría de nosotros juzgaríamos como una mejora". A Dawkins le cuesta explicar las razones de este Zeitgeist cambiante y la consistencia de su dirección, aunque esboza algunas razones a las que falta engarzar y apoyar con mayor solidez.

Tal vez ese apoyo pueda buscarse en los estudios de Steven Pinker sobre la violencia. Este texto, que traigo del blog de Daniel Gascón, me parece suficientemente significativo:

La historia convencional lleva mucho tiempo mostrando que, en muchos aspectos, nos hemos ido haciendo más amables y bondadosos. La crueldad como entretenimiento, los sacrificios humanos para complacer a la superstición, la esclavitud como un instrumento para ahorrar trabajo, la conquista como misión de un gobierno, el genocidio como medio para adquirir propiedades, la tortura y la mutilación como castigos de rutina, la pena de muerte para faltas menores y las diferencias de opinión, el magnicidio como mecanismo para la sucesión política, la violación como botín de guerra, los pogromos como mecanismos de salida de la frustración, y el homicidio como la principal forma de resolución de conflictos: todos fueron rasgos comunes de la vida durante la mayor parte de la historia humana. Pero hoy son escasos o apenas existentes en Occidente, mucho menos frecuentes de lo que solían ser en otros lugares, se ocultan cuando suceden, y son ampliamente condenados cuando salen a la luz.

Hubo un tiempo en que estos hechos recibían un amplio reconocimiento. Constituían la fuente de conceptos como progreso, civilización, y la liberación del hombre del salvajismo y la barbarie. Sin embargo, recientemente, estas ideas han sido consideradas cursis, e incluso peligrosas. Parecían demonizar a la gente de otros tiempos y lugares, justificar la conquista colonial y otras aventuras en el extranjero, y ocultar los crímenes de nuestras propias sociedades. La doctrina del buen salvaje –la idea de que los humanos son pacíficos por naturaleza y que las instituciones modernas los corrompen- aparece con frecuencia en la escritura de intelectuales públicos como José Ortega y Gasset ("La guerra no es un instinto sino un invento"), Stephen Jay Gould ("El homo sapiens no es una especie malvada o destructiva") y Ashley Montagu ("La investigación biológica apoya la ética de una fraternidad universal"). Pero ahora que los científicos sociales han empezado a considerar grupos sociales en diferentes períodos históricos han descubierto que la teoría romántica está equivocada: en lugar de hacer que seamos más violentos, algo en la modernidad y sus instituciones culturales nos ha hecho más nobles.
A mí me gusta pensar que el progreso moral viene en el mismo lote del progreso material y científico. Somos mejores porque sabemos más y vivimos mejor y, aun de modo inconsciente, eso nos hace valorar mucho más todo aquello que la vida nos concede. Tal vez sea esa, y no otra, la razón del estancamiento moral de las sociedades teocráticas, aquellas en que la vida es mero trámite para el goce (o el sufrimiento) eterno tras la muerte.

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