lunes, 13 de marzo de 2006

Sirenas

Ulises y las sirenas. Herbert Draper

“Así, pues, todo eso ha quedado cumplido; tú escucha
lo que voy a decir y consérvete un dios su recuerdo.
Lo primero que encuentres en ruta será a las Sirenas,
que a los hombres hechizan venidos allá. Quien incauto
se les llega y escucha su voz, nunca más de regreso
el país de sus padres verá ni a la esposa querida
ni a los tiernos hijuelos que en torno le alegren el alma.
Con su aguda canción las Sirenas lo atraen y le dejan
para siempre en sus prados; la playa está llena de huesos
y de cuerpos marchitos con piel agostada. Tú cruza
sin pararte y obtura con masa de cera melosa
el oído a los tuyos: no escuche ninguno aquel canto;
sólo tú lo podrás escuchar si así quieres, mas antes
han de atarte de manos y pies en la nave ligera.
Que te fijen erguido con cuerdas al palo: en tal guisa
gozarás cuando dejen oír su canción las Sirenas.”

(Odisea. Canto XII, 37-52. Traducción de José Manuel Pabón)


Durante mucho tiempo, James Joyce estuvo contemplando la posibilidad de dedicarse profesionalmente a la música. El gusto por el arte de los sonidos, y en especial por el canto, le venía a Joyce de familia, ya que sus padres fueron cantantes. El escritor se mostró siempre muy orgulloso por la voz de su padre y recordaba cómo, siendo niño, toda la casa retumbaba cuando entonaba “Cuando el bello país polaco”, el aria de tenor de la ópera de Michael William Balfe The Bohemian Girl.

Así que desde niño James Joyce cantaba en casa y acompañaba a sus padres a algunos festivales benéficos y de aficionados, lo cual seguiría haciendo en el Colegio de Clongowes y en reuniones más o menos informales, que se celebraban en casa de algunos amigos. Varias veces estuvo Joyce al borde de convertirse en cantante profesional, y en la mayoría de los casos, si no terminó de dar el salto definitivo no fue por decisión propia, sino forzado por circunstancias que se lo impidieron, básicamente la penuria económica, que le impedía pagar a un profesor de canto. Tuvo muchos en su vida, pero con ninguno trabajó lo suficiente como para sentirse seguro a la hora de afrontar una carrera de tenor. Y la única vez que se le presentó una ocasión ideal para intentarlo la rechazó. Fue en 1904, y Joyce no tenía demasiado claro por entonces lo que quería hacer con su vida. Había tomado unas pocas clases con el mejor profesor de canto de todo Dublín, Benedetto Palmieri, clases que terminaron, como todas, cuando se acabó el dinero para seguir pagándolas. Sin embargo, Luigi Denza, autor de la popularísima Funiculí funiculá, lo oyó en un concierto e hizo un encendido elogio de su voz. Palmieri, que había rechazado tiempo atrás a John McCormack, convertido después en un tenor célebre, no quería que se repitiese el episodio, y ofreció a Joyce darle clases gratis durante tres años, a cambio de un porcentaje de sus ingresos cuando empezase a trabajar profesionalmente como cantante, pero parece que a Joyce se le había pasado en ese momento el ardiente interés que había mostrado siempre por la música y rechazó la oferta, lo cual no fue óbice para que más adelante volviese a considerar la posibilidad de dedicarse profesionalmente al canto.

¿Cuáles eran las cualidades de Joyce como cantante? No lo sabemos con certeza, pues, al menos hasta donde he podido indagar, no han quedado documentos de su arte canoro. Sí nos han quedado los testimonios de sus familiares y amigos más allegados y alguna breve reseña crítica de algún diario. En todos estos casos, se describe la voz de Joyce como no demasiado potente, pero sí dulce y melodiosa. Sin embargo, hay un testimonio contradictorio, que vale la pena traer aquí, ya que proviene de una personalidad musical, independiente y con criterio. Se trata de Philipp Jarnach, secretario y ayudante de Ferruccio Busoni, importante compositor de principios del siglo XX. Joyce coincidió con Jarnach en 1917, en Zúrich, cuando una de las decenas de mudanzas que el escritor hizo a lo largo de su vida, lo llevó hasta una casa en la que Jarnach tenía alquiladas una serie de habitaciones. Jarnach, que solía componer durante toda la mañana, se sorprendió un día cuando oyó cantar a alguien al otro lado de la pared acompañándose por un piano desafinado. Tras varios días en que la situación se repitió, el ayudante de Busoni se dirigió a la habitación de donde provenían esas interminables sesiones de canto e increpó a Joyce acusándolo de que no lo dejaba trabajar. Finalmente, los dos hombres acabarían haciéndose amigos y llegaron a un acuerdo para que Joyce cantase sólo en determinadas horas del día. Pues bien, para Philipp Jarnach la voz de Joyce era poderosa, pero tosca, es decir todo lo contrario del resto de testimonios que conocemos. Partido nulo.

Con respecto a los intereses musicales de Joyce, estos se dirigían fundamentalmente hacia tres sectores de la música vocal:

1) La balada popular, con la que me refiero no sólo a las canciones tradicionales irlandesas y americanas, que también, sino a un tipo de canción melódica y sentimental que se componía por aquella época, habitualmente con acompañamiento de piano.

2) La música antigua. Joyce era un buen conocedor y un gran aficionado a la canción isabelina, y tenía gran aprecio por la obra de John Dowland. De hecho, su canción preferida era Pastime with good company, atribuida al rey Enrique VIII, y algunos de sus planes de profesionalización nacieron a raíz de un proyecto de gira que pensó hacer en 1904 (justo antes del episodio con Palmieri) por Inglaterra con esta música, haciéndose acompañar por un laúd. Para conseguirlo, se dirigió a Arnold Dolmetsch, gran pionero en lo que se refiere a la restauración y copia de instrumentos históricos y a la interpretación de la música antigua con criterios de época. Dolmetsch había fabricado un salterio que le solicitó Yeats, por entonces auténtico héroe de la literatura irlandesa, para ayudarlo a ilustrar sus teorías sobre el recitado de versos, de modo que mientras él pronunciaba sus conferencias, la actriz Florence Farr cantaba poemas acompañándose por el salterio; y Joyce pensaba que Dolmetsch lo ayudaría de igual forma a él, pero se equivocaba. ¿Quién era entonces Joyce? Un laúd era por completo imposible, pero por entre 30 y 60 libras podía alquilar un clavicordio. Esa fue la respuesta de Dolmetsch. Joyce abandonó inmediatamente el proyecto.

3) La ópera. En concreto, Rossini, los belcantistas, Bellini y Donizetti, Verdi, que era su compositor preferido, los veristas, que entonces estaban de moda, Puccini y también algunos compositores franceses, como Bizet o Massenet. Sabemos que, salvo Los maestros cantores, no apreciaba la música de Wagner que según él “apestaba a sexo”. Demostró también escaso interés por la música moderna. Los únicos compositores de entre sus contemporáneos a los que apreciaba eran George Antheil y Ottmar Schoeck, el primero porque llegó a ser amigo suyo, y el segundo porque escuchó una vez una serie de sus lieder con orquesta que le encantaron. “Esto es música escrita para cantar, dijo, y no la de Stravinski.” Al respecto de los gustos musicales de Joyce, hay una anécdota curiosa. En 1902 y 1903, Joyce estudia medicina en París. Allí asiste a una de las primeras representaciones de Pelléas et Mélisande de Debussy, que no le merece el más mínimo comentario en las cartas a su familia. En cambio, se deshace en elogios sobre la voz del tenor Jean de Reszke, que juzgó muy parecida a la de su padre, cantando Pagliacci. O sea, uno de los escritores que revolucionó la literatura moderna era un perfecto y recalcitrante conservador en materia de música. Esto daría por lo menos para otra polémica entre Azúa y Verdú.

Por supuesto, Joyce volcó de una u otra forma todas sus experiencias musicales en sus obras, como no podía ser de otro modo en un escritor cuya literatura tiene un profundo sentido autobiográfico. Desde su primer libro publicado, los poemas de Chamber music hasta Finnegans wake, que él defendió siempre por su musicalidad, hasta el punto de que cuando le preguntaron una vez si con esa obra había pretendido unir literatura y música, respondió: “No, no. Es pura música”. Pero la música también juega un papel destacado en el Retrato del artista adolescente, en los relatos de Dublineses y, por supuesto, en Ulysses, novela que está absolutamente repleta de referencias musicales, y que incluye un capítulo que le está por completo dedicado, el número 11, al que tituló “Sirenas”.

Se trata, sin duda, de uno de los episodios más abstrusos de la novela, y de los que más críticas recibió desde un primer momento, pues no gustó ni a Harriet Shaw Weaver, benefactora del escritor, ni a Ezra Pound, que lo desaprobó por completo en un principio, aunque luego acabó admitiendo su grandeza, limitando su censura sólo a la parte final. Consideraba también Pound que no era necesario usar un estilo diferente para cada capítulo, pero Joyce estaba firmemente convencido de su método. Adució que el capítulo le había llevado cinco meses, y que se entendería al final, cuando el libro estuviera terminado.

La importancia de “Sirenas” descansa en la técnica puramente musical empleada por Joyce, ya que el capítulo está construido según los principios de la fuga. Es justamente esta idea de fusionar música y literatura, pero no en su nivel más superficial (Joyce podría haber usado una línea argumental, como de hecho también hace, pues en el capítulo se escucha música, e incluso recursos de carácter visual), sino en la estructura profunda lo que provoca una gran división de opiniones entre los críticos, aunque la mayoría considera que las ambiciones de Joyce, incardinadas en una tendencia muy de su tiempo de considerar a la música la más excelsa de las artes, iban demasiado lejos y los resultados finales quedan muy por detrás de sus deseos. Pero parece que el escritor no pensaba lo mismo. Una vez, en el entreacto de una representación de La Walkyria a la que había asistido junto a Ottocaro Weiss, a quien acababa de leer fragmentos de “Sirenas”, preguntó a su acompañante: “¿No te parece que los efectos musicales de mis Sirens son mejores que los de Wagner?”. “No”, lo cortó rotundo Weiss, joven wagneriano fervoroso. Joyce se dio media vuelta y se fue. No volvieron a verlo en toda la noche, molesto por que alguien prefiriese la música de Wagner a los efectos musicales de su literatura. Lo cierto es que la escritura de “Sirenas” afectó notablemente al escritor, quien incluso confesó haberse desinteresado de la música a partir de ese momento. Así se lo confesó a su amigo George Borach: “Terminé el capítulo Sirens en los últimos días. Un gran trabajo. Este capítulo lo he escrito utilizando los recursos técnicos de la música. Es una fuga y tiene notaciones musicales: piano, forte, rallentando, y todas las demás. Hay también un quinteto, como en Die Meistersinger, la ópera wagneriana que prefiero... Desde que exploré los recursos y artificios musicales para este capítulo, he perdido todo interés por la música. Yo, el gran enamorado de la música, no puedo escucharla ya. Veo todos los trucos, ya no puedo gustarla”.

“Sirenas” empieza con una introducción (líneas 1 a 78) en que se presentan los motivos que se van a desarrollar en el capítulo. Es como si antes de afrontar la escritura de la fuga, el compositor nos mostrase su sujeto principal. Después van entrando los personajes y los diversos temas, ajustándose, aproximadamente cabría decir, a la técnica musical de la fuga per canonem. En la introducción a su estupenda traducción para Cátedra, Francisco García Tortosa facilita la labor del lector contando detalladamente el argumento de lo que sucede en el capítulo:

Miss Douce, de pelo moreno-rojizo, y Miss Kennedy, rubia, ambas camareras del bar en el hotel Ormond, ven pasar la cabalgata del virrey a través de las cortinillas. Se fijan en alguno de los acompañantes y consideran que los hombres se divierten más que las mujeres. Un botones impertinente, con el que Miss Douce tiene un pequeño altercado, les trae el té. Sentadas en unos taburetes, detrás de la barra, se disponen a tomar el té. Miss Douce, que ha estado en la playa, tiene la piel quemada y Miss Kennedy le propone remedios contra las quemaduras, pero Miss Douce comenta que todos esos remedios no provocan más que erupciones y, además, no quiere volver a la farmacia por no ver al “antigualla de Boyd”. Las dos se ríen; en esos momentos Bloom [protagonista principal de la novela, el Ulises de Dublín] pasa por delante de la tienda de iconos de Bassi, en el escaparate hay figuras de vírgenes. Entra en el bar Lenehan, donde había quedado citado con Boylan. Bloom cruza Essex Bridge y recuerda que le tiene que escribir a Martha. Lenehan intenta coquetear con Miss Kennedy con poco éxito. Bloom continúa caminando y se pregunta dónde podría comer. Hace su aparición en el bar Simon Dedalus, padre de Stephen [el otro gran protagonista, Telémaco], observa que han cambiado de sitio el piano. Miss Douce cuenta que el afinador, el chico ciego al que Bloom ayudó a cruzar la calle [en un capítulo anterior], ha estado allí. Bloom compra papel y sobres para la carta de Martha, ve pasar a Boylan y recuerda que es a las cuatro cuando ha quedado con su mujer [Molly, Penélope que sabe que esa tarde le va a ser infiel]. Simon Dedalus toca en el piano la canción “Adiós, amor, adiós”. Bloom ve en la puerta del hotel Ormond el coche de Boylan, y decide eludir el encuentro, pero Richie Goulding, tío de Stephen al que éste se imagina que visita en el episodio “Proteo”, le saluda y ambos deciden entrar a comer al restaurante del hotel. Las camareras se desviven por Boylan en sonrisas y atenciones. Dan las cuatro y Bloom se pregunta si Boylan habrá olvidado la cita o si pretende hacerse esperar. Lenehan le pide, una vez más, a Miss Douce que restalle la liga en el muslo, ahora, mirando a Boylan, en su honor, deja oír el chasquido de la liga en sus carnes. Tras el estallido de placer sonoro, Boylan abandona el bar y hacen su aparición Ben Dollard y el Padre Cowley (que no es sacerdote), y entablen conversación con Simon Dedalus sobre célebres actuaciones y cantantes del pasado; se acuerdan de los tiempos en que Bloom regentaba una tienda de ropa usada y elogian las opulencias de Molly. Ben Dollard prueba al piano su voz profunda de bajo. Entra George Lidwell y saluda a Miss Douce, que le dice que sus compañeros están dentro. Todos instan a Simon Dedalus a que cante Martha. Desde el restaurante Bloom sigue la canción. La letra toca la fibra nostálgica de Bloom y se ve solo y desamparado. Bloom comienza a escribir la carta para Martha, evitando que su compañero de mesa, Goulding, averigüe la clase de misiva que garabatea detrás del periódico. Ahora es el turno de Ben Dollard, que, acompañado al piano por el Padre Cowley, se arranca con una canción de deslealtad y traición, El zagal rebelde. Un chico que ha perdido a su padre y hermanos en lucha contra los ingleses resuelve sumarse a los rebeldes, pero, primero, decide confesarse. Dentro del confesionario no hay un sacerdote, sino un oficial de caballería del ejército británico, disfrazado. El zagal, tomando como evidencia su propia confesión, es ejecutado. Bloom ha terminado la comida y entre los acordes de la canción triste, entre vasos sucios, restos de comida, camareras y ojos que le observan, sale a la calle más solo y triste que entró. Una vez fuera siente retortijones en la barriga y busca la oportunidad de despacharse de los gases. El capítulo termina con el sonido de un prolongado y ruidoso pedo.

Si copio completo este largo fragmento es para que se aprecie en toda su extensión la forma de actuar de Joyce, su evidente intención de parodiar el mito clásico, de despojar al héroe de todos sus atributos para convertirlo en un pobre hombre que pasea sin rumbo fijo con el objetivo de hacer tiempo y evitar encontrar en su propia casa a su mujer con un amante, cuyo encuentro elude. Toda pretensión de trascendencia, de grandeza épica ha sido aquí abolida. Los personajes son gente de la calle, que hablan de temas intrascendentes, mientras comen, gargajean, se ríen o coquetean de forma indisimulada. Las sirenas son aquí dos camareras, relación que se afianza por la cercanía linguïstica entre “mermaid” (sirena) y “barmaid” (camarera) y por la aparición de unos cigarrillos marca Sirena, y su poder de atracción es puramente físico pues el musical se reduce al chasquido de una liga contra el muslo de una de ellas. Resultan evidentes las connotaciones eróticas, en cualquier caso mucho más vulgares que las derivadas del engañoso canto de las sirenas homéricas. No deja por ello Joyce de invocar el poder sugestivo de la música, en este caso a través de un par de canciones sentimentales, que afectan profundamente el ánimo, ya taciturno, de Leopold Bloom, quien se siente solo y desamparado, como Ulises debió de sentirse atado al palo, imposibilitado de acudir a la llamada de las sirenas. Joyce termina por rematar al héroe y al mito haciendo que su protagonista suelte un rotundo y sonoro pedo: “Pprrpffrrppffff”. Se ha discutido mucho acerca de este final escatológico. Parece verosímil que fuese la respuesta de Joyce al sentimentalismo (así alivia el héroe sus nostalgias), una sensiblería que termina por destrozar magistralmente dos capítulos más allá, con “Nausica”, parodia genial de las novelitas sentimentales inglesas, pero también podría ser una burla de la música o incluso el colofón pretendidamente vulgar y desafiante a un experimento literario que para algunos había llegado ya demasiado lejos.

Cera en los oídos, ligaduras en el cuerpo o ruidosas y pestilentes ventosidades. Todo con tal de mantener alejadas a las embaucadoras sirenas.

(¿Continuará?)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Oh, sí... las sirenas... qué malas.

Paolo dijo...

Sí, sí, malas, peligrosas, anónimo (o anónima) visitante... Tenga mucho cuidado si se cruza con alguna.

Anónimo dijo...

que, en nuestros tiempos tan acelerados, los posts tan laaaaargos dan pereza :-)