jueves, 2 de marzo de 2006

Andaluces (II)

Decíamos ayer que es el marco físico, la unidad estructural que representan la Penibética y el Atlas africano, el que determina y configura el genio del pueblo andaluz, que históricamente puede detectarse ya en Tartessos, se sobrepone a la vil ocupación púnica para florecer con la Bética romana y supera la depresión goda para expandirse en toda su riqueza con la asimilación del Islam. En eso andaban los andalucistas enfrascados cuando valle del Guadalquivir abajo avanzan imparables las huestes de Fernando III, horror, terror y pavor, de dónde han salido estos bárbaros. Los dos siglos largos que van de la toma de Córdoba (1236) hasta la caída de Granada (1492) determinan que el modelo de gestión aplicado en el valle del Guadalquivir sea radicalmente diferente al que luego será empleado en la Andalucía oriental. Nace así para Clavero la imposición de las dos Andalucías en un intento (una ficción) centralista por quebrar su pujanza y su brillo, pues ya conocemos el adagio de unidad = esplendor, desunión = decadencia. La creación de cuatro reinos en las tierras conquistadas (Jaén, Granada, Córdoba y Sevilla) supuso en la práctica la destrucción de la unidad, de forma que “Andalucía no recuperó su personalidad y unidad política territorial hasta el Real Decreto-Ley 27 de abril de 1978”.

Pero con ser grave el desaguisado que el invasor castellano cometió contra el territorio andaluz, peor fue lo de la población, y aquí es cuando los andalucistas se ponen muy nerviosos, pues todo el mundo sabe que el modelo repoblador del valle del Guadalquivir supuso la sustitución de la población autóctona por colonos traídos de Castilla. Como reconoce Clavero, sólo individuos aislados o grupos muy pequeños se salvaron de la deportación. ¿Y el genio andaluz? ¿Qué paso con él? En principio, no habría razón alguna para temer nada, ya que si es el marco físico el que lo forma y lo determina, cabría esperar que los nuevos habitantes acabarían representándolo con igual dignidad que los antiguos, el medio los convertiría en perfectos andaluces, pero claro, quién renuncia así como así a Tartessos, la Bética y Al Andalus. Y aquí es donde el delirio de Blas Infante alcanza sus cotas más desaforadas. Así lo cita Clavero: “El principio de la barbarie germánica ha triunfado aparentemente pero los pueblos andaluces rurales quedan ahí, plenos de raza pura, mientras que las ciudades se llenan de gente extraña. Andalucía no se fue. Sus pueblos rurales [están] constituidos por los moriscos sumisos de conversión anterior y lejana a la época de cristianos viejos; por los moriscos que retornaron de la forzosa emigración, refugiándose en tierras y campos. Son inconfundibles, campesinos sin campos. Son los flamencos (felag-mengu, campesino-expulsado)”. Ya en su época, todos los lingüistas y los folcloristas rechazaron la etimología infantiana de ‘flamenco’, un disparate descomunal, que no debería merecer la más mínima atención de nadie. Es lo característico del nacionalismo: Infante retuerce los hechos para que quepan en su previo esquema mental. Como no era posible que la Andalucía eterna desapareciera así como así, la hace refugiarse en los moriscos de los pueblos (curiosamente, Cuenca Toribio, historiador andalucista, dice que son las ciudades las que mejor han preservado el espíritu andaluz) y llegar a la edad contemporánea perfectamente identificada con la figura del jornalero, que no representa otra cosa que la raza mora vencida, que canta sin descanso su tragedia a través de un treno desesperado: el cante jondo. “El jornalero, ni ríe cuando ríe, ni llora cuando llora. Sin embargo, no pasa día sin que aún venga a ser o a recordar lo que fue o a contar su historia. Es cuando dice, sin saber lo que dice, sin que nadie entienda lo que dice... una terrible, una lúgubre melodía que tiembla en sus labios exangües, que contorsiona su cuerpo y que descompone en gesto trágico las líneas de su semblante. Es lo felag-mengu. ¡Cante jondo! Ya veréis, si vive o no Andalucía.”

Si, como dice Clavero, Andalucía no recupera su personalidad y su libertad hasta 1978 largo y duro es el camino. Así que entre medias los andalucistas se entretienen con episodios como el de 1641 cuando el duque de Medina-Sidonia y el marqués de Ayamonte encabezan un movimiento nobiliario para conseguir la secesión de los cuatro reinos andaluces del resto de los de Castilla. Se trata, como han analizado todos los historiadores medianamente serios, de un intento de medrar movido por la ambición personal, aprovechando la situación que se vivía en Portugal (donde la hermana del duque, doña Luisa de Guzmán, acababa de convertirse en reina) y Cataluña. Y a Clavero eso le duele: “Realmente produce tristeza que una acción de tanta gravedad y trascendencia para España y para Andalucía se intentara tan sólo por los móviles tan mezquinos como los que nos narra Domínguez Ortiz y que no se tuvieran en cuenta otros que, aún insuficientes para una acción secesionista, defendieran más los intereses de Andalucía, la posibilidad de redimir al pueblo andaluz de la miseria o la búsqueda de una España unida con Portugal, Andalucía y Cataluña por lazos federales...”. Lo que produce verdadera tristeza es la estulticia solemne que se demuestra en un párrafo como éste. Pero no muy convencido todavía, Clavero continúa: tenía que haber algo más que el mero interés, y usa la confesión del duque al rey (cuando su intento fracasa y pide clemencia), en la que se describen los planes de la rebelión, que se llevaría a cabo con el apoyo extranjero, y cómo, para ganarse a la mayor parte de la población, se ofrecería la liberación de los tributos por ciudades y villas, y termina así: “La plata de los galeones se dividiría en cuatro partes: una para Francia, otra para Holanda, otra para Portugal y otra para mí”. Y, sorprendentemente, ante esta confesión explícita de las intenciones de latrocinio, Clavero ¡aún sostiene que los planes de secesión pueden entenderse en parte como un intento de forzar el federalismo!

En 1812, las Cortes de Cádiz crean la nación política española, la única existente (pues los españoles tampoco somos tales en esencia), un acto de enorme trascendencia en el mundo, pues debe recordarse que la revolución liberal española es la tercera de la historia (tras la americana y la francesa). Repuesto el autoritarismo de Fernando VII por dos veces, en 1833, a su muerte, la nación española recupera la soberanía apuntada en 1812. Fue justamente en aquel año emblemático cuando el ministro de Fomento, el granadino Javier de Burgos iba a trazar la división provincial de España. Los cuatro reinos del sur se iban a convertir en ocho provincias, que son meras circunscripciones territoriales. Es ahí, justo por ese acto político y administrativo, cuando nace Andalucía, transformada luego por el Estatuto de 1981, dentro de la Constitución del 78, en una comunidad autónoma, que se ajusta territorialmente de forma exacta a los límites trazados en 1833. Me parece un esfuerzo baldío abundar en la aparición del andalucismo en la segunda mitad del siglo XIX, con la famosa Constitución de Antequera de 1883, que no fue sino un documento elaborado por un minúsculo partido (Partido Republicano Demócrata Federal) inspirado en Pi i Margall y su resurgir en los años 10 del siglo XX, con la obra de Blas Infante y la Asamblea de Ronda de 1918, hasta el fracasado intento de consensuar un estatuto con la Segunda República. Nada nuevo tendría que decir: palabrería vacua y mitos resobados una y otra vez. Como es bien sabido, Blas Infante sería asesinado en los primeros días de la Guerra Civil, una muerte tan cruel, injusta e innecesaria como la de tantos otros, que acabaría por mitificar su figura hasta el punto de convertirlo en un mártir de la causa andalucista y, gracias a eso, ser elevado a los altares de la política alumbrada en 1978, cuando, por el Estatuto vigente, toda Andalucía se convirtió oficialmente en andalucista.

Afirma Clavero en su libro que para poder hablar de un pueblo andaluz tiene que haber algo que caracterice esencialmente a los andaluces y los diferencie de los no andaluces, y dedica todo su esfuerzo (como antes lo hicieron Infante y el resto de andalucistas) en buscar qué puede ser eso. Yo tengo la respuesta: nada. El pueblo andaluz no existe en esencia, se funda a través de un acto político. No existe un carácter andaluz ni un habla andaluza ni una cultura andaluza (como puede comprobar cualquiera que viaje por Andalucía). La de andaluz es una categoría política, y en el momento de la historia en que estamos no debería aspirar a ser otra cosa. Curiosamente, el artículo 8 del Estatuto vigente lo define a la perfección: “A los efectos del presente Estatuto, gozan de la condición política de andaluces los ciudadanos españoles que, de acuerdo con las leyes generales del Estado, tengan vecindad administrativa en cualquiera de los municipios de Andalucía”. Eso es todo. En El nacionalismo. Una ideología (Tecnos, 2005), afirma Alfredo Cruz Prados: “El nacionalismo, a la hora de caracterizar la nación, se ve obligado a llevar a cabo numerosas opciones. Tiene que optar por unos rasgos sobre otros, en función de cuáles sean más diferenciadores respecto del entorno. Tiene que decidirse por progresar en unas diferencias y retroceder, por ello mismo, en otras. Y tiene que optar por desconocer o, al menos, considerar irrelevantes algunas diferencias existentes entre los mismos miembros de la nación. Para que la definición de la identidad nacional –elaborada fundamentalmente con los factores que la diferencian del entorno– sea universalmente válida en todo el ámbito de la nación, es preciso convertir en imperceptibles o carentes de importancia identitaria aquellas diferencias internas que pudieran cuestionar la universal aplicabilidad de esa definición. [...Por lo que] la definición nacionalista de la nación es una definición puramente estratégica. Qué rasgos o factores se privilegian como notas definidoras de la nación depende de cómo se encuentre caracterizado el entorno contra el que se dirige el nacionalismo en cuestión”. Y esa es la pura realidad del nacionalismo: una tautología (la nación existe porque su esencia se define por los rasgos que yo previamente he escogido para que pueda ser distinta de la nación que tengo al lado) siempre dirigida contra otra. Así que fobia al nacionalismo. También.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Brillante tu disertación, admirado Paolo. Lo que dices en las últimas frases hubiera ahorrado mi farragoso mensaje anterior. Es un lujo tu blog.

Turulato dijo...

Usted habla de Andalucía, pero la historieta se repite por el resto de las autonomías.

Luis Caboblanco dijo...

La definición de andaluz que da el estatuto de autonomía es inmaculada. Es esencia, viene a decir: si usted vive aquí, es andaluz, y si no, pues es español no andaluz... ¿que sencillo de entender verdad? ni implica más o menos parabienes por "derechos de cuna", ni separa, ni desintegra... ¡Que gusto!

Dan ganas de ser andaluz...

Paolo dijo...

Entre tanta farfolla esencialista, ese artículo es apaciguador, sí, lástima que los discursos oficialistas se orienten en otro sentido.