viernes, 13 de enero de 2006

Polémicas

En un artículo publicado en el diario El País el pasado 10 de noviembre (Sólo quiero lo mejor para ti), Félix de Azúa hacía un símil musical para arremeter contra el proyecto de estatuto catalán. En opinión de Azúa, igual que había compositores ensalzados por un núcleo minoritario de especialistas, pero que no contaban con el beneplácito general del público, el estatuto había sido diseñado por un grupo de políticos al margen de las preocupaciones de la mayoría de la población catalana. Las alusiones de Azúa cobraron especial valor en los medios artísticos, ya que en su balanza se contraponían Shostakovich (el popular) y Schoenberg (el minoritario). Al referirse a Schoenberg, no sólo tocaba Azúa a uno de los grandes santones de la modernidad, sino que, de camino, parecía arremeter contra todas las vanguardias surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, que tomaron como gran modelo a Anton Webern, su alumno más críptico, y no a Berg, el más romántico y aceptado por los públicos.

Sólo quiero lo mejor para ti
Félix de AzúaUno de los más respetados musicólogos vivos, Richard Taruskin, autor de una historia de la música occidental en seis volúmenes que incluye un elegante capítulo sobre rock (Oxford), tuvo una iluminación en ocasión de uno de sus viajes a Moscú. La orquesta del Conservatorio interpretaba la Séptima sinfonía de Shostakovich cuando Taruskin acertó a ver en la expresión de los oyentes una apasionada emoción que rara vez había observado en los conciertos de música moderna. Como Pablo de Tarso en su camino hacia Damasco, cuenta el crítico que vio con cegadora claridad que se había equivocado totalmente. No sólo él, lo que habría carecido de importancia, sino el conjunto de la musicología occidental. Se percató de que la teoría, la historia y la crítica sobre la música del siglo XX había cometido un error monumental. La música que sobreviviría, la que seguiría oyéndose cien años más tarde, sería la de Shostakovich, no la de Schoenberg.

Una afirmación como la anterior todavía suena escandalosa o estúpida para buena parte de los críticos, teóricos e historiadores de la música. Y en España, más. Para aquellos que sean totalmente sordos a la música clásica les diré que equivale a afirmar que Hitchcock soportará mejor que Eisenstein el paso del tiempo, o que Spielberg es más importante que Tarkovsky. Lo cierto es que Shostakovich está cada vez más presente en la vida musical, en tanto que Schoenberg se mantiene donde siempre estuvo, con la exigua minoría de expertos. Y se le están muriendo los subscriptores.

La paradoja sobre el valor de las obras de arte es que éste parece no depender del público, pero, ¿es en verdad posible que una obra de arte sea extraordinariamente valiosa, aunque nadie o muy poca gente quiera oírla, verla o leerla? Quienes afirman, por ejemplo, que la música de Schoenberg es fundamental y en cambio otra más popular como la de Stravinsky, es trivial o incluso "mala" (así lo afirma Theodor W. Adorno, modelo de los defensores de Schoenberg), ¿no están diciendo, en realidad, otra cosa?

Según esta posición, la importancia de Schoenberg, de Webern, del serialismo, del dodecafonismo, de las secuelas de Darmstadt, del IRCAM o de otros centros de producción experimental, es independiente de que haya alguien que quiera oír sus productos. El Arte vive para sí mismo. Quienes deciden sobre su valor (dicen) son los expertos, los profesionales. El público no puede decidir el valor de la obra de arte, porque entonces sería más valioso un musical de Broadway que una ópera de Schoenberg.

Esta inacabable disputa es inútil. Juzgue lo que quiera el experto, en el caso de la música (como en el del teatro) quien decide es el público porque la música es un espectáculo. De modo que Gershwin, Britten, Prokofiev o Janacek seguirán sonando en las salas de concierto, pero Schoenberg (utilizo su nombre como metáfora) cada vez menos. Quizás esto sea lamentable, pero también es inevitable. La dificultad que plantea Schoenberg es de un orden totalmente distinto a la que plantean compositores exigentes y sin embargo accesibles como Bartók.

Es justamente esa dificultad lo que permite que el valor de la música de Schoenberg no lo decida el público de los conciertos, sino el teórico y el historiador que creen que la historia de la música tiene un sentido trascendental. Si la historia de la música tiene ese sentido, entonces Schoenberg es la consecuencia de una cadena causal que desde Wagner viene anunciando la llegada del Mesías (Schoenberg). El valor de esa música tan escasamente popular es un valor histórico, filosófico y (sobre todo) religioso, más que musical. Por "religioso" me refiero a la creencia o la fe en que los procesos artísticos, sociales, económicos, en fin, los relatos históricos, tienen un sentido y sólo uno, a diferencia de las novelas. Por ejemplo, que la historia del Arte muestra el proceso de autoconciencia de las artes, que la historia de Francia es la de la Libertad de su Pueblo, que la sociedad capitalista ha entrado en su fase terminal, y cosas semejantes. Quien así piensa, está obligado a tener a Schoenberg por un músico más importante que Stravinsky.

Cuando la importancia de un hecho, suceso, objeto o caso no la determinan aquellos que lo financian y sufren las consecuencias, sino los expertos, los historiadores y los teóricos metafísicos, entonces estamos en un medio ajeno a la democracia y típico de la tradición autoritaria europea. Que la gente disfrute con Tchaikovsky y se aburra con Schoenberg puede ser lamentable, pero que para salvarles de su error se les condene a oír al vienés a todas horas, es despótico. En general, eso no sucede porque los conciertos se pagan, pero allí donde el contribuyente carece de poder de compra, sucede con harta frecuencia.

Compárese con lo que está sucediendo en la surrealista gestación del Estatuto catalán. Los expertos, los historiadores, los teóricos y los profesionales catalanes han decidido que "históricamente" (sea esto lo que sea) Cataluña tiene más derecho que Murcia a cualquier cosa, que la nación catalana posee una existencia de orden metafísico previa a sus habitantes, y que en la jerarquía de las naciones Cataluña sólo es comparable a Francia y superior a España. Cataluña es un pedazo de Schoenberg fundado en razones trascendentales. De momento, el público español ha desertado las salas de conciertos donde suena el Estatuto y son los expertos quienes se ven obligados a hacer publicidad para que la gente se entusiasme, o a condimentar encuestas carísimas que confirmen lo acertados que estaban y el éxito loco de estos conciertos a teatro vacío. Su alternativa es tocar sólo para adictos a Schoenberg.

La iluminación de Taruskin, hombre formado en la filosofía europea del siglo XX, filosofía impregnada de historicismo hegeliano y mesianismo marxista, es tan sencilla como esto: el descubrimiento de la democracia. La palabra "democracia", como lo prueba la dudosa moralidad de quienes la usan sin descanso para justificar sus deshonestidades, está cargada de instancias éticas. Parece como si lo democrático fuera lo moralmente bueno, cuando en realidad lo democrático es simplemente el conjunto de mecanismos que se despliegan de un modo casi inevitable para el control y la dominación de sociedades masivas con enormes potenciales energéticos y económicos. La democracia es tan sólo una técnica social eficaz para mantener el orden en un medio cuyo estallido sería funesto. Este mecanismo puede utilizarse bien o mal, pero no es un estado de gracia. Los políticos novatos utilizan la palabra como los católicos usan la palabra "devoción", y se acusan unos a otros de no ser democráticos... ¡como si fuera posible no serlo! Sin embargo, "demócrata" equivale a: "concernido por el mercado". El político demócrata es aquel que se ofrece en un mercado donde hay competidores. Nada más.

Para Taruskin siempre fue cosa evidente que las novedades de la música dodecafónica eran técnicamente interesantes. También, que Schoenberg creía que su nuevo método llenaría salas de conciertos en lugar de vaciarlas. Pero a diferencia de la música de su discípulo Alban Berg, el público no ha aceptado la del maestro. De un modo creciente, la programación de obras de Schoenberg (no todas: insisto en que utilizo al pobre vienés como metáfora) se ha ido haciendo por respeto a la historia, por su interés técnico, por la fascinación que ejerce sobre los expertos, pero no porque el público lo reclame a gritos y agote las localidades. De ahí también que en la historia de la música de Taruskin aparezca un capítulo sobre el rock, como en la historia de la literatura francesa de Kléber Haedens apareció Simenon un buen día, para escándalo y horror de los académicos.

Lo democrático no es, por sí mismo, "bueno" sino "eficaz". Los deportes de masas, el turismo industrial, las grandes superficies como lugares de entretenimiento y consumo, o el arte actual, son fenómenos democráticos, espectáculos masivos, movimientos de millones de personas con colosales poderes económicos y escasa libertad. Se parece bastante al nazismo, con una diferencia esencial: los políticos democráticos procuran programar aquellos conciertos que les gustan a las masas, en lugar de adoctrinarlas con conciertos que las agobian y agreden. Pero en algunos lugares, los profesionales de la vieja política, los viejos historiadores, los teóricos y expertos de la escuela trascendental o nacionalista, siguen actuando como sacerdotes cuya obligación es conducir al Pueblo hasta el Valle de Josafat y enseñarle a comportarse debidamente. A los pobrecitos habitantes de esos lugares los machacan con una política eclesiástica, de formación al espíritu nacional, en línea con la militancia sacerdotal que destruyó a Europa en los últimos dos siglos. Felizmente, al cabo de unos años los ciudadanos acudirán al mercado para comprar el político que más les apetezca. Ya veremos si es Schoenberg.

El artículo provocó una reacción bastante airada de un sector de los compositores actuales, uno de los cuales, José María Sánchez Verdú, contestó al escritor en carta al director dirigida a El País, que la publicó el 29 de noviembre (Cultura de supermercado).

Cultura de supermercado
El artículo del señor Azúa en EL PAÍS del 10 de noviembre es un ejemplo de la libertad de opinión que una democracia conlleva. Aunque ataque a nombres de la cultura como Schönberg, que son lo equivalente a Mies van der Rohe en la arquitectura, Joyce en la literatura o Kandinsky en la pintura. Es una muestra más de la ignorancia, sobre todo musical, que nos rodea. España cuenta con una cultura musical tan mínima como inexistente pese al reciente crecimiento del número de auditorios, orquestas, óperas etcétera, muchas veces con más pompa y cáscara que con verdaderos contenidos. La formación musical desde la infancia no existe, los conocimientos musicales posteriores son desastrosos, e incluso los estudios superiores de música aún no se rigen por un sistema universitario propio, como en todos los países avanzados culturalmente. La frase "yo de música no entiendo" es el estigma que lleva casi todo español. No está de más señalar que salvo unos pocos ejemplos (Gerardo Diego, Valente, etcétera), en España los intelectuales han estado de espaldas a la música en los últimos decenios, hasta un punto vergonzante si lo comparamos con escritores, poetas o filósofos de otros países (Adorno, Mann, Eco, Kundera, etcétera).
Es normal que al señor Azúa no le guste Schönberg; con él estará una inmensa mayoría de españoles que no han oído ni su nombre ni su música.
José María Sánchez VerdúReivindicar el arte de consumo de mayorías como indicador de lo que es bueno es tan banal que no merece ni respuesta. Todo arte exigente y excelente no es en principio para mayorías, siempre ha sido así. De aceptar las ideas de supermercado de Azúa habría que excluir a Mallarmé, a Joyce, a Mondrian, etcétera, porque sus propuestas son "difíciles" y no aceptadas o "comprendidas" en un inicio por las grandes masas: ofrecen algo que a la vez exige, y eso no cabe en las ofertas del supermercado.

Afortunadamente, siempre existirá un arte de creación comprometido, difícil -el arte es una forma de transmisión de conocimiento, no sólo de diversión y espectáculo, como parece creer Azúa-. No podríamos aprehender una cultura sin el rigor y compromiso de los creadores que han arriesgado y abierto nuevos caminos. "Ningún arte, literatura o música estúpidos perduran. La creación estética es inteligencia en sumo grado" (G. Steiner, Presencias reales). Beethoven fue acusado de hacer ruido, de ser incomprensible; Bach, de ir contra las leyes de la música. ¿Dónde estarían los Azúas de entonces? Sin duda, también contra ellos.

En mi opinión, Sánchez Verdú malinterpreta de forma palmaria el escrito de Azúa, que simplemente pretendía hacer un diagnóstico (crítico, desde luego) de la situación actual: una mayoría del público ha vuelto la espalda a los compositores serios de nuestros días, y eso, por más problemático que pueda parecernos el empleo del término “público” (“¿Qué público?”, claman los compositores modernos, y no les falta razón), es una realidad incontestable, que puede cifrarse estadísticamente en las preferencias a la hora de asistir a los teatros o de la compra de discos. No entraba desde luego Azúa en cuestiones de “gusto”, como él mismo aclararía (“Particularmente, me encanta Schoenberg”), ni siquiera en si las obras más objetivamente minoritarias merecen ser apoyadas institucionalmente (cuestión sobre la que se pronunciaría después), pese a lo cual Sánchez Verdú arremetía contra él dando por hecho que el artículo de Azúa suponía un “ataque contra Schoenberg” y contraponiendo la idea de un “arte comprometido” (que sería el que defienden los insobornables músicos de vanguardia) con la de un “arte superficial” (en esencia, conservador y plegado a los gustos mayoritarios impuestos por el mercado, que supuestamente defendía Azúa). Su argumentación se basaba además en algunos tópicos que convendría matizar. Ni toda la intelectualidad española es sorda e ignorante en materia musical (aplicarle eso a Félix de Azúa, que ha ejercido la crítica musical, extremo que a lo mejor Sánchez Verdú ignora, parece además bastante injusto) ni pueden establecerse comparaciones entre las distintas artes sin tentarse antes muy bien la ropa (un cuadro se ve en una exposición mientras se camina tranquilamente y se charla con un amigo; la música exige tiempo, silencio, atención) ni el supuesto rechazo que pudieron sufrir Beethoven o Bach (más mítico que real, por mucho que algunos críticos despreciaran algunas de sus obras, desprecio que, en el caso de Bach, se fundamentaba en su carácter conservador) es asimilable ni remotamente a la situación de buena parte de la creación de vanguardia. La carta de Sánchez Verdú, escrita además con cierta torpeza de estilo, dejaba demasiados flancos abiertos (la primera frase resulta especialmente desafortunada) y Félix de Azúa, peso pesado de la reflexión artística en nuestros días, los atacó todos sistemáticamente en un nuevo artículo publicado por El País el 9 de diciembre (Triste atraso de los avanzados).

Triste atraso de los avanzados
Ya sabía yo que ni siquiera tomando precauciones (¡mira que avisé de que "Schoenberg" sólo era una metáfora!) evitaría la indignación de un puñado de honestos trabajadores de la música. Hay asuntos que, en cuanto se tocan (la madre, la patria, la Virgen del Pilar, Schoenberg), hacen brotar a los defensores del honor perdido como setas en otoño.

A mi anterior artículo, en donde planteaba el inútil problema de quién decide sobre el valor de una obra de arte y la terca resistencia del público a aceptar la música de Schoenberg (algo que no sucede con otros artistas igualmente exigentes), le florecieron las contestaciones. Muchas, asombrosamente, por parte de españoles que ejercen de maestros de música en Alemania. Parecía un coro de Moisés y Aarón. Sin embargo, algunos profesores desafinaban. Uno de ellos me acusaba de antisemitismo, lo que da idea de la solidez de su pensamiento. Me chocó que escribiera "Schönberg". Al parecer ignora que el compositor se quitó la diéresis para distanciarse de la grafía alemana.

Más interesante era la carta de J. M. Sánchez-Verdú, cuya tarjeta de presentación (profesor de Composición de la Robert-Schumann-Hochschule de Düsseldorf. Berlín. República Federal de Alemania) podía parecer la de una marquesa de Serafín a quien no conozca estas escuelas de la Alemania profunda. Sus argumentos, en cambio, eran interesantes porque componían el arquetipo del moderno prehistórico que todavía se agita en algunos ambientes detenidos en 1970. Me van a permitir un análisis, argumento por argumento, dado su valor pedagógico.

Comienza diciendo que mi artículo es "un ejemplo de la libertad de opinión que una democracia conlleva", como si no le gustara nada, pero no hubiera más remedio que tolerarlo. Algo así como si admitiera que las mujeres pueden llevar pantalones, aunque sea de mal gusto. Luego dice que Schoenberg es el equivalente de Mies en arquitectura, Joyce en literatura y Kandinsky en pintura. Un poco precipitado. Algo ha cambiado en el panteón de las vanguardias históricas desde 1950. Mies el silencioso y Schoenberg el expresivo no son equivalentes, sino opuestos. Y Joyce, reconstructor de Homero, no tiene la menor relación con el armonista vienés que deconstruye a Bach. Añade el profesor: "(El artículo) Es una muestra más de la ignorancia, sobre todo musical, que nos rodea". Debería haber añadido: "Ignorancia de la que yo me he librado, y aquí estoy, oh, Señor, dando testimonio y repitiendo tópicos del Adorno de la posguerra".

Sigue luego una larga jeremiada sobre la ausencia de estudios musicales en España con la que estamos todos de acuerdo, ni musicales ni de ningún tipo, pero luego dice que "es normal que al señor Azúa no le guste Schoenberg", y ahí patina. No voy a defender mi amor por el vienés porque es algo trivial, lo que está en discusión no es un asunto de "gusto" (como quisieran los idealistas), sino de aceptación popular (como quieren los pragmáticos). El profesor continúa aferrado al elitismo modernista, persuadido de que el gusto musical por Schoenberg es superior, digamos, al gusto musical por Sibelius. Con ese planteamiento agonizó hace medio siglo la estética soberanista, incapaz de aceptar que los productos artísticos no son la manifestación de una Verdad Oculta y Superior, sino una propuesta para entrar en un juego social ritualizado. Los adornianos tienen problemas con el público, con el jazz, con Stravinsky, con la música de cine, con los juegos populares, que no tienen los benjaminianos.

En lo tocante al público, otro español en Alemania protestó indignado asegurando que cuando él acude a un concierto de Schoenberg tiene grandes dificultades para encontrar entradas ("incluso en Madrid", decía, como si fuera Puerto Urraco) y el teatro está siempre lleno hasta los topes. Seguramente se confunde de Schoenberg. Yo hablaba de Arnold, no de Jimmy Schoenberg. De todos modos, por profesionalidad periodística, hice una encuesta entre los programadores de Barcelona y fueron unánimes. Cuando programan un Schoenberg, siempre lo equilibran con Britten, Prokófiev, Falla o Mozart.

Tampoco es decisivo: el CD relativiza la cuestión. Dado que tengo medio centenar de grabaciones de Schoenberg, eso significa que otros doscientos mil, tirando corto, también las tienen. Lo cual traslada el interrogante a otro lugar más noble. Ya que nos obligan a hablar del Schoenberg real y no del metafórico, digamos que emprendió una revolución armónica a comienzos del siglo XX que ya había fracasado cuando se estableció en California a finales de los años treinta. El dodecafonismo es hoy una curiosidad histórica similar al trobar clus. Dudo de que los músicos jóvenes se empeñen en componer con esos mimbres, a menos que hayan decidido vivir eternamente de subvenciones públicas. No obstante, ése es el aspecto más atractivo de Schoenberg: su fracaso (que no comparte con Webern y Berg). No se equivocaba Thomas Mann cuando lo eligió como símbolo de la hecatombe germana. Su importancia negativa es indudable, ya lo dije en el artículo anterior, pero eso no lo hace más popular. Representa un final, no un comienzo.

El profesor se desuela luego: "Reivindicar el arte de consumo de mayorías como indicador de lo que es bueno es tan banal que no merece ni respuesta". Lástima. Sería interesante conocer la respuesta. Sobre todo porque luego viene ese topicazo de que "el arte exigente no es para mayorías" y que "no cabe en las ofertas del supermercado". Mi abuela estaba más al día. La parte viva de la estética actual lleva años demoliendo el romanticismo con naftalina que se prolongó hasta la escuela de Nueva York y Clement Greenberg. No puedo encargarme ahora de su tutela, bastante tengo con mis alumnos, pero por lo menos el profesor Sánchez-Verdú podría leer el clásico de Noël Carroll Mass Art (Oxford, 1998). A lo mejor le ayuda a vivir con menos pretensiones y a respetar un poco más los supermercados.

Este asunto de Schoenberg puede parecer esotérico a muchos lectores de EL PAÍS, lo que ya da idea del éxito del compositor y lo llenos que están los teatros donde se le interpreta, pero es asunto general y severo de una vieja escuela autoritaria. Por eso lo puse yo como ejemplo equivalente del concierto del Estatuto catalán, otro modelo compositivo admirable, de finísima inteligencia, elogiado por expertos y entendidos, novedoso y audaz, pero condenado a no ser aceptado por un público que no está para finuras de laboratorio, porque bastante tiene ya en su casa. Si tiene casa. No es el mejor momento para ensayar un nuevo despotismo ilustrado a la manera de la vanguardia del proletariado.

Podríamos presentarlo de este modo: hasta los años sesenta del siglo XX, era una verdad establecida que los juicios artísticos y culturales precisaban una preparación técnica y científica, sin la cual no podía ejercerse un juicio adecuado. Todavía hay compositores que justifican sus partituras diciendo que han usado modelos fractales o la serie de Fibonacci, como si no fuera suficiente oírlas. El proceso de transformación de la vieja cultura burguesa en industria cultural, del Arte en espectáculo de masas y de las obras de arte en objetos del turismo global sitúan las cosas en otro contexto. En el que, por cierto, no está de más darse una vuelta por la filosofía. La mejor amiga de las artes en estos momentos expansivos.

Uno puede negar rotundamente el derecho de las masas a introducir los productos de las artes en su vida junto a la gastronomía y el fútbol, como exige nuestro profesor de música, pero esa manifestación de impotencia está condenada a figurar junto a todas las posiciones reaccionarias de la historia. La exclamación "¡ya no pintan vacas, sólo manchan las telas!" es una queja exactamente equivalente a "¡cuánta ignorancia, han pasado cien años y no aceptan a Schoenberg!". Ambas quejas están diciendo: "¡No entiendo nada de lo que está pasando!".
Desde los hermanos Schlegel sabemos que la democracia no le sienta bien al Arte (siempre que va con mayúscula, es el hegeliano). Como profetizó Benjamin hace casi ochenta años, la democracia ha matado al Arte. Por fortuna, eso ha liberado una legión de artes (gráficas, plásticas, sonoras, visuales, virtuales, corporales...) que se adaptan perfectamente a la democracia de masas. Con un éxito notable. Y ya iba siendo hora. No se veía nada igual desde las caóticas fiestas de los Dada.


Asunto totalmente distinto es que aceptemos, o no, la democracia de masas.

La carta de Sánchez Verdú propició, en cualquier caso, el traslado de la polémica a un terreno tan arduo como bien conocido: el de si es posible establecer juicios universales sobre el valor de las obras de arte y quién está autorizado para hacerlos. Azúa asume las teorías de Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. “La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a nacer, todo comportamiento consabido frente a las obras artísticas. La cantidad se ha convertido en calidad: el crecimiento masivo del número de participantes ha modificado la índole de su participación. Que el observador no se llame a engaño porque dicha participación aparezca por de pronto bajo una forma desacreditada”, afirma Benjamin, y en justa correspondencia, Azúa celebra cómo, al amparo de las sociedades de masas, “una legión de artes (gráficas, plásticas, sonoras, visuales, virtuales, corporales...)”, en principio desacreditadas, han conseguido liberarse de los prejuicios hegelianos y adornianos sobre el auténtico valor del Arte (con mayúsculas, absoluto), que sólo correspondería enjuiciar a una elite de expertos y técnicos, perfectos conocedores de la dialéctica entre tradición y renovación a lo largo de la Historia y, por tanto, preparados no sólo para discernir científicamente qué objetos pueden ser considerados artísticos y cuáles no, sino incluso para prever la evolución de las diferentes tendencias estilísticas en el futuro.

Si no pueden establecerse escalas de valores dentro del panorama del arte, si ni siquiera puede afirmarse con certeza qué cosa sea arte y qué no, parece claro que debe de ser el mercado el que se encargue de filtrar la producción y consumo de los objetos nominalmente artísticos, igual que es el mercado el que provoca el triunfo de una marca de servilletas y la desaparición de otra o el éxito de un juego electrónico y el olvido de otro. Es a esto a lo que Sánchez Verdú llama convertir la gran cultura en cultura de supermercado. Pero, pensándolo con un poco de frialdad. ¿No ha sido esto en realidad siempre así? ¿No escribía Bach las cantatas que sus patronos de Leipzig le exigían, no componía Haendel las óperas que el público londinense quería oír, no escribía Mozart poniendo especial cuidado en que sus obras gustasen a su público, no dependía Beethoven de que sus partituras fueran aceptadas por los editores y vendidas? ¿Qué ha cambiado? Acaso sólo el volumen del mercado del arte. Hasta finales del siglo XIX, formado por elites ilustradas. La irrupción de las masas en la Historia lo transformó de manera radical.

Afirma Sánchez Verdú que el arte “es una forma de transmisión de conocimiento, no sólo de diversión y espectáculo”, y es difícil no compartir, así, en bruto, esta afirmación, por más que quede flotando en el aire qué tipo de conocimiento transmite, pongamos por caso, una sinfonía de Mendelssohn. Acaso tenga también razón Azúa cuando señala que los productos artísticos no son otra cosa que una “propuesta para entrar en un juego social ritualizado”, lo que daría al concepto de “conocimiento” un barniz pragmático que escapa sin duda a la idea hegeliana de lo Absoluto. ¿Significa todo esto que hemos de renunciar al juicio estético, que hemos de conformarnos con ofrecer, convenientemente ordenados por estantes, los diferentes productos que se presentan a la contemplación pública sin atrevernos a establecer ningún tipo de jerarquía entre ellos? ¿Significa que se acabaron los modelos y, en consecuencia, la posibilidad de proponer a los jóvenes aquello que consideramos “lo excelente”? ¿Significa que es un abuso tratar de mantener las subvenciones oficiales a los productos minoritarios o que jamás podrían sobrevivir en un mercado libre, que deberíamos dejar morir a la ópera, al llamado cine de autor o a las propuestas teatrales más rompedoras y audaces?

Demasiadas preguntas, y demasiado complejas, como para pensar resolverlas en un simple comentario como este. Mi pretensión es desde luego bien distinta. Quien me conoce sabe que no tengo especial debilidad por buscar la verdad en el término medio. Es más, pienso que la mayoría de las veces las verdades se balancean orondas y diáfanas en los extremos. Sin embargo, desde el principio, desde que leí la carta de Sánchez Verdú respondiendo a algo que en realidad Azúa no había escrito, me di cuenta de que en los discursos de ambos pueden encontrarse razones poderosas, defendibles, y que podría intentarse hacer con ellas una síntesis que fuera aceptable como guía para moverse en terreno tan resbaladizo. No pretendo hacer aquí esa síntesis, pero sí defender la vigencia del canon, el esfuerzo por destacar la excelencia allá donde se encuentre, el trabajo, aun incomprendido y minoritario, de los creadores que buscan formas nuevas de decir las cosas de siempre y la necesidad de que podamos elaborar criterios sólidos para valorar lo novedoso.

Por supuesto que es imposible hacer juicios estéticos universales, que, como dice Azúa, el arte es una forma de relacionarse dentro de una sociedad que ha desarrollado, por razones complejísimas y enmarañadas, determinadas estrategias de expresión y no otras. A mí me puede provocar una emoción intensa la Pasión según San Mateo, pero es muy posible que a un pigmeo lo deje indiferente, y no existen criterios válidos para afirmar que mis emociones cuando escucho la Pasión son más legítimas que las que siente el pigmeo enfrentado a sus formas de relación artística, luego social. También resulta evidente que la democracia de masas ha provocado en Occidente una transformación radical de las relaciones sociales, luego artísticas, que, como dice Benjamin, la calidad se mide hoy en gran medida por la cantidad. Pero igualmente pienso que las sociedades tienen tendencia a anclarse en el pasado, que una civilización es en gran parte lo que ha sido, aquello que la hecho avanzar y desarrollarse manteniendo un alto grado de cohesión social, y que ahí, justo en la historia, en el despliegue de las distintas artes a través del tiempo, con su inmenso potencial simbólico, están las claves que nos permiten deslindar lo bueno de lo malo, lo mejor de lo peor, y que esa labor, aun siendo compleja y delicada, es fundamental para preservar los valores que nos han hecho ser lo que somos, unos sujetos permanentemente atrapados entre la conservación y la exploración, avanzando a menudo a base de rodeos, pataletas y represiones, de estrellarnos contra muchos muros y de levantar otros, de recorrer caminos sin salida y tener que dar la vuelta. Es por eso que creo, como Sánchez Verdú, que hay que dar una oportunidad al arte más reflexivo, al más aparentemente abstruso, al que trata de encontrar esos nuevos caminos de expresión, al que se alimenta de la tradición, pero no para guardarla en el baúl con unas bolitas de naftalina, sino para sacarla a la luz y renovarla, y que eso no significa firmar cheques en blanco a cualquier tipo pretencioso y estrafalario que anuncie la epifanía de lo aún más moderno, que es necesario denunciar la estafa y la desfachatez allá donde se encuentren, y que precisamente por eso no podemos renunciar al juicio, el único instrumento que puede garantizarnos que en el futuro lo de siempre no será siempre lo mismo.

11 comentarios:

lukas dijo...

Excelente comentario final, Paolo, estoy contigo: hace falta un canon, hay que desarrollar el juicio, los críticos son importantes, y compositores comprometidos (con el arte musical, no con políticas determinadas) más necesarios aún. Así que Azúa se equivoca si de alguna manera apoya el avance del mercado, como parece ser, y es, en su segundo artículo, que además, es una forma de ningunear a un excelente músico. Azúa es un cínico, en la estela de Baricco, otro falso melómano.

Egonauta dijo...

Esta vez me equivoqué completamemte. Al contemplar el lento deslizar del cursor de la ventana, anunciando la longitud del post, predije un pronto abandono de la lectura ¡Craso error! Me he quedado prendido de los textos y los he degustado de cabo a rabo. Conclusión primera: Tengo que leer a Azúa con más asiduidad. La segunda: Es algo que ya hago. La tercera: Quedó el rabo por desollar ¡¡El Estatut!!

Y me pregunto: ¿Leyó Lukas bien tu comentario final?

Saludos

Egonauta

Anónimo dijo...

Tengo un foro en el que colgué el 10 de noviembre pasado el magnífico artículo de Félix de Azúa y en el que lo comentamos largamente, acabando en otra cosa, como suele ocurrir, hasta el 15 de diciembre. Hubo cosas interesantes y, por si tiene curiosidad, aquí le dejo el enlace: http://www.emboscados.com/foro/viewtopic.php?TopicID=1488&page=0

Estoy totalmente de acuerdo con lo que escribe usted aquí y sólo quiero añadir que, en mi condición de músico, me siento profundamente abochornada de la torpeza intelectual de mis compañeros. La carta de José María Sánchez Verdú era lamentable en su fondo y en su forma y, aunque afirmara verdades de perogrullo, su modo de exponerlas, su palpable demostración de que no había entendido absolutamente nada del artículo, producían verdadero sonrojo. Fundamentalmente no había entendido que Félix de Azúa no hablaba de música, para lo que está perfectamente capacitado, no sabía quién es Félix de Azúa ni nada de su apabullante capacidad intelectual (y musical), cultural y de expresión. Se limitó a su parcelita raquítica, limitada, estrecha y hablaba de la falta de cultura musical de nuestro país desde su incultura general, eso sí, desde Alemania. Me espanta ver el cajoncito en que meten nuestros músicos la Música y el flaco servicio que le hacen cuando se ponen a defenderla.

Sólo me decepcionó enormemente la prepotencia de Féliz de Azúa contestando a una carta al director desde un artículo y como una apisonadora, ridiculizando al pobre y limitadito músico.

Relamente un bochorno por donde se mire.

Paolo dijo...

Bien. Ya dije que la cuestión me parece muy compleja y que creo que hay un fondo de razón en los dos tipos de discurso. Decir que tras la SGM la música culta se ha distanciado en gran medida del que fue su público es un diagnóstico sólo parcialmente acertado, ya que supone aceptar en gran parte las propias tesis del dogmatismo de Darmstad, según la cual Shotakovich, Britten o Joaquín Rodrigo no serían músicos de vanguardia. Comparto con Azúa la opinión de que buena parte de la música llamada a sí misma de vanguardia se asentó, al menos entre los años 50 y 80, en un discurso teórico que había que conocer para penetrar sus secretos, pero me choca especialmente cuando mucha gente afirma que el problema es que ellos no entienden las obras de Boulez, como si entendiesen una fuga de Bach.

El dogmatismo de los grandes prebostes del serialismo y de los postulados salidos de Darmstad ha hecho mucho daño a la música, al identificar a los ojos de la gran mayoría la vanguardia con una forma muy concreta de entenderla, en la que lo que primaba no era realmente la propia música, sino la novedad por sí misma, la experimentación por la experimentación, lo que cerró cada vez más el círculo de sus seguidores, de los entendidos, hasta que todo aquello, por fortuna, saltó por los aires.

Comparto con Azúa que el arte no es más que una forma de ritualización de las interacciones sociales, y que no tiene ningún sentido si en lugar de compartido se convierte en impuesto desde arriba. Ahora bien, habría que profundizar y matizar mucho sobre esa supuesta imposición que muchos denuncian y penetrar mucho más en qué se quiere decir cuando se habla de público. Habría por ejemplo que tener también en cuenta que la gran revolución musical del siglo XX no la trajeron ni Debussy ni Schoenberg ni Messiaen, sino el fonógrafo y el cambio radical sobre la escucha que propició. Hoy vivimos anegados en música impuesta, que no es precisamente la salida de los compositores de vanguardia.

En cuanto a la polémica concreta entre Azúa y Verdú, sobran las descalificaciones de Verdú a Azúa ("Es un ignorante") como el desprecio y la prepotencia con que Azúa trata a Verdú. Conozco personalmente a Sánchez Verdú y puedo asegurarte, Anacrusa, que es una persona con una cultura impresionante, que habla con notabilísima brillantez (no lo refleja en la carta, es cierto) y, lo más importante, es un músico extraordinario, en mi opinión el mejor compositor español de nuestros días.

Paolo dijo...

Mientras salía a comprar el pollo para el almuerzo (pobre pollo) y arreglaba un enchufe, he caído en que se me había pasado una cosa por comentar en referencia a lo que decía Lukas. Y es que cuando leí el famoso libelo de Baricco que hacía alusión en el título a las vacas de Wisconsin y no sé qué cosa más tuve la sensación de que me encontraba ante alguien que no se había enterado absolutamente de nada y dictaba lecciones con terrible arrogancia desde su parcelita de intelectual posmoderno. Si el diagnóstico sobre la fractura entre compositores y público era más o menos acertado (pero no original) me molestó especialmente esa afirmación de que toda la música de vanguardia era un profundo error y que los compositores del siglo XX en realidad lo que tendrían que haber hecho era seguir componiendo como Mahler y como Puccini, que eran aquellos que habían entendido a la perfección que la música había devenido en espectáculo de masas. ¡Ni les cuento la masa que se apelotona delante de los auditorios cuando se programa una sinfonía de Mahler y las trifulcas que tienen lugar por acceder a las entradas de una Bohème!

En fin... Para colmo, luego me atreví a leer Seda.

Anónimo dijo...

Sigo estando de acuerdo, en líneas generales, con casi todo lo que has escrito. Añadiría que una revolución casi mayor que la que mencionas del fonógrafo y que modificó aún más la escucha de la música, ocurrió antes, al popularizarse la música "culta" y salir de los salones e iglesias. Cuando aparecieron las salas de concierto, creció el auditorio y dejó de ser partícipe-complice de lo que se producía en el concierto. El paso del juego al misterio en el modo de oír la música, que decía Federico Sopeña.

También conozco personalmente a Sánchez Verdú y desde hace muchos años; conozco trato y mis amigos y familia están entre ellos prácticamente a todos nuestros músicos (formamos un mundo muy pequeñito). Tengo gran afecto a Sánchez Verdú y también estoy de acuerdo en que es un estupendo músico (no llego a tanto como a considerarlo el mejor compositor epañol de nuestros días, ni muchísimo menos) y sí me parece una persona culta y de expresión fluída en el trato directo. Sánchez Verdú ha estudiado mucho; ha trabajado enormemente, pero le falta mucho, muchísimo para ser interlocutor de igual a igual de Félix de Azúa. Para serlo, es cierto, no basta con ser culto, hay que tener una mente radiante y a eso me refiro al hablar de nuestro limitaditos músicos. Hay grandes estudiosos ya (afortunadamente), pero con esa crispación, pizquita petulante, que caracteriza a algunas personas cultas y que deja al descubierto una simple carta como de la que hablamos que no sólo es torpe en lo mecánico, lo es en la reflexión que la motiva. Habría sido mucho más divertida la polémica si Sánchez Verdú tuviera otros vuelos intelectuales. Yo lo hubiera preferido, entre otras cosas, porque soy músico y estoy deseano que haya alguien que tenga un discurso intelectual brillante desde la música y no desde otras disciplinas.

Pese a la gran cultura de Luis de Pablo, en España sólo tenemos a un músico que se podría "medir" con Azúa, pero que no lo haría jamás, que es Ramón Barce y no hablo del resultado sonoro de su obra, me refiero al talento deslumbrante que le "adorna" y a su mente luminosa.

Un saludo cariñoso.

Paolo dijo...

Sí, Barce sí es un intelectual en el más amplio sentido del término. Además sus conocimientos de la literatura del siglo XX (en realidad, es catedrático de literatura) son casi más amplios que los que tiene acerca de la música. Como compositor me parece interesante, con un estilo (y un método) propio y personal, aunque el resultado no me apasiona

Anónimo dijo...

Sí, su sistema de niveles :-) que creó por el mero y viejo deseo de tener unos límites que transgredir cuando todo es libertad. La pena es esa, el resultado. Una prueba de que algo técnicamente perfecto puede no resultar atractivo, pero es una mente luminosa, de una modestia apabullante, como todos los grandes que saben lo que desconocen, con un sentido del humor delicioso. Además es un magnífico traductor y uno de nuestros pocos músicos capaces de dar una charla, amena, sobre música, literatura y explicando un sistema filosófico con una sencillez magistral y en varios idiomas; capaz de hacer citas eruditas, sin resultar redicho y sin decir la página y edición de donde tomó la cita, que es algo tan espantoso en el lenguaje hablado.

Y todo eso se convierte en el mero resultado lógico de la persona maravillosa que es.

No se qué me ha pasado que me he saltado, no había leído su mensaje (el del pollo y el enchufe). El libro de Baricco es nefasto, una boutade en que hay capítulos verdaderamente hilarantes, en que asevera verdades como puños, pero en el que se le nota su enorme desconocimiento musical y, lo más grave, el que está dispuesto a cualquier cosa por llamar la atención. Baricco es nada, es pura pirotécnia que puede permitirse por el absurdo atroz, que sólo se produce con la música, de que cualquier indocumentado musical, puede perorar y sentar cátedra sobre música con que sea aficionado y algo culto en otras disciplinas. Hice una crítica de ese libro en "Leer" que parece que le enfadó mucho. Je, je. Nada, pero nada que ver co Félix de Azúa.

Saludos.

Egonauta dijo...

¡¡¡¡¡Plas, plas, plas, plas!!!!!

Srta. Experimental dijo...

Paolo... vuelvo de vacaciones, deambulo por internet, finjo que me entretengo... pero en breve pongo rumbo a su telaraña buscando refugio, asqueada de tanta pamplina y, fíjese, siempre me voy con una sonrisa enorme. Bajo su tejado aprendo realidades.

Paolo dijo...

Vaya, andabas por aquí. Gracias por el elogio, que es una forma de quitarme las telarañas de encima...