jueves, 26 de enero de 2006

Fusión

En los últimos años, el concepto de fusión se ha puesto de moda en el mundo del arte, singularmente en la música. Arrumbada en el desván de lo políticamente incorrecto la idea de modernidad que nació con los ilustrados, en su lugar se ha alzado un tótem formado por un batiburrillo de nociones confusas que, borrosa e inconexamente amalgamadas, han sido impuestas no sólo como la explicación más plausible de la realidad, sino como la única éticamente aceptable. Entre esas nociones, la de la multiculturalidad se ha infiltrado de tal forma en el pensamiento cotidiano y ha conseguido un estatus de tan inocua respetabilidad que puede resultar muy peligroso aceptarla sin someter previamente todos sus recovecos a una mínima crítica.

Igual que ocurre con la discusión sobre el término ‘nación’, que los nacionalistas periféricos pretenden hacer pasar envuelto en el papel de charol del culturalismo historicista para, una vez aceptado por todos, dar el salto lógico y reclamar lo que se deriva de sus implicaciones políticas, por ‘multiculturalismo’ nos quieren vender su capa folclórica y externa, una vez más meramente vinculada al costumbrismo, una gastronomía, una forma de vestir, una música, una forma de rezar, para una vez aceptado todo eso (¿quién puede negar el derecho de la gente a comer lo que le dé la gana, a vestirse como le plazca o a tocar el tambor y la balalaika en lugar del violín y el piano?), deducir las implicaciones jurídicas que de esa singularidad cultural se derivan. En el relativismo extremo al que nos ha conducido la filosofía posmoderna (¿quién pensaba que lo de Derrida no eran otra cosa que discusiones de catedráticos y eruditos, que jamás alcanzarían la plaza pública?), esta multiplicidad a la hora de entender las relaciones humanas se tendría como un bien deseable, y su opuesto, la uniformidad, como una forma de imposición autoritaria y deleznable. Por supuesto, mientras todo se quede en la superficie costumbrista no hay nada que objetar. El problema es que se pretende dar el salto de la cultura entendida como conjunto de costumbres de un grupo de individuos determinado a la cultura entendida como civilización. Y una civilización no es, en último término, otra cosa que una forma de entender el Derecho. Y, claro, ahí la cosa se pone ya delicada. Una sociedad no puede aceptar el solapamiento de dos o más formas de concebir las relaciones jurídicas entre sus miembros, de forma que la pertenencia a una u otra comunidad cultural determine el nivel de derechos de cada cual. Eso repugna a la noción de modernidad (y espero que de igual modo repugne a los posmodernos). Pero es que es eso, y no otra cosa, lo que late bajo la etiqueta de la multiculturalidad. Aterra pensar que esta sociedad relativista que estamos construyendo empiece considerando aceptable que las niñas musulmanas lleven, por imposición paterna, un pañuelito atado a la cabeza, luego que dejen de asistir a clase de gimnasia, más adelante que la obligatoriedad de la educación hasta determinada edad sea adaptable a su realidad cultural y social y más allá que puedan ser cambiadas por dos camellos en unas alegres vacaciones familiares de verano. Las sociedades (las civilizaciones) no son multiculturales. No pueden serlo. Las sociedades (las civilizaciones) son mestizas. Cuando alguien dice que vivimos en una sociedad multicultural no sabe en el fondo lo que está diciendo. ¿Que unos comen cerdo y otros cordero, que unos llevan el pelo rapado y otros se dejan crecer la barba hasta que se pueden hacer un nudo con ella en las caderas, que unos bailan agarrados de las manos y otros dando saltos con pértiga? ¿Y cuándo no?

No son esos, por llamativos que puedan parecernos, los elementos definitorios de una civilización. El Derecho. Desde los romanos, el Derecho, un Derecho que en nuestro caso se basa, tras la revolución francesa y de forma quiero creer que irreversible, en la categoría de ciudadano y la igualdad de todos los ciudadanos ante una ley que ya no admite tribunales de honor ni excepciones por razones de nacimiento, raza, lengua, sexo... (eso que ha costado tanto y deberíamos sabernos todos tan bien).

El mestizaje. Esa es la naturaleza del hombre. Ser gregario por naturaleza. Ser mestizo. Todos somos producto de la fusión de incontables elementos, tanto materiales como intangibles, muchos de ellos opuestos y amalgamados con el lento paso de los siglos. Hablar de fusión en la música no deja de ser por ello una tautología. Toda música es música-fusión. Ya sé, ya sé que el término ‘fusión’ suele emplearse de modo mucho más pedestre, como referido al encaje entre diversos estilos, terreno tremendamente resbaladizo, pues no basta poner juntos, pongamos por caso, a un guitarrista de jazz y a un cantante de flamenco para obtener música-fusión, igual que un puñado de chícharos y un trozo de chorizo en un plato no hacen por sí mismos un potaje. Y es que la fusión, entendida en este nivel, con la que muchos parecen haber descubierto un agujero negro en el centro de la galaxia, también ha existido siempre. Los compartimentos estancos jamás han dominado el terreno de la música. Todas las tradiciones han sido siempre permeables a elementos en principio ajenos. ¿Qué son las Cantigas de Santa María sino un ejemplo inconmensurable de fusión de estilos, qué es la viola da gamba sino un instrumento producto de la fusión de otros, qué significa el, incluso abusivo, empleo de la chacona, danza popular llegada de América, en la música culta europea del Barroco, en qué punto los cantantes populares napolitanos no reinventaban su propio estilo partiendo de lo que crearon los compositores cultos a partir de las tarantelas y otras danzas folclóricas, qué son sino fusión las canciones populares armonizadas por Falla o García Lorca, qué hizo Bartók, utilizando melodías y ritmos populares de Hungría o Rumanía sino un ejercicio máximo de fusión, no llevó Janacek la fusión hasta sus últimas consecuencias al emplear la musicalidad del lenguaje hablado que oía por las calles para componer sus óperas, etcétera, etcétera, etcétera? La fusión no es pues un invento posmoderno. Es más, en nuestros días su contenido se ha desdibujado y aun vulgarizado notablemente, al pretenderse que cualquier cosa que tenga orígenes distintos y suene a la vez o de modo alterno es fusión. Pocas experiencias más ridículas en mi vida que la de aquel concierto en que el grupo de Michael Nyman compartió escenario con un conjunto de música andalusí. Aquello no había por dónde cogerlo. Basura para yuppies desencantados. Porque para que podamos hablar de fusión no basta con sonar a la vez o con tocar una misma melodía de forma diferente. No. Para que exista fusión hay que integrar las características del otro estilo en el tuyo propio. E integrar no significa incluir o solapar sin más. Para integrar es necesario llegar a la esencia de lo que es distinto y ofrecerlo desde tu estilo, de modo que aunque pueda reconocerse la base de lo extraño, quede de tal forma mimetizado en tu propia forma de hacer que pase a formar parte de tu particular acervo. Salvando las distancias, lo que hizo Hernán Ruiz con el cuerpo de campanas para la Giralda. Pura armonía en la mezcla.

No dejó de resultar interesante, por ello, el experimento que vivimos el pasado martes en el Centro Cultural El Monte, con la actuación del Cuarteto Takács acompañado por el conjunto Muzsikás y la cantante Márta Sebestyén. Música de Bartók, acompañada por las piezas folclóricas en las que el compositor se inspiró, en ocasiones de forma por completo estilizada, como en el impresionante Cuarteto nº4, en otras, adaptando las originales melodías campesinas, como en los Dúos para dos violines o en las Danzas populares rumanas. En la línea de lo que vengo diciendo, el espectáculo en sí mismo tuvo poco de fusión. No fue fusión que Muzsikás tocase una danza o Sebestyén cantase una balada popular y, a continuación, el Takács ofreciese la versión hecha por Bartók a partir de ese tema. ¡La fusión ya la hizo Bartók! Tampoco fue fusión el que un violinista del Tákacs interpretase los dúos junto a un violinista de Muzsikás, si éste tocaba a la manera culta (¿habría funcionado de otra forma?). Acaso fuese la danza final el único momento en que pueda hablarse de pura y genuina fusión, con todos (Tákacs y Muzsikás) interpretando conjuntamente una melodía, la original pasada por el tamiz de Bartók, que vuelve a los instrumentos rústicos en que éste seguramente por primera vez la oyó, y recogen a su vez unos violines modernos, productos refinadísimos forjados en siglos de mezclas y combates, interesante metáfora de la condición humana.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Me da usted envidia. Yo me enteré del concierto demasiado tarde.

Turulato dijo...

Evidente y claro como el agua.
Pero..; pero aceptarlo implica admitir la esencia de cada cosa tal cual es y no tal cual deseamos que sea.
Y deseamos que una cosa sea de un modo determinado por que así nos exige menos esfuerzo y compromiso.

La consecuencia es que a menor esfuerzo y exigencia mayor empobrecimiento vital.

Muchas gracias. Ha sido un placer leer el artículo.

Luis Caboblanco dijo...

Buen artículo, si señor; claro como el agua, cristalino. A mí, tambien me ha encantado leerlo

Paolo dijo...

Pues gracias, Turulato. Es curioso pero acababa de descubrir tu blog justo antes de leer este comentario.

No menos curioso deja de ser lo que me pasa contigo, Caboblanco, que hace meses que conozco tu página, que encontré buscando a través de Google no recuerdo ya qué detalle de historia (¿o era de mitología?) de Roma.

Sed ambos bienvenidos.

Anónimo dijo...

¡La cantidad de cosas que aprendo yo aquí! Si este blog no existiese habría que inventarlo. ;-)