miércoles, 27 de abril de 2005

Conciencias

El espectáculo que el PP y sus medios afines están dando a cuenta de la ley recién aprobada en el Parlamento que regula el matrimonio entre personas del mismo sexo resulta en verdad sorprendente y desalentador. Inducidos por los obispos y la prensa conservadora, dirigentes populares de todo rango y condición tratan de convertir el trámite legal de las bodas en un problema de conciencia, hasta el punto de que un número indeterminado de alcaldes y otros cargos públicos del partido afirman que se negarán a casar a parejas de homosexuales, ya que estas bodas van contra sus principios.

Se trata, de forma evidente, de un abuso de la clásula de conciencia, que la ley regula en otras cuestiones (como la del aborto o, en su día, la del servicio militar) de manera lógica y razonable. En este caso, sin embargo, no resulta ni lógico ni razonable apelar a la objeción de conciencia, pues nos movemos en un terreno bien distinto. El matrimonio no es otra cosa que un contrato civil entre dos personas, que exige unos requisitos a los contrayentes, les concede una serie de derechos y les impone unas obligaciones. La firma de este contrato se ritualiza públicamente, pero no es más que un trámite de carácter legal, en la que un funcionario (juez, alcalde, concejal) da fe de que los contrayentes se comprometen a aceptar las reglas que lo rigen. Simplemente. En el aborto hay un conflicto moral objetivo, pero aquí no. Es como si un funcionario de correos se negase a entregar los envíos de la Conferencia Episcopal, alegando que el contenido de los mismos atenta contra su ateísmo, o de un sex shop, por considerarlos inmorales; o como si un funcionario de tráfico se negase a matricular coches deportivos, por su evidente peligrosidad en las carreteras. La ley no admite objeciones para aquellos en quienes los ciudadanos han delegado su aplicación, salvo en los casos excepcionales contemplados por la propia ley. Todo lo demás resulta un subterfugio inaceptable y doloso, más en una cuestión como ésta, en la que ni siquiera parece pretenderse negar el derecho de las parejas del mismo sexo a firmar un contrato civil con las mismas cláusulas del matrimonio, sino sólo el hecho de que sea considerado nominalmente matrimonio. En el fondo, se trata de esa repulsión ideológica a que los invertidos se le peguen a uno más de la cuenta, repulsión asentada firmemente en la moral católica.

Por eso la llamada a la desobediencia civil por parte de miembros autorizados de la Iglesia Católica no debe ser mirada como una mera anécdota de carácter folclorista, sino como una realidad que afecta de manera decisiva a la línea de flotación de la convivencia cotidiana. En su entraña está la incapacidad de la derecha española para construir una opción de valores morales laicos, al margen del dictado de la jerarquía católica, una auténtica tragedia para la vida política de nuestro país. En último término uno desearía que la Iglesia llevase la clásula de conciencia que invoca hasta sus últimas consecuencias y renunciase a la financiación que le proporciona un Estado que permite prácticas que atentan contra sus principios morales. Sería un primer paso para alcanzar la efectiva separación entre la Iglesia y el Estado, que aún tenemos pendiente.

viernes, 22 de abril de 2005

Libros

Mañana es el día del libro. A esta hora, decenas de artículos alumbrados por insignes columnistas descansarán ya en las redacciones de decenas de periódicos de España incitando a la lectura. Yo también tenía que escribir el mío. Aquí va:

Leer no es bueno. Y no me refiero a la habilidad necesaria para descifrar un texto escrito, que resulta imprescindible en nuestra sociedad. Me refiero a leer por gusto, por placer, por cultivarse, por aprender. Leer no es (necesariamente) bueno. Goebbels se jactaba de que leía un libro cada día. Y no sé ustedes, pero yo no tengo al ministro de propaganda nazi en mi panteón personal de la bonhomía y la virtud. Leer (así, en abstracto) no significa nada. Leer no hace mejor a nadie. (Herr Goebbels es sólo un minúsculo pececillo en un mar de lectores inicuos.) Ni más sabio. Recuerdo a un bibliotecario muy moderno que se enorgullecía de que a su biblioteca acudían muchas amas de casa. ¿Qué leen?, le pregunté. Novelitas de Corín Tellado, que hemos comprado para ellas. Vale. Leer no hace más reflexivo a nadie. Es más, estoy convencido de que leer puede llegar a idiotizar, y, de hecho, tiene completamente idiotizada a buena parte de la juventud española, que se mueve entre magos con varita, tierras medias y el apasionante romance que destapa el último número del Pronto (tú pasa el paño). Un libro es sólo un manojo de hojas cosidas, que puede almacenar el más excelso poemario jamás escrito, la teoría científica más trascendente y la más apasionante narración, pero también las mayores estupideces salidas de la mente más obtusa del mundo, la más infame bazofia disfrazada de literatura y hasta manuales para descuartizar a los vecinos sin que se entere la policía. (Con la circunstancia de que todo aquello que sigue a la conjunción adversativa es hoy lo más habitual y, por consiguiente, lo más leído.)

“Ten un hijo, planta un árbol, escribe un libro”. Esta fórmula para la perduración del nombre y la simiente de los hombres en el mundo es una de las más dañinas que jamás haya imaginado nadie. No sólo puede afectar a la superpoblación y al equilibrio ecológico mundial, sino que es producto de que diariamente se editen en el universo millones de páginas absolutamente innecesarias e inanes. Todo el mundo quiere escribir su libro. Bien. ¿Pero por qué me tiene que tocar siempre a mí corregir aquellos que pergeñan los mayores agujeros cerebrales con los que haya podido toparme en mi vida? Ya lo sé. Para que luego todos ellos puedan comentar orgullosos a sus amigos: “He cometido un libro”.

domingo, 10 de abril de 2005

Símbolos

Santa Maria del Fiore. Florencia

Guillaume Dufay sólo pasó diez meses de su vida en Florencia (entre junio de 1435 y abril de 1436), diez meses que marcaron toda su existencia, pues el compositor flamenco sintió ya por siempre su destino unido al de la ciudad toscana. Nacido posiblemente en 1397, cerca de Bruselas, Dufay llegó a Florencia al ingresar por segunda vez en la capilla pontificia de Eugenio IV, que había abandonado en 1433 para convertirse en maestro de coro de la rica corte de Saboya, camino que volvería a repetir en 1437. El Papa había llegado a la Toscana con todo su séquito con el propósito de volver a consagrar la catedral florentina, Santa Reparata, que sería rebautizada como Santa Maria del Fiore tras la culminación del intenso proyecto de reconstrucción iniciado a finales del siglo XIII y al que había puesto majestuoso final la cúpula diseñada por Filippo Brunelleschi, a la que aún quedaban algunos retoques.

La solemne ceremonia de consagración tendría lugar el 25 de marzo de 1436, y para ella Dufay compuso Nuper rosarum flores, uno de los motetes más célebres y analizados no sólo del siglo XV, sino de toda la Historia de la música. Compuesta según la técnica de la isorritmia, la obra utiliza como cantus firmus el introito gregoriano que se cantó al comienzo de la ceremonia, Terribilis est locus iste, que Dufay coloca simultáneamente en los dos tenores en forma de canon libre. Ambos tenores son isorrítmicos y cada uno presenta el cantus firmus cuatro veces, según esquemas rítmicos (o taleas) diferentes, coincidentes además con una melodía (o color) distinta. El motete se compone pues de cuatro taleas, que empiezan en los compases 1, 57, 113 y 141 con veintiocho notas breves de silencio para los tenores, durante los cuales se desarrolla un dúo de ritmo libre entre las voces superiores (llamadas aquí triplum y motetus). A continuación, los tenores presentan el cantus firmus con otras veintiocho breves, por lo que cada talea cuenta de 56 notas breves.

En principio nada extraordinario. Lo que da al motete su carácter especial es la relación entre las proporciones rítmicas de cada talea. Si lo normal en la técnica isorrítmica era la de una progresiva disminución, aquí Dufay emplea la proporción 6:4:2:3. Fue precisamente esta característica la que desató a principios de los años 70 del siglo pasado todo tipo de especulaciones sobre el simbolismo del motete, pues se suponía que Dufay habría plasmado en sonido las proporciones del templo florentino, en concreto las proporciones de la nave (6) con respecto al transepto (4), al ábside (2) y a la elevación de la cúpula (3), proporciones que el compositor habría conocido de primera mano a través de Brunelleschi, con quien coincidió en Florencia. Sin embargo, hoy se sabe que las proporciones de la Catedral no son exactamente esas, pese a lo cual el carácter simbólico del motete persiste, y es que Dufay derivó las proporciones de su obra de una tradición bíblica, según la cual las proporciones 6:4:2:3 correspondían al templo de Salomón.

Flos florumPero el simbolismo de Nuper rosarum flores no termina ahí. Se ha interpretado el tratamiento canónico de los dos tenores (con el tenor II una quinta por encima del tenor I) como un reflejo de la superposición de la cúpula de Brunelleschi sobre una cúpula interior más pequeña o como alusión a la relación entre Santa Maria del Fiore y la iglesia madre de todas las fundaciones marianas, Santa Maria Maggiore de Roma. El constante juego de Dufay con el número siete puede entenderse también como una alusión a la Iglesia o a la Virgen, por la que Dufay profesó una especial devoción, como muestra el último disco del joven Ensemble Musica Nova, que presenta trece obras entre motetes, himnos y antífonas dedicados a María, con una sola excepción. Se trata en efecto del motete isorrítmico que da título al disco, Flos florum, que Dufay compuso también durante su estancia florentina y que no está dedicado a la Virgen, sino a la misma ciudad toscana, en el único ejemplo de motete cívico dejado por el compositor. En las voces juveniles, ardientes, claras, transparentes y magníficamente trabadas del Ensemble Musica Nova se realiza pues la simbiosis perfecta entre la ciudad a la que el músico quiso sentirse ligado de por vida y el modelo de mujer virginal que dominó siempre su devoción y sus más íntimos sentimientos.

(Sin La Música del Renacimiento de Allan W. Atlas, que me desbrozó el motete, publicado en su Antología anexa, yo habría sido incapaz de escribir este artículo)

martes, 5 de abril de 2005

Lee

Tigre y dragón


Soy un desordenado espectador de cine que ha dejado de acudir a los cines. Así que mejor variar el sentido del discurso: soy un desordenado espectador de cine que sólo ve cine televisado, lo cual significa que no veo cine, sino televisión, aunque a mí lo que me gusta es el cine y no la televisión. En fin… Quiere esto decir que no sigo las novedades de las carteleras, aunque siempre hay algunos títulos que se me van quedando clavados por ahí en sabe dios qué rincones de la memoria y en cuanto tengo ocasión, ¡zas!, me los televiso.

Me pasó el sábado con Tigre y dragón de Ang Lee, que me cautivó. Veo a Lee como uno de esos antiguos directores de estudio, que hoy estaban liados con un western, el mes que viene hacían una de gángsters, al siguiente una comedia y luego un melodrama, todo ello con la habilidad suficiente para encontrar siempre, y por encima del género y sus necesidades, el espacio para marcar con su mirada los afectos del espectador (¡me gusta el palabro –“afectos”–, tan barroco!). Creo que a eso le llaman estilo.

Ang Lee es un director con estilo. Es difícil encontrar en el cine actual a un realizador capaz de confeccionar películas tan absolutamente diferentes entre sí y que, conservando su perfecta individualidad, carguen con esa especie de marca de fábrica que las identifica y las aglutina en torno a la personalidad de su creador. Conozco cinco de las ocho películas de Lee. Para las dos primeras, El banquete de bodas y Comer, beber, amar (es anterior a ambas Manos que empujan, que no he visto), el director taiwanés escribió sus propios guiones. Películas de familias chinas en torno a una mesa, sí, pero mucho más que eso. Nada de choques culturales e intergeneracionales, que sí, que también, pero lo que importa está debajo, una mirada de una ternura, una frescura y una lucidez desacostumbradas sobre las relaciones personales y la forma de afrontar los obstáculos que la sociedad (los otros) van poniendo en el camino.

Sentido y sensibilidad¿Sería capaz de mantener Lee el control sobre su propio estilo con una producción hollywoodiense y un guión ajeno? Lo fue. Sentido y sensibilidad podría parecer un salto en el vacío: una película victoriana, con sus códigos morales rigurosos y su atmósfera asfixiante, lo cual derivaba en una estética diametralmente opuesta a sus anteriores filmes chinos, y así lo entendió a la perfección el director artístico de la producción, pero en el fondo se trataba, otra vez, de hacer una película de personajes constreñidos por su entorno. Lee eludió la tentación de recargar la oposición de caracteres que parecía exigir la novela de Jane Austen, y volvió a deslumbrarnos con una poética sencilla y sincera, en la que las inevitables referencias que todos tenemos acerca de la tramoya histórica se diluían en puras emociones, filmadas con una sensibilidad y un respeto por los personajes y el espectador admirables. Cine grande.

La tormenta de hieloCon La tormenta de hielo, Lee volvía a dar un golpe de timón. Película con final trágico, acaso innecesario, que podía haber sido desgarradora pero no lo fue, de rutinas conyugales y mentiras cotidianas, ilusiones perdidas y escenario de oropel, todo en el ambiente de la América de principios de los años 70, en el que parecen fundirse la contracultura nacida del 68 y el inmarcesible American way of life. Si la primera sensación que tenemos es que por una vez el director taiwanés abandona a los personajes a su suerte, que simplemente los observa como un entomólogo miraría a sus bichitos, pronto descubrimos que en el fondo lo que Lee hace es una renuncia consciente y explícita al juicio sobre ellos, pues sabe que eso sólo podría suponer su condena. Prefiere por eso crear en su torno un ambiente de ambigüedad moral que terminará por justificar su comportamiento. Es en este aspecto en el que tanto me recuerda a Medianoche en el jardín del bien y el mal de Clint Eastwood, película en su momento infravalorada, como esta de Lee. Ambas, estoy convencido, ganarán prestancia con el tiempo.

Más o menos por la fecha de estreno de La tormenta de hielo terminó mi idilio con los cines, así que me perdí en pantalla grande los tres siguientes títulos de Ang Lee: Cabalga con el diablo, ambientada en la guerra de secesión americana, Tigre y dragón y Hulk, su visión del famoso cómic de la Marvel. Pero recordaba que en su día me habían hablado muy bien de la segunda, así que pude recuperarla el sábado. ¿Cómo se comportaría Lee en una película de género, además en un género tan especial como el del cine de artes marciales? ¿Cedería a la tentación de la épica de grandes efectos?

Nada de eso. Lo que se supone va a ser una película de acción se convierte gracias a la sensibilidad de su mirada en un intimista y lírico cuento de amor. O mejor dicho en dos genuinos, originales relatos amorosos, porque son dos historias románticas paralelas las que atraviesan la película: una de amor juvenil, rebelde, ardiente, rompedor de tabúes y barreras sociales; otra, de amor maduro, sosegado, que se ha visto permanentemente insatisfecho a causa de las convenciones y los rígidos códigos de conducta de la China medieval, y que cuando parece por fin imponerse sobre ellos se ve frustrado por la muerte. Dos grandes historias de amor que se enmarcan en un escenario de magia, en el que las escenas de lucha están repletas de continuos hallazgos visuales, que fascinan sin apabullar. Nada chirría, nada resulta estridente, una sutileza en la narración (que incluye un largo flashback para explicar la singular historia de amor de los dos jóvenes) envuelve el mundo de pasiones soterradas que sostiene de manera conmovedora Michelle Yeoh. En sus ojos, en su mirada limpia y anhelante, hay más verdad que en los miles de horas de absurdos efectos especiales con que nos aburre el ridículo cine épico de hoy. (En su mirada y en sus frases: “Los sentimientos reprimidos son más intensos”.)

sábado, 2 de abril de 2005

Papa

Hoy, a las 21 horas y 37 minutos, ha muerto en Roma a los 84 años de edad Karol Wojtila, después de 26 años, cinco meses y diecisiete días de reinado con el nombre de Juan Pablo II. Sus últimas apariciones públicas, por voluntad propia o de la gerontocracia vaticana que lo custodiaba, han sido sencillamente patéticas, si no crueles. Frente al discurso de quienes pretenden que ha sido una forma de llamar la atención sobre la dignidad de enfermos y ancianos (habitualmente invisibles en el seno de nuestra sociedad), yo sólo he visto la reafirmación católica del sufrimiento, el dolor y el martirio como un bien deseable. No tardarán en llegar las peticiones de beatificación, que él mismo impulsó de manera desconocida hasta su pontificado: 1.338 beatificados y 482 canonizados, más que todos sus predecesores en los últimos cuatro siglos juntos. Lo deja todo atado y bien atado: de los 119 cardenales con derecho a votar a su sucesor, 116 han sido nombrados por él. Sólo el paso del tiempo dará la perspectiva necesaria para enjuiciar el lugar que ocupa en la historia, hoy día absolutamente hipertrofiado.

viernes, 1 de abril de 2005

Tarántula

La TarantellaLa tarántula (Lycosa tarentula) es uno de los animales con más injusta mala fama del mundo. Mortal para sus presas, no por la fuerza de su veneno, sino por la potencia de sus mandíbulas y la precisión para alcanzar justo el centro de las transmisiones nerviosas cerebrales, para el ser humano es prácticamente inofensiva, pues su picadura sólo provoca una sensación de dolor local que puede ser intensa, pero remite en poco tiempo.

Sin embargo, esta araña de aspecto especialmente siniestro ha sido asociada durante siglos en la imaginación popular de buena parte de Europa con graves trastornos físicos, que llegaban a ocasionar incluso la muerte. Las descripciones de los males ocasionados por las tarántulas coinciden en señalar que a una primera sensación de dolor no especialmente agudo, seguía, a medida que pasaban las horas, una intranquilidad creciente, que derivaba en dificultades respiratorias, convulsiones, desmayos y auténticos ataques de locura que, si no eran convenientemente tratados, producían la muerte del paciente. Nada de esto puede asociarse con la picadura de una tarántula, aunque sí con la de otra araña, de mucho menor tamaño, con la que comparte hábitat. Se trata del Latrodectus tredecim guttatus, que inyecta en sus víctimas una sustancia química, el alfa-latroxina, que puede llegar a provocar graves perturbaciones en el ser humano, similares a las que durante mucho tiempo se adscribieron a las producidas por su inocente vecina.

Otro de los efectos que durante siglos se atribuyeron a la picadura de la tarántula era el de la caída del afectado en un estado general de melancolía, que solía relacionarse también con algún tipo de decepción amorosa, hasta el punto de que había mujeres que fingían haber sufrido la picadura de una tarántula para someterse al remedio que por entonces se consideraba más eficaz, la cura de tarantismo. Hasta hace no mucho, estas sesiones seguían celebrándose en la región de Nápoles y la Apulia, al sur de Italia, y consisitían en una de las prácticas de musicoterapia más antiguas que se conocen. Identificado el problema (habitualmente, una mujer joven que caía en un estado de sopor melancólico), se invitaba a un conjunto de músicos a la casa de la paciente. Los músicos se situaban en torno a su lecho y comenzaban a interpretar una danza en ritmo de seis por ocho, primero de manera lenta, para ir incrementando la intensidad y la velocidad poco a poco. En un momento dado, la paciente se levantaba y empezaba a bailar frenética y lúbricamente al ritmo de la danza, hasta terminar cayendo agotada otra vez sobre la cama. Volvía el estado de sopor. Volvían los músicos a tocar su lenta melodía, y el proceso se repetía, con sólo algunas breves paradas para comer y dormir, durante días, hasta que se consideraba que la paciente recuperaba la normalidad, y se la daba por curada.

Al parecer, la primera sesión de tarantismo documentada se celebró a finales del siglo XIV en Tarento. De ahí que la danza sea conocida como tarantela y el animal que ocasionaba el mal como tarántula, aunque existen otras versiones para explicar el origen etimológico de ambos términos. Durante siglos se celebraron estas ceremonias en todo el sur de Italia, con el disgusto de la Iglesia Católica, que no tuvo más remedio que aceptarlas, pero que determinó que la curación de las pacientes no se debía en realidad a los efectos de la música, sino a la intercesión de San Pablo. En fin, la misma obsesión por el control social de siempre.

Lo cierto es que la tarantela se convirtió en una forma habitual de la música popular del sur de Italia durante el Renacimiento y el Barroco, y su influencia sobre la música culta está perfectamente documentada, como muestra este disco, tercero del conjunto L'Arpeggiata de Christina Pluhar, que se convirtió hace sólo tres años en un extraordinario éxito internacional. En mi opinión es uno de los mejores discos, de cualquier tipo de música, que se hayan grabado nunca, aunque su alcance real sólo se entiende cuando se tiene la suerte de ver al grupo en directo y uno tiene la ocasión de escuchar a Lucilla Galeazzi cantar a pleno pulmón ese Ah, vita bella! capaz de acabar con cualquier pena de amor que pueda llegar uno a imaginarse.

S'e fatta mezzanotte, una notte scura scura,
S'e fatta mezzanotte, dorme la luna.
S'e fatta mezzanotte, ma era in pieno giorno,
Di colpo mi si è spenta la luce intorno.
S'e fatta mezzanotte ed io non so perché!

Ti piacevano le salsicce, mo' non le mangi più...
Ti piacevano le ciliege, mo' non le mangi più...
Ti piaceva fare all'amore a tutte quante l'ore
Ah, vita bella! Perchè non torni più?

Ti piaceva il pane caldo, ti piaceva pasta e fagioli;
Ti piaceva la tua famiglia, ti piacevano i tuoi figlioli...
Ti piaceva la festa e ballo, ti piaceva andare a cavallo,
Ah, vita bella! Perchè non torni più?

Ti piaceva la campagna, mo' non la guardi più...
Ti piaceva il profumi dei fiori, mo' non lo senti più...
Ti piaceva stare a guardare il sole quando si tuffa il mare...
Ah, vita bella! Perchè non torni più?

Y, aunque haya momentos en que pueda parecerte imposible, la vida acaba volviendo. Siempre.