jueves, 30 de junio de 2005

Nocturno

Noche estrellada. Vincent van GoghFue el recuerdo del viento jugando con tu falda, mezclado con el sonido tenue de un piano. Habíamos estado paseando entre las acacias, los plátanos, las mimosas y los grandes tilos del parque hasta llegar al recto camino de tierra de los magnolios. Yo recordé los versos de Cernuda y tú me hablaste de deseo. Te besé mil veces sobre un tronco poblado por cientos de hormigas. Luego, durante la cena, el hormigueo fue otro. Sonaba Chopin, tú bebías callada, a sorbos espaciados y lentos, y en mi imaginación el rojo del vino se mezclaba con el de tus labios, los mismos labios que acababa de morder como se muerde una fresa. Juntos buscaban mi lengua, bajaban hasta mi garganta y allí, fundidos con mi saliva, se convertían en susurros, suspiros, risa, voz que sólo quería encontrar las palabras justas para definirte. Fragante, dije. Pero tú no lo entendiste. Te inclinaste sobre los platos de diseño como para oír mejor. Y yo te tomé de las manos y te hablé de las campanas de mi infancia doblando a muerto, aquella paz, que un día fue algo parecido a la tristeza, la curiosidad o el desconcierto, la certidumbre en la eternidad del presente, el equilibrio de todas las cosas que mantenían firme la vida, las bromas y el juego de pronto detenidos por el cortejo fúnebre, el conocimiento cierto de que nada habría capaz de arrebatarnos la alegría, ni siquiera el tiempo. Era aquella paz la que había recuperado. Entre tú y yo ya no quedaban rescoldos de la ira ni de la desconfianza ni del miedo. Tú sonreías, las manos ardientes, los ojos agudos, los labios humedecidos por la punta saltarina de la lengua, mientras la música cubría con un manto de compasión mis palabras. Salimos a la noche estrellada. La ciudad quedaba lejos, y tu piel me llamaba. Me aparté de la autovía, paré el motor del coche y te abracé. Zumbaba una danza galante en los altavoces, el asiento ardía bajo tus muslos y cuando sentí tus dientes en mi cuello supe que era yo el vampirizado. Fue el recuerdo de tus manos en mi espalda, mira cómo trepan las hormiguitas, dijiste, el aliento de tus gemidos en mi boca y la zarabanda que nos acunaba. Bajaron las estrellas. Bramaron de nuevo los caballos. Las calles se abrieron de repente y el sol nos separó. Eran sólo cinco días, pero pasaron las semanas, los meses y los años. Esta noche regresas, y no me atrevo a asomarme al balcón; temo que el cielo se desplome sobre mi cabeza y nos quedemos para siempre sin estrellas.

6 comentarios:

it dijo...

Escribe Ud. que....

Paolo dijo...

...que qué...

Y sí, si que es raro, donna. Pero de todo tiene que haber en la viña del señor Chaves... :-)

it dijo...

¿Como que qué qué? ¡Si está clarísimo y se lo he dicho más de mil veces!:

Escribe Ud. que..... corta el hipo y se le hace, al lector, un nudo en la garganta.
Eso.
Sá.
(¡Parece mentira con lo clarito que estaba, pardiez!)

Saf ;-))

Paolo dijo...

Ah, bueno, eso... Es usted que me lee sin las gafas.

it dijo...

Se equivoca.
Me pongo las de sol (para no deslumbrarme demasiado)

Saf ;-pp

Roberto Iza Valdés dijo...
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