lunes, 14 de febrero de 2005

Ruidos

Reconozco que si no he escrito antes de esto ha sido por pereza, porque mira que le he dado vueltas. Pero ya no tengo excusa. Dos posts recientes de Lukas y de Manuel Harazem me lo hacen mucho más fácil. Vivimos envueltos en una masa de ruido, en la que la música ha pasado a jugar un tristísimo papel: se ha convertido en obligatoria. Apenas queda una cafetería en la que poder tomarse un café sin la emisora de éxitos de fondo, un taxi en silencio, una tienda en la que moverse sin sentirse apabullado por el ritmo de actualidad (las tiendas de moda joven son lugares perfectamente insalubres para trabajar, ¿qué hacen los sindicatos al respecto?), hasta las librerías se han convertido en espacios con hilo musical incorporado. Hace poco hablaba con una dependienta del Corte Inglés que había tenido la mala suerte de ser colocada al lado de la sección de música y la veía resignada. Si para mí era una auténtica tortura pasar sólo veinte minutos en aquel lugar infernal, no podía imaginar lo que debía de ser para alguien que tiene que pasar todo el día en ese sitio, que trabaja allí. Y no me estoy refiriendo ahora a la calidad de la música. Para el caso me dan lo mismo los Chunguitos que Monteverdi. Es la imposición del sonido por obligación lo que denuncio. Y lo hemos asumido con absoluta normalidad, como el asfalto que hierve en verano bajo nuestros pies o los tabiques de papel que nos unen más que nos separan de los vecinos. Son los tiempos, claro. Pero hubo otros tiempos, como Pascal Quignard nos recuerda en El odio a la música:

En el mundo europeo, hasta mil novecientos catorce, el gallo decía el alba, el perro el extranjero, el corno la caza, el carillón de la iglesia marcaba las horas, la trompa la diligencia, el tañido fúnebre la muerte, el guirigay el segundo matrimonio de las viudas, las flautas y el tambor el sacrificio de alguna efigie carnavalesca. Los raros violines de los músicos ambulantes señalaban la fiesta anual y acompañaban tandas de juegos tan añejos como la prehistoria.

Para escuchar música escrita había que esperar la Misa solemne del domingo, cuando los vientos de los órganos exhalaban acordes y los hacían rebotar a todo lo largo de la nave.

La espalda del auditor se estremecía de súbito.

Lo que era una rareza es hoy más que una frecuencia. Lo que era extraordinario ha trocado en un asedio que asalta sin fin la ciudad y el campo. Los hombres se transformaron en los asaltados por la música, en los asediados por la música. Más que las lenguas vernaculares, la música tonal y orquestal se ha convertido en el tonos social.

Así, después de la guerra total del tercer Reich alemán y como consecuencia de la tecnología de la reproducción de los melos, amar u odiar la música remite por vez primera a la violencia propia, originaria, que funda el dominio sonoro.


Sí, ya sabemos que Quignard se convirtió de amante en odiador profesional de la música (y por eso leo sus obras a la contra, que con las cosas de comer no se juega). Pero me temo que a este paso no será el único.

5 comentarios:

Egonauta dijo...

Firmo, signo y rubrico con el máximo cuidado para que el volar de la pluma no rompa el silencio.

Egonauta

lukas dijo...

Gracias, Paolo, por este comentario, por solidarizarte de alguna manera con el problema, uno de los más graves que nos asaltan. Yo también tengo el libro de Quignard, aunque no lo he leído todavía; ¿podrías explicar un poco la última frase de él que has puesto?, el final es un tanto críptico, no entiendo bien lo de "odiador profesional", ¿hasta tal punto PQ detesta el ruido ambiente, la tormenta de tormento que nos asola?

Yo pienso que esto va a peor, y la gente que trabaja expuesta a esta contaminación, acaba cuanto menos medio sorda..., aparte los problemas nerviosos que acarrea.

Paolo dijo...

Bueno en realidad no es que PQ odie el ruido, es que odia la Música. O al menos eso es lo que trata de decirnos en ese libro de tan explícito como inequívoco título. "Soy como aquel ladrón de la fábula de la antigua India, que se taponaba las orejas cuando la tarea era robar campanillas."

Anónimo dijo...

¿Y qué me dices de la oficina? En la última empresa en la que trabajé pasé por varios departamentos: En uno, tenían todo el tiempo -eso sí, a un volúmen digamos razonable- la tan nombrada y ya cansina "Kiss FM". Ibas a Contabilidad y allí estaba la otra, con su casette a cuestas y sus cintas grabadas traídas de casa. Yo lo intenté una vez. Ponerme la radio en mi mesa para poder escuchar a Gabilondo, tan tranquilita, o a Gemma Nierga por las tardes. Minutos me duró el intento. Joder, me daba verguenza. Tener que imponerle a otros lo que a mí me gustaba escuchar. Pero allí, ya te digo, algunos se traían su propia musiquita y el personal no decía ni mu, oyes.
Como te cuento.
Liv ;)

Anónimo dijo...

Es un problema enorme. Ahora, con los "coches discotecas" que tan de moda se están poniendo, me cojo unos cabreos muy importantes. Más de una vez en la guagua (autobús) he tenido que pedir a mi vecino de asiento que baje el volumen... ¡de su walkman! (o iPod o similares), pues me molesta tremendamente. Y me han mirado extrañado, por cierto, como si lo raro fuera que eso molestara.

Y lo de ir de compras se convierte en un esfuerzo terrible. Pocas cosas soporto peor que el sonido innecesario.

Un abrazo,

Er Opi.