jueves, 3 de febrero de 2005

Popea

PopeaAl principio parece un corral de vecinos. Fortuna y Virtud, ventana con ventana, se pelean por el Hombre, concepto en esencia metafísico, que nadie debería relacionar con una montaña de músculos subiendo por las escaleras, aunque por las voces y las increpaciones que escuchamos podría parecerlo. Y de improviso, como suele, aparece en escena un niño engreído y burlón que se descuelga desde la azotea para recordarles a las dos excitadas contendientes que quien de verdad domina la voluntad de los hombres es él y sólo él, Amor. Sorprendidas, estupefactas, aturdidas, Fortuna y Virtud se lanzan señales de apaciguamiento. Como siempre, el niñato ese tiene razón, y las dos se detienen a escuchar su historia.

Y el Amor cuenta y cuenta cómo en el año 62 hasta un Emperador de Roma se postró ante él, provocando una crisis en las mismísimas instituciones del Imperio. Porque fue el Amor quien condujo a Nerón a repudiar a Octavia para casarse con Popea. Sí, sí, que te crees tú eso, se oye comentar entre el público, hasta entonces en asombrado silencio. Los autores del comentario no son otros que Gian Francesco Busenello y Claudio Monteverdi, que se han puesto de pie y han tomado el escenario para contar la historia a su manera. Tú te sientas y te callas, niñito insolente.

¿Qué puede esperarse de un gobierno monárquico? Tiranía. Corrupción. Violencia. Crueldad. Busenello es veneciano. Conoce bien las guerras que su república ha tenido que librar para mantenerse independiente, para rechazar el expansionismo de los reinos vecinos y de las grandes potencias lejanas, los sacrificios, las renuncias. Es además miembro de los Incogniti, una Academia que hace del escepticismo y la crítica del poder la razón última de su existencia.

Así que el Amor, ¿no? Verán ustedes, Popea no ama a Nerón. No. En absoluto. Sólo aspira al poder, a las riquezas, a la impunidad que le permitirá su ascenso hasta la cúspide, ella, la hija de un senador de Roma, convertida en Emperatriz, su sitio natural. Y sí, ya conocemos sus requiebros, "Deja que mis brazos rodeen tu cuello igual que tu belleza circunda mi corazón", sus zalamerías, "¿Cómo has encontrado de dulces, señor, los besos de mi boca?, ¿y las manzanas de mi pecho?", sus fantasiosas hipérboles, "Quiero que mis suspiros te prueben que, renacida, por ti languidezco y por ti muero, y muriendo o viviendo, no dejo de adorarte". Blablabla. Palabras. Porque la conocemos también en la intimidad, la hemos visto descubriendo sus ambiciones ante Arnalta, su nodriza, y la hemos visto impávida, sin dudar lo más mínimo en apretar aún más a Nerón para que elimine a Séneca, el obstáculo interpuesto en el camino hacia el poder.

Sí, ya sabemos que Séneca no tuvo nada que ver con esto, que se suicidó cuatro años más tarde, pero lo traemos aquí porque nos venía bien para demostrar la auténtica realidad del poder monárquico, la auténtica naturaleza de Nerón. ¿Que significan las leyes para él? Nada. Ya nos ha dejado claro que las leyes sólo atan a los súbditos, qué palabra tan expresiva, qué hallazgo idiomático. Al menos, podrían pensar, Nerón es un tirano pero sí actúa movido por el Amor. No. Craso error. Nerón sólo es un niño inestable, voluble y caprichoso, cansado de su antiguo juguete y que quiere uno nuevo. Todos sabemos que lo romperá muy pronto, que no pasarán ni dos años para que golpee, hasta matarla, a Popea, embarazada de su segundo hijo (¡ay, esa niñita muerta a los cuatro meses!). Ese era su destino, el de Popea. Y se lo trazó Arnalta con escrupulosa lucidez, "Mira, niña, que te buscas tu ruina". Para qué. Para nada. Pero tampoco se hagan falsas ilusiones respecto de esta nodriza, correveidile y alcahueta. Su advertencia enmascara sus sueños, sólo pretende medir la temperatura, comprobar hasta qué punto hierve la relación entre esos dos en los que se apoya su éxito. Por eso, cuando ve el triunfo de Popea cercano, ¡ay, si te vi no me acuerdo!, ella, que nació sierva, convertida en matrona, sus ambiciones cumplidas, qué más da que algunos cadáveres queden por el camino.

En sentido estricto un único cadáver, sí, el de Séneca. Podríamos compadecernos de él, pero ¿de este pedante que predica lo que nunca ha practicado vamos a compadecernos? Si hasta sus familiares y amigos se burlan de él cuando les dice, poco antes de tomar la cicuta, que ya va siendo hora de aplicar su filosofía, la que tanto esfuerzo se ha tomado en difundir, y ellos le replican que muy bien, que se muera él si quiere, pero que ellos de morirse nada, y se lo dicen a ritmo de ballo, jajaja, Claudio ahí estuviste genial.

Pero luego están los desterrados. Octavia, la pobre Octavia, que se lamenta por el desprecio del Emperador, por tener que abandonar las comodidades de su rango, su ciudad, a su familia. Octavia, la intrigante. ¿Hay acaso en ella un sólo gramo de amor, de compasión? No. Ella mueve sus hilos, despiadada, apoyada en ese vejestorio de Nutrice, que ve horrorizada cómo su estrella se va apagando, para no perder el trono, la corona, el poder. ¿No es acaso ella la que busca a Otón y le arranca la promesa de que se cuidará muy mucho de que Popea muera, cuanto antes, esa zorra convertida en un obstáculo para los dos? Y Otón, el gran llorón (¿pero quién podría esperarse que acabaría siendo Emperador?), el general que llega triunfante de las campañas de Lusitania, él, que despreció a Drusilla por su ama, por Popea, la hija de un senador con aspiraciones, y se encuentra como pago la misma medicina. Popea también tiene aspiraciones y se ha convertido en la amante del Emperador, ya ni siquiera te mira, eres una piedra insignificante en su camino, una cucaracha que aplastará cuando se sienta segura de su poder. Y tú no la amas, en el fondo no la amas ni un tanto así, y lo sabes perfectamente, estás despechado, claro, pero por la humillación, ¡qué poco te cuesta aceptar enseguida los ofrecimientos descarados de Drusilla! Y cómo la usaste, qué poca grandeza, Otón, disfrazado de mujer para asesinar a otra mujer mientras duerme. Tú, un general de Roma, detenido justo por Amor cuando vas a cometer el crimen. (Jajaja, Francesco, buen golpe de timón diste ahí, que el niñito se sienta al menos protagonista por un rato.) Pero tú, Otón, tú, siempre suplicando a los demás, intrigando, compadeciéndote a ti mismo, bah, ni tu reacción final, la de reconocerte como el auténtico criminal para exculpar a Drusilla, te salva.

Pobre Drusilla, la única que conserva algo de dignidad, pero ¿he dicho dignidad? No, más bien habría que decir que ella es el único argumento que le queda a Amor, porque sí, Drusilla -no se nos alcanza el motivo- ama a Otón sinceramente, y por él está dispuesta incluso a morir de modo injusto, ¿pero dignidad alguien que no tiene reparos en sacrificar la vida de la mujer que ha confiado en ella, que la deja velar su sueño? ¿Cómo es posible que Drusilla, tan pizpireta, tan enamorada, tan inspirada por los altos sentimientos alimente y dé curso a los deseos de venganza de Otón, de Octavia? Ella, convertida en la mano que golpea inmisericorde por aquellos que ven peligrar su poder, su posición, sus riquezas... Ella, cortesana enamorada, convertida en el vehículo del odio.

¿Y este es todo tu triunfo, Amor?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Así somos los hombres. Capaces de lo mejor y de lo peor.

Srta. Experimental dijo...

No se extrañe, menos pueden Fortuna y Virtud.

Paolo dijo...

La cuestión terminológica es siempre peliaguda, pero si tuviera que inclinarme por alguna, sería por d). Aunque en verdad a Monteverdi yo le abriría un compartimento individual, sólo para él. El más grande.

it dijo...

Quizá el más grande... Bueno.... si no fuera así también podríamos decir "quizá el primero".

Saf ;-))