jueves, 2 de agosto de 2007

Callirhoé

Coreso, sacerdote de Dionisos, va a desposar a Callirhoé, princesa de Calidonia, quien lo odia. La joven está dispuesta a aceptar el sacrificio que le impone su madre, pues Dionisos es el dios tutelar de Calidonia y sólo emparentando con un miembro significado de su ministerio podrá ella conservar el trono. Callirhoé se lamenta, pero acepta su destino, apagada incluso la esperanza de una vida feliz junto al hombre al que en realidad ama, Agenor, héroe caído en defensa del reino, como juró al rey, padre de Callirhoé, en su lecho de muerte. La princesa se prepara para la ceremonia, alentada y consolada por la reina, quien temía una reacción airada de su hija. Y de repente ante los ojos de la joven se presenta Agenor. ¿Es real o sólo una visión provocada por la desesperación y el desconsuelo? La respuesta la tiene el héroe, que le habla de su enfrentamiento con los rebeldes y de cómo logró salvar por poco la vida. Callirhoé entiende entonces que ha sido engañada para facilitar su aceptación de un matrimonio indeseado, pero ya es tarde para volverse atrás. A pesar de los ruegos de Agenor, a pesar de que comparte sus sentimientos, aun a costa de su felicidad, son su patria y su familia las que le solicitan ese sacrificio, y su concepto de la lealtad, del honor, la continuidad de su estirpe y la tranquilidad del reino le impiden oponerse a sus designios. Los amantes se separan. Callirhoé llega junto al altar. Coreso ha pronunciado ya los juramentos. Ahora le toca a ella. Duda. Mira a su alrededor y contempla por un instante, entre la multitud, el rostro desencajado del héroe. Pierde el sentido.

Cuando despierta, descubre que Agenor la ha seguido y ha logrado introducirse en sus aposentos. El joven le pide, en nombre del amor y de su propia libertad aún preservada, que desafíe la imposición de su madre y se una a él, pero Callirhoé, temerosa de la venganza del dios, está resignada a aceptar su destino. Los amantes lloran su desdicha. Agenor se arroja a los pies de la amada justo cuando Coreso entra con su séquito en la estancia. Iracundo, el sacerdote brama por la traición cometida y pide al dios que, como castigo, arrase todo el reino de Calidonia y a sus habitantes con él. Consternación. La reina llora su desgracia y maldice la crueldad de Coreso. Humilde, Callirhoé marcha en su busca. ¿Cómo puede sufrir todo un pueblo la falta cometida por una sola persona? Coreso trata de mostrarse inflexible, pero enseguida descubre que ama profundamente a la princesa y no puede resistirse a sus ruegos. Hará lo posible por calmar la ira ya desencadenada de los dioses. Además, sería conveniente que la reina consultara con el oráculo.

Fiesta de pastores, sátiros, dríadas y faunos en el bosque en honor del dios Pan. La reina, Callirhoé, un ministro del dios y su séquito se aproximan. Van a consultar al oráculo acerca de la ruina programada de Calidonia. La respuesta es implacable: "La calma no puede volver a estas regiones, sino al precio que los Destinos exigen de vuestro celo: de Callirhoé la sangre ha de ser vertida, o la de un amante que se ofrecerá a morir por ella". La reina grita horrorizada, pero Callirhoé se muestra tranquila: la muerte no le parece un sacrificio más gravoso que el matrimonio con un hombre al que desprecia. Pero la reina se rebela. Impone a su séquito silencio sobre el dictado del oráculo, al menos hasta que haya podido hacer otra consulta.

Sola, Callirhoé llora, pero sus lágrimas no son amargas. ¿Acaso no había empezado a morir cuando tuvo que renunciar al hombre al que amaba? ¿No será la que le espera una muerte mucho más gloriosa que la de consumirse compartiendo trono y lecho con el ser odiado? Aparece entonces Agenor y su valor se resquebraja. El joven está confiado en la suspensión definitiva de los designios funestos sobre Calidonia, pero la princesa le aclara que han tenido que pagar un precio a los dioses por ello. Para Agenor cualquier precio estará justificado, pero cuando Callirhoé le comunica cuál es el pago que exigen los dioses, el joven estalla en un ataque de ira. Se enfrentará al dios y a sus sacerdotes, destruirá el templo, salvará la vida de la princesa, quien se queda desconsolada ante el temerario impulso del héroe.

Todo está ya preparado para el sacrificio de la princesa. Hasta la reina parece resignada, aunque desearía no asistir al funesto espectáculo. Entre tanto, Agenor ha descubierto la segunda parte del dictado del oráculo. La sangre de la princesa puede ser rescatada a cambio de la de otra persona, y él llega dispuesto a canjearla por la suya, pero Callirhoé tratará de impedirlo, exigiendo a Coreso que se cumpla su destino y sea su vida la sacrificada. El sacerdote se revuelve en un mar de dudas. Por un lado, el giro de los acontecimientos podría permitirle librarse de su gran rival, pero cuánta gloria para Agenor. ¿Podrá soportar el desprecio eterno de la mujer a la que ama? El momento se aproxima. Los dos jóvenes piden ser cada uno la víctima propiciatoria. Al ministro de Dionisos lo reconcomen la envidia y los celos, pero a la vez no puede evitar conmoverse ante la escena que protagonizan los amantes. Coreso desenvaina el hierro sagrado. A él toca escoger. ¿Acabará con la vida de Agenor y con ello incrementará su honor y su gloria? ¿Descargará su golpe sobre Callirhoé, acabando con la vida de aquella a la que ama? Él ha tomado ya su decisión. Será su propia vida la sacrificada. Se golpea a sí mismo. "Morís", exclama sorprendida la princesa. "Estoy salvando vuestros días. De vuestras desdichas, de las mías, acabo el curso. Lloráis. ¡Puede que este corazón se enternezca! Muero dichoso, mis fuegos ya no os turbarán; acercaos: mientras muera, que mi mano os una; acordaos de Coreso." Agenor y Callirhoé se muestran admirados ante el gesto inesperado del sacerdote. Dionisos aparece entonces en escena. Coreso conservará la vida y los amantes se unirán en matrimonio para reinar sobre un país que estrecha sus lazos con la divinidad protectora.

Cuando el 27 de diciembre de 1712 André Cardinal Destouches estrenó en la Academia Real de Música esta tragedia lírica que contaba con libreto de Pierre-Charles Roy nadie entre el público habría entendido un desenlace que no estuviese coronado por el típico divertissement con final feliz. El propio Luis XIV quedó encantado y la obra permaneció en cartel hasta marzo del año siguiente. Para entonces, Destouches era ya uno de los compositores más admirados de entre los operistas sucesores de Lully. Nacido en París en 1672, su juventud tuvo trazos novelescos. Educado por los jesuitas, con 15 años se embarcó junto al padre Tachard en un viaje hasta Siam, acompañando a los embajadores que habían llegado desde el lejano oriente causando gran revuelo en la corte del Rey Sol. Se le supone por entonces un acendrado celo religioso con aspiraciones misioneras que no debió de durar demasiado, pues año y medio después está de nuevo en Francia decidido a seguir una carrera militar. Se adscribe al cuerpo de mosqueteros del rey y en 1692 participa en condición de tal en el asedio de Namur. Pero las armas tampoco seducirían durante mucho tiempo al joven, que abandona el ejército en 1696. Su afición musical, abonada sin duda durante su formación jesuítica, lo conduce entonces hasta André Campra, uno de los compositores más respetados del momento, quien sorprendido por el talento de su alumno lo invita a participar en la composición de La Europa Galante, obra para la cual Destouches escribirá tres arias. En 1697, el músico tiene la oportunidad de presentar una obra propia en la Real Academia de Música: es Issé, cuya producción alcanza tal éxito que su futuro como autor de música escénica parece por completo asegurado. Títulos como Amadís de Grèce, Marthésie, Omphale, Le Carnaval & la Folie, Télémaque & Calypso, Sémiramis o Les élémens confirman en efecto su triunfal carrera, que se ve recompensada con los nombramientos de inspector general (1713) y finalmente director (1728) de la Ópera de París.

Destouches es sin embargo un compositor casi completamente olvidado hoy, y ello puede ser debido (como comenta con acierto Benoît Dratwicki) a su propia condición de músico dedicado casi en exclusividad al teatro. Tras la muerte de Lully y hasta la irrupción tardía de Rameau, fue justamente el género teatral el que más rápidamente pasó de moda en Francia. Además, cuando a finales del siglo XIX se suscita el interés renovado por la música antigua son los compositores con una obra instrumental importante a sus espaldas (Couperin, Marais, Rameau) los que despiertan la admiración de los arqueólogos franceses, por lo que Destouches tuvo pocas posibilidades de ser recuperado. A finales de la década de 1980, su ópera-ballet Les élémens (que compuso en colaboración con Lalande) conoció cierta difusión merced a la grabación de una suite de la obra a cargo de Christopher Hogwood. En los 90, el Ensemble Baroque de Limoges (¡ojo, no el de Christophe Coin!) registró algunos otras piezas en un sello de circulación muy reducida. Eso era todo hasta esta grabación de Hervé Niquet para Glossa, después de que Callirhoé fuera representada en la Ópera de Montpellier. El sello madrileño publicó primero la obra en una edición en libro-disco (Colección Ediciones Singulares) pensada para el mercado francés y luego en doble CD para el resto del mundo.

Tras su éxito de 1712-13, Callirhoé había sido repuesta en París en 1731 en unas funciones para las que Destouches tomó una decisión que puede ser considerada revolucionaria, pues eliminó de un plumazo el divertissement del acto V y con él el deus ex machina, la catarsis salvadora, el lieto fine. La obra acababa bruscamente con la muerte de Coreso y su parlamento final, el que reproduje arriba. Desconocemos la reacción del público ante la consumación de la tragedia en su sentido más estricto, pero en 1743 Destouches retocó su obra para una nueva reposición y mantuvo este mismo final. Es sobre la versión de 1743 sobre la que ha trabajado el equipo del Centro de Música Barroca de Versalles para la recuperación de este título que amplía nuestra panorámica sobre el arte francés del grand siècle. Esto no es una ópera italiana, y hay muchos aficionados que no encuentran especial interés en esa especie de recitativo continuo con el que se construyen las tragedias líricas francesas. A mí en cambio sí me interesa mucho, pues esta música está mucho más cercana del cantar parlando monteverdiano que del bel canto que se impondría después. Es también el continuo fluir melódico de Wagner el que atraparon los compositores franceses casi dos siglos antes del triunfo del genio alemán. En palabras de Sébastien de Brossard, con la declamación característica del recitativo francés "se presta más atención a expresar la pasión que a seguir con exactitud una medida pautada". El lamento de Callirhoé al principio del acto IV lo ejemplifica bien, con el paso del aria al recitativo que se inicia en el penúltimo verso: apenas un sutil cambio en la prosodia, una variación mínima en la instrumentación (los traversos parecen esfumarse) sirven para la vuelta de la declamación, antes que la entrada inmediata de Agenor (sin solución de continuidad después del corte que reproduzco) conduzca hacia un recitativo simple, empleado sabiamente por Destouches para hacer avanzar con mayor rapidez la acción. Un prodigio de flexibilidad dramática.

Coulez mes pleurs, hâtez-vous de couler,
N'offensez pas longtemps ma gloire.
D'une éternelle nuit la mort va me couvrir,
À toutes les horreurs j'ai préparé mon âme ;
Du jour qu'on m'a ravie à l'objet de ma flâme,
N'avois-je pas commencé de mourir ?
Beaux jours tant espérez, sortez de ma mémoire ;
Sans trouble, sans regrets il faut vous inmoler.
Coulez, mes pleurs, hâtez-vous de couler,
N'offensez pas longtemps ma gloire.
Ciel ! Je vois Agénor : je commence à trembler,
Il ignore le coup qui me doit accabler.


Callirhoé de Destouches. Acto IV. Escena 1. Stéphanie d'Oustrac, soprano. Le Concert Spirituel. Hervé Niquet (Glossa)

2 comentarios:

Er Opi dijo...

Pues nada, ya me fastidió el final ;-)

Que venía a decirle que me recordaban el otro día el libro "Imposturas intelectuales", de Sokal, sobre la consulta que le hice, por si no lo conoce y/o lo había olvidado también.

Abrazos,

Er Opi.

Paolo dijo...

Bueno, sí, lo de Sokal es como la Biblia de la cuestión. Por si le sirve de algo más, le diré que mi etcétera del otro día incluye también a Giovanni Sartori. Y de Martin Gardner leí una vez un libro (disculpe que no haya retenido el título y no pueda referenciarlo) con un capítulo que se titulaba algo así como "¿Por qué no soy relativista en matería de ética?", aunque, para ser sincero, recuerdo vagamente que me convenció sólo a medias.