sábado, 23 de julio de 2005

Destino

Carácter es destino. Eso proclamaba Heráclito, y con esa cita quiso terminar Luis Cernuda en 1958 su Historial de un libro, remate a la edición de su poesía completa. Pero qué quería significar exactamente el filósofo griego con esa sentencia enigmática. ¿Es el carácter de cada persona el que marca su destino? ¿No será más bien al revés? ¿Que el destino (entendido como aquello que a cada uno le toca vivir) marca el carácter de cada cual? Acaso sea una mezcla de ambas cosas. El carácter se forja en un ambiente determinado y acaba marcando la forma en que cada uno es capaz de adaptarse y de transformar su ambiente vital.

Tomemos el caso paradigmático de Armand-Louis Couperin, miembro de una gloriosa dinastía de músicos. Hijo de Nicholas, sobrino de François, el Grande, sobrino-nieto de Louis, Armand-Louis había nacido en 1725 y llevó una vida apacible y tranquila. Heredero de la tribuna de St. Gervais, ocupó otros puestos relacionados con la Corte y con Notre Dame, tradicionalmente vinculados también a su familia. Tan cómodo y feliz debió de sentirse en París, que jamás sintió la necesidad de ausentarse por períodos largos de tiempo, algo habitual (y casi imprescindible) entre los hombres de su profesión. Armand-Louis fue un auténtico burgués, bonachón y entrañable, respetado por sus colegas y querido por sus familiares, al que no se le conocían inquinas ni enemigos. Casado con Elisabeth-Antoine Blanchet, miembro de una de las familias más importantes de constructores de claves de toda Francia y organista en Montmartre, de la que tuvo un número indeterminado de hijos, tres de los cuales llegaron a la edad adulta y fueron también músicos, Armand-Louis escribió música religiosa, sonatas y obras de cámara, pero el grueso más importante de su producción la dedicó al teclado. El disco que Sophie Yates acaba de publicar en Chandos nos lo muestra como un compositor más bien conservador, que combinaba el refinamiento nostálgico de su tío abuelo Louis con la tendencia italianizante de su tío François y un tratamiento de las danzas que incorpora sabores plenamente galantes. Mientras escuchamos La Turpin, Les Tendres Sentiments, L'Arlequine, La Victoire, las gavotas, los minuetos o La Blanchet es como si, entre miriñaques, pelucas, afeites y lunares postizos, el ambiente cortesano de la Francia rococó se paseara ante nuestros ojos, como si esa música fuera la banda sonora que hubieran esperado durante años los cuadros de Watteau, como si Fragonard hubiera creado sus lienzos inspirado por la dulzura de las melodías y la transparencia armónica, como si su atrevido columpio se balancease movido por el ritmo pícaro y sencillo del Rondó gracioso.

Carácter es destino. Armand-Louis Couperin vivió los tiempos apacibles de la Francia de los luises. Por nacimiento, jamás tuvo que preocuparse por su subsistencia. Su moderado talento, su capacidad para entender el arte como una prolongación de la generosidad de la vida le hizo además hombre amable, sereno y honorable. Un hombre para épocas de bonanza. Acaso por eso, justo en 1789, el año de la Revolución, un carruaje lo arrolló y le quitó la vida mientras caminaba pensativo hacia la Iglesia de St. Gervais. El destino fue gentil hasta en eso. Le ocultó la amargura de los tiempos turbulentos.

1 comentario:

it dijo...

Tuvo, entonces, una vida plácida.
Así lo señala su música.
Y sí, Heráclito tenía razón: el carácter marca el destino y no al contrario.
Y si somos hijos de nuestro paisaje, como dijo Kavafis y repitió Durrell, también lo somos de nuestras obras y a donde éstas nos llevan... ¿Y quién las dirige sino la voluntad del caracter?

Interesante, trenza... si se pudiera creer en el destino como algo acordado de antemano.
BKssss,

Saf ;-))