Parsifal
Disfrazadas de trascendencia, las monsergas wagnerianas sobre las relaciones entre el amor carnal y el espiritual culminan en Parsifal, donde se imbrican con otra de sus permanentes obsesiones, la armonía entre el hombre y la naturaleza, todo ello encuadrado en una nueva lectura del mito céltico del Grial, de transparentes esencias cristianas, como Nietzsche supo desgranar con paciente y olímpico desprecio.
El Venusberg de Tannhäuser es aquí el jardín de Klingsor, la seductora Venus se transforma en Kundry, ahora magdalena arrepentida, Amfortas espera como Wotan la llegada del redentor, que sólo puede ser un inocente, una especie de Siegfried primitivo e incontaminado. Si el impotente Klingsor (estéril, como Hagen) ha creado un paraíso artificial del sexo para seducir a los puros caballeros que custodian el Grial, con el único fin de terminar por adueñarse de la copa, como ya hiciera con la lanza de Longinos, y así dominar el mundo, la renuncia que Parsifal hace del amor carnal, inmediatamente después de conocerlo de los labios de Kundry, acabará por servir para recuperar la lanza, aniquilar el mundo de Klingsor, sanar la herida (sexual, luego pecaminosa) de Amfortas y transformar Monsalvat en fuente de amor espiritual y de redención infinita, lo cual se alcanza no ya por la fuerza de las armas y la inmolación de los héroes (Siegfried, Brünnhilde), sino a través de la compasión, tanto hacia los hombres como hacia los animales y la naturaleza en su totalidad. No en vano, Parsifal, que se presenta en escena después de haber asaeteado orgulloso un cisne, acabará siendo el padre de Lohengrin, el caballero del cisne. La unidad recobrada entre la lanza (símbolo de la masculinidad) y el cáliz (símbolo de lo femenino) funciona así como una forma de liberación universal, en la que se conciliarían el amor humano y el divino y que vendría a superar la concepción del Poder, destructor y agresivo, representado por el anillo que disputan Alberich y Wotan.
Estas mixtificaciones románticas, este recurso permanente al juego de opuestos, que acaban sintetizados en un universo de almas puras, redimidas por la fuerza del amor y a la vez redentoras de la Humanidad, fueron las que provocaron la reacción visceral de Nietzsche: "¿Wagner es un hombre? ¿No es más bien una enfermedad? [...] El de Wagner es un arte enfermo. Los problemas que lleva a escena –exclusivamente problemas de histéricos–, lo crispado de su afecto, la sensibilidad sobreexcitada [...] su elección de personajes considerados como tipos fisiológicos (¡una galería de enfermos!): todo esto se combina en un cuadro morboso que no deja lugar a dudas: 'Wagner est une névrose'". La crítica de Nietzsche supera, en cualquier caso, la manía personal, es una crítica a la modernidad decimonónica, de indudable raíz romántica : "Richard Wagner, en apariencia el más victorioso, y en realidad, un romántico, caduco y desesperado, se hundió pronto, irremisiblemente confundido ante la santa cruz". Por eso Nietzsche confía también, a su manera, en la aparición de un redentor que restituya a la música y el arte las esencias del Clasicismo: "Empecé por prohibirme, radical y sistemáticamente, toda música romántica, ese arte ambiguo, fanfarrón, enervante, que ahoga toda la severidad y alegría del espíritu [...] y si aún esperaba algo de la música era con la esperanza de que un músico bastante osado y mordaz, bastante mediterráneo y rebosante de salud, tomaría algún día sobre ella una venganza inmortal". Ese músico sería Bizet, y Carmen, la gitana que sacrifica la vida por su libertad sexual, se convertiría en la antagonista ideal y en la vengadora de Parsifal, el ario que sacrifica sus pulsiones sexuales para redimir a los hombres.
En su producción para la Staatsoper de Berlín que pudo verse ayer en Sevilla, Bernd Eichinger penetra el romántico drama wagneriano con pretensiones universalizadoras, que permanecen en constante movimiento estético. Comienza por esencializarlo, de ahí la elegante sobriedad (unánimemente alabada) del primer cuadro, luego lo recarga de imaginería cinematográfica y patetismo gore; en el segundo acto, trata de encuadrar la escena de la seducción en un marco visual casi de psicodelia decadente y, finalmente, en el, para mí, mayor logro de su concepción teatral y escénica (y el aspecto más criticado y detestado a la salida, "ahora sí entiendo los abucheos en Berlín", comentaba un célebre crítico), hace converger el mundo del mito en una Nueva York en la que los rascacielos devienen en auténticos símbolos fálicos, como la lanza clavada en el suelo, y en la que los caballeros del Grial, desesperanzados y castos, han terminado convertidos en pandilleros que parecen salidos directamente de Mad Max. La llegada de Parsifal, la curación de Amfortas, la redención de Kundry, la restitución de la lanza, la mirada arrobada de los caballeros hacia un imaginado Grial que acaba de ser descubierto... todo termina recortado sobre un fondo negro del que emerge el globo terráqueo. La compasión como camino hacia la salvación del mundo. ¿Pero a qué mundo que deba ser salvado se remite Eichinger? ¿Acaso es una nueva advertencia (otra más) a la autocomplaciente y ensimismada civilización occidental?
2 comentarios:
Tengo por aquí una cosa de Félix de Azúa sobre Wagner, Nietzche y Munich que creo te interesará. A ver si me animo a copiarla por algún lado.
Pues, como era de esperar, unanimidad crítica, despedazando la falta de misterio de la representación (esperaban ver rayos de luz saliendo ardientes -pero sin quemar- del copón), y, sobre todo, la frialdad del último acto. Como muestra, un botón: "Realmente, la propuesta de Eichinger tiene poco que ver con la ópera y con su música. Son como dos planos paralelos que nunca se encuentran y que se complementan relativamente en los dos primeros actos, sí, pero que se estorban en el tercero. Eichinger se empeña en privar a Parsifal de la carga mistérica que es su razón de ser: no hay Grial y las dos ceremonias del Viernes Santo son resueltas de forma oscura y estática (tercer acto) o de forma provocativa, con un Amfortas que se saca el corazón del pecho para que los caballeros se lo coman a rodajas. Es como si quisiera decirnos que no existe el misterio ni lo sagrado y que la historia del Grial es más bien la narración de la relación conflictiva entre el Hombre y la Naturaleza a lo largo de los siglos. En ello incidían las proyecciones videográficas, con escenas de civilizaciones antiguas, de desastres naturales y de destrucciones por la mano del hombre, junto con alguna endoscopia en los dos momentos en que los personajes se dirigen al Templo del Grial. El impacto visual de ciertos momentos (primer aparición de los Caballeros, las seductoras Muchachas-Flor) quedó oscurecido por un tercer acto estático, frío y difícil de conectar con la música, con esas tribus urbanas sumidas en luces frías y en la penumbra."
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