sábado, 27 de mayo de 2006

Chamán

Para la Donna, que está cansada de política y de música


CHAMÁN

El doctor Kikunoro, extemporáneamente taumaturgo en la extraterritorialidad del cañizo y la xilovalla carcofagocitada, con ampulosa voracidad deglutida la sopa, disponíase a cuchilletear, fragorosamente bovinófilo, el bistec de sanguinotierna ternera. Pasose por la melena, hirsutamente azabachina, la mano portadora del tridente acetileoleoso, corroboró con un gesto la indecisa intención del brazalbino sobre la copa y prosiguió:

- El asunto que me propone vale bastante más de lo que me ofrece, milord.

Tomó con dos dedos larguicórvidos el vidrio y engulló de un trago, intencionadamente sonorohipante, el rioja que acababan de servirle.

- La operación tiene más riesgos de lo que usted supone. No se trata simplemente de clavar unas agujas en un muñeco de trapo. Eso puede hacerlo cualquier imbécil, de Móstoles o de Cuenca. Yo le garantizo la poderosa magia de nuestros ancestros más primitivos. Cuando el hombre aún no había pisado Europa, nuestros abuelos, allá en África, ya curaban la gonorrea y la dispepsia con sólo la mirada, y eran capaces de derribar a elefantes gigantescos como montañas haciendo sobre su dedo índice un lazo con cerdas de jabalí. La antigua magia africana tiene más años que las pinturas de Altamira y es más poderosa que la ciencia del hombre occidental. Realmente, los conocimientos taumatúrgicos que he recibido de mis mayores son una ciencia, sin más, con sus reglas rigurosas y precisas, una ciencia cuyo poder se ve incrementado en mis manos, descendiente como soy por línea directa del mítico brujo Kipkiteru, poseedor de todas las facultades innatas necesarias para eliminar esa verruga de su oreja o convocar la lluvia sobre los yermos provocados por la sequía. Pero usted debe comprender, milord, que mi ciencia se exterioriza después de un proceso interior muy doloroso, que, en ocasiones, me coloca al borde de la extenuación física. Tengo que adminis­trar mis saberes con gran prudencia... y tengo que sobrevivir, claro está... y en una ciudad como ésta...

Masticó con morosa complacencia de flebotomiano la carne fibrosa y hematopurpúrea, entornó los párpados traumáticamente exfolitaladrados y admitió sandunguero:

- Aunque he de reconocer que en mi aldea es imposible encontrar un bistec como éste... Delicioso. Sencillamente, exquisito.

Impávido, gastrovulcánico, Martínez Ocaña miraba de soslayo los adornos maleficofaciales del refitolero dandianimista, reprimió regüeldos de rebato y terminó por lanzarse sobre la inaceptable solitud de las alcachofas rellenas de alcaciles. De sus mejillas hiperestofadas expandíase un aura de constrictiva incredulidad, mientras sus mandíbulas batían las hojas arrebola­das de verdes criptovitaminas. Luego, con aristocratizante desdén, frunció los labios verdulientos y rezongó en su lengua de erotomaníaco escrufuloso:

- Negro de mierda.

El doctor Kikunoro, intraoralmente atiborrado de carne hematofágica, continuó, inmutable, tiñendo su albodentadura con el rojo coruscante del vacuno cadaverino, y, haciendo, con la empuñadora del bisturí galvalimenticio, señales a su acompañante para que le sirviera más espiritoso y báquico condumen, interesa­damente retrosimuló que no oía.

- ¿Cómo dice, milord?

Martínez Ocaña mascarrabiaba con parsimonioso autocontrol las verdipalabras hortoinsultantes, se acercó el vino a sus labiales protuberancias abstinenciadas, rozó el vidrio con sus protocolmillos blanqueados, hipó con estudiada cautelamenaza, antes de perodictar:

- Doctor Kikunoro, no soy ningún imbécil que vaya por ahí creyéndose todas las patrañas que tengan a bien contarle los timadores profesionales. Si así fuera, parecería lógico imaginar que no habría alcanzado mi posición actual. Si recurro a usted es porque tiene un secreto que yo no poseo; me consta que su fórmula afrodisíaca funciona, tengo acerca de ello testimonios inequívo­cos y absolutamente fiables. Sin embargo, entiendo perfectamente su postura. Usted tiene un producto que yo necesito y trata de sacarle el máximo partido. Nada de malo hay en ello. Es la ley de la oferta y la demanda. Se encuentra usted ante un negociante, que ha forjado así su imperio y no duda en aceptar el juego. Así que hábleme claro de una vez y déjese de esas paparruchas de viejecitas. ¿Cuánto?

El doctor Kikunoro mascasonrió, tornó a filohundir el acero en la carne blandengueada, clavó sus pupilas decorativamente entornocultas en el rostro congestilujurioso del coalimentante antes de replicar:

- Creo que no me ha entendido del todo bien, milord. Lo de menos es el mejunje en sí. Si usted quiere puedo instruirle en su elaboración. Sin mi magia será como si no tuviese nada. ¿Por qué viene si no a mí? Hay en el mercado cientos de preparados, miles de fórmulas ancestrales que también han demostrado su eficacia. Pero su pasión es demasiado fuerte y no quiere fallar el golpe por nada del mundo. Por eso, usted necesita algo infalible, la piedra filosofal, y cree que yo la poseo. No le digo que no. Pero la magia es algo más serio de lo que usted piensa. Quizás ha visto demasiadas películas malas y cree que basta con hacer tres pases de manos y pronunciar unas jaculato­rias ininteligibles para lograr efectos sorprendentes, pero se equivoca, pues mi oficio se asienta en una práctica mucho más compleja e intangible, se trata de una ciencia que exige sobre todo concentración y capacidad para hacer que fluya la energía interior hacia el punto exacto elegido. Por supuesto que sin los cuerpos, sin los elementos materiales, no podríamos hacer absolutamente nada, pero la sola materia, sin la magia, resulta de una perfecta inutilidad, y la magia sólo emana de un chamán... Yo soy el único chamán que puede ayudarlo, porque soy el único que conoce a los seres que están involucrados en esta partida, y eso es fundamental. Cualquier mago, suponiendo que usted pudiese encontrar a alguien con un poder similar al mío, necesitaría varios meses, quizás un año para conocer todas las circunstancias que rodean al caso. Pero tiene prisa, su deseo lo aguijona. Bien, yo puedo ayudarlo. Pero no debe pensar mal de mí. Mi persona­lidad no se ajusta al califica­tivo de lo venal. No crea que pretendo abusar de su situación de extrema necesidad. Simplemente, el trabajo que me propone es duro y difícil, y deseo fijar un precio justo. Usted reconoce haberse enriquecido a través del negocio. Estoy convencido de que su triunfo no se debe sino a la virtud de solicitar aquello que considera justo y a la habilidad de explotar las situaciones favorables. Yo, sin embargo, sólo pretendo garantizarme una existencia digna para los próximos meses, pues una vez concluido este asunto deberé reposar bastante tiempo para reponerme por completo. Tal vez tenga que pasar algún tiempo fuera de la circulación, acaso en mi aldea. Espero, milord, que me haya entendido ahora.

Sulfurodisciplinado, Martínez Ocaña engullía las alcachofas y se reprimojaba los labios involuntariamente abstemizados con el púrpura retrofluido del vino. No miraba a su audaz nigrocomen­salero. Lentamente, morosilíceamente rumiador, mascaba el verde de las tallohojas con un microgestículo de profundo y sustantiva­mente progresivo desagrado. Por fin, alzó la vista, ancló amenazardientemente ruidoso la robustez de su faciairosa muscula­tura y retrorreplicó:

- Mira, negro de mierda, llevo más de media hora tratando de razonar contigo. Hasta ahora he sido absolutamente correcto, pero tú, con esa pinta de borrachuzo de cantina y esa quincalla que te cuelga de los párpados, pretendes convencerme de que yo soy un estúpido y que el mundo es de los hijoputas negros y mugrientos como tú. Me has sacado el almuerzo, pero no pienses que voy a dejarte celebrarlo con tus colegas apestosos y sifilíticos. Yo no soy ningún bufón, ningún payaso de feria. Te he hecho una oferta más que razonable, generosísima, e incluso estaba dispuesto a mejorarla, a poco que hubiera visto en ti una mínima voluntad de cooperar y no me hubieras venido con esas historias de brujos paleolíticos. Y la has terminado cagando, cabrón. Usaré de tus servicios gratis, y si te niegas, haré que te cuelguen por tus grasientos huevos de negrazo hijo de puta hasta que parezcan salchichones, ¿me entiendes tú a mí, mamón? Desde este momento estás a mi servicio, considérate contratado, y disculpa si no te leo la letra pequeña, tu presencia me quita luz, negro.

Sosegadamente blanquifaciado, Martínez Ocaña se propulsó impulsivamente de la silla, chasquihizo un gesto dúplicemente significativo y, una vez que los broncoacompañantes de las mesas veci­nas agarraron por los sarnobrazos decoraestampados al palidobal­búcico doctor Kikunoro, salió con paso retrancoseguro del restaurante.

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Nietzscheano, voluntariosamente retrepado sobre el semi­círculo de diseño del sofá de las torturas, el comisario Gómez leía, en el diario de la derecha monárquica, la noticia de la detención del presunto capo de la mafia madrileña, don Alfonso Martínez Ocaña, sospechosamente acusado de racismo, xenofobia, detención ilegal, secues­tro, amenazas y conspiración para atentar contra la libertad sexual de las personas. Nada relacionado con su presunto negocio de narcotráfico, terminaba añadiendo con sorna el redactor.

- ¿Viste? Como Al Capone -comentó divertido a su ayudante, el subcomisario Molinos, mientras le leía la noticia.

El joven escribía su informe a espaldas del comisario, inclinado sobre una mesa minúscula, de diseño torturador como el sofá. Volvió el rostro.

- ¿Quién podía imaginar que la brigada de estupefacientes fuera a errar el golpe con lo del chalet? Dicen que Cuadrado se puso histérico cuando le hicieron llegar los ordenadores y los discos incautados. Figúrese, sólo había juegos pornográficos y de guerra.

- No debería quejarse tanto ese chupatintas. Al fin y al cabo, poco arriesgaron ellos. Nosotros sí que nos jugamos el cuello -replicó el comisario.

El subcomisario Molinos asintió con la cabeza, mientras volvía a teclear sobre el obsoleto toshiba.

- Además, no entiendo por qué tanto follón cuando el tío ese tiene cargos suficientes como para pasarse varios años a la sombra. ¿Qué pensaban, desmontar con este golpe la infraestructu­ra completa del tráfico de heroína? Vamos, hombre. Simple reparto de influencias. Quitamos a un pájaro del medio, y con eso deberíamos de darnos por satisfechos. El caballo seguirá llegando igual que antes... ¡Coño, otra vez ha perdido el Madrid! ¿Pero ayer hubo liga, Paco?

- Sí, es que la selección juega la semana que viene.

- ¡Ah! Y estos hijoputas se dejan ganar por el Mallorca, ¿no te digo? ¡Más cojones y menos millones!

- Eso, eso.

- Y tú no te rías y trabaja. A ver si terminas el maldito informe de una vez.

Cachazudo, el subcomisario Molinos hipaba de la risa, mientras estiraba el espinazo como tratando de escapar de la silla de diseño. Se giró inquisitivo.

- Por cierto, jefe, ¿por qué llamarán en los periódicos a este tipo don Alfonso?

El comisario Gómez hizo un mohín de incredulidad, se pasó la lengua por sus dientes ultrablancos, levantó la vista paternal.

- Coño, Paco, parece mentira, ¿es que no ves qué periódico estoy leyendo? ¿Cómo no le van a llamar don Alfonso si el tipo fue uno de los que financió la última campaña del partido del gobierno? Dicen que es del Opus, y tenía fama de beato, pero de beato de los de misa y comunión diarias. Luego ha resultado ser un putañero y un pervertido, además de traficante de drogas, de armas y vete tú a saber de qué más. Por supuesto, el periódico del gobierno defenderá su presunción de inocencia hasta el límite. Entre juicios y recursos pueden pasar años, años de don Alfonso y de privilegios carcelarios. Al final, todo termina siendo cuestión de política. Conque los jueces afines no lo pongan mañana mismo en la calle por abuso de autoridad poli­cial...

- Sería lo último, jefe, con lo que nos costó montar esta operación. Vamos, es que si lo hacen, yo dejo el cuerpo.

- ¿Tú que vas a dejar el cuerpo? ¿Y dónde vas a ir, de vigilante a una discoteca? Anda, escribe, y para otra vez a ver si se te ocurren ideas menos brillantes, por poco me liquidan.

- Hombre, jefe, no se quejará, el truco del brujo estuvo bien pensado, ¿no?

El comisario Gómez se estiró en el sofá, tiró el periódico al suelo, suspiró.

- Bien pensado, bien pensado... Ya te daré yo bien pensado. Por cierto, Paco, nunca me lo explicaste, ¿cómo se te ocurrió eso de doctor Kikunoro?

El subcomisario Molinos se giró radiante, abrió los brazos con las palmas hacia el techo.

- Muy sencillo, jefe. La luz se me encendió un día en la consulta del ginecólogo de mi mujer. Es un africano, que se llama Kikanuro y se parece mucho a usted. Así que pensé que, como conocíamos las inclinaciones del tipo y su obsesión por la mujer de ese banquero, no debería ser demasiado difícil embro­llarlo, y por eso se me ocurrió la idea del brujo. Ginecólogo-brujo, ¿entiende ahora? El resto fue fácil, se cambian un par de vocales, para evitar coincidencias indeseables, y se lee uno un manual de magia africana... Después sólo faltaba preparar el anzuelo y el cebo, para ver si el pez picaba, y ya lo creo que picó, ¿eh, jefe?

- Sí, claro, si picar, picó, pero ¿eran necesarios los agujeritos en las cejas para esos colgajos?

- Hombre, jefe, teníamos que resultar verosímiles.

- Claro, como a ti no te los hicieron.

El comisario Gómez se levantó del sofá de la tortura, apretó sus manos contra la zona lumbar, pasó sus dedos por las vendas que le cubrían las cejas, como queriendo restañar las heridas. Miró por encima del hombro del subcomisario Molinos.

- ¡Coño, Paco! ¿Qué es eso de "El doctor Kikunoro, extempo­ráneamente taumaturgo", te crees Valle-Inclán?

El reloj de diseño de la oficina dio seis campanadas.

9 comentarios:

Jesús Miramón dijo...

Como yo, el mismísimo J. J. aplaudiría...

Anónimo dijo...

Juaaaaa...

Y digo yo, ¿no estará en la trastienda de la creación del personaje un doctor Santiago Kopoboru, especialista (quiero recordar) en disfunciones penales, digo del pene?

Paolo dijo...

¿J. J.?
¿Santiago Kopoboru?
No se de qué me habláis, pero, por si acaso, yo soy inocente... La Donna lo sabe todo. :-)

Jesús Miramón dijo...

Desde que leí las primeras líneas: El doctor Kikunoro, extemporáneamente taumaturgo en la extraterritorialidad del cañizo y la xilovalla carcofagocitada, con ampulosa voracidad deglutida la sopa, disponíase a cuchilletear, fragorosamente bovinófilo, el bistec de sanguinotierna ternera. no pude evitar pensar por un momento en cierto escritor irlandés que ambos, por lo que yo sé, admiramos mucho. J. J. son sus iniciales. ¿A que ahora sí que sabes de quién hablo? :-)

Paolo dijo...

¡Coño, Jesús! (y que me perdone el inspector Gómez por hurtarle su juramento preferido). Yo no soy digno de que entres en mi casa... Es como comparar a Maradona con el niño que se entretiene en darle pataditas a la pelota en el recreo. Pero, en fin, ya sabes que lo que no mata, engorda. :-)

La culpa es de la Donna, claro.

Anónimo dijo...

O comparar a Dios con un gitano, expresión popular que no sé si el Eztatú reconoce como parte del acervo milenario, multicultural y tolerante de los andazules.

Al tal doctor lo recuerdo de unos anuncios en la prensa sevillana de toda la vida que me evocaban irresistiblemente la imagen de un cofrade de gomina y medalla poniendo sus partes íntimas en manos de tremendo negrazo de bata blanca y collares de santería.

Anónimo dijo...

Bueno, mujer, pero se lo dedique o no usted lo cuelga, eh.

Elisa dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
anonimo dijo...

Ignacio, siento defraudarte, pero el “tal doctor”, si era negro, si llevaba bata blanca, o verde como todo los médicos, pero NUNCA llevó collares y JAMÁS PREDICÓ con la santería.