Desde que en 1823 James Monroe (V Presidente de los EEUU) formuló la doctrina que lleva su nombre, y que puede resumirse en el slogan "América para los americanos", los estados europeos empezaron a ver con preocupación la emergencia de una gran potencia al otro lado del Atlántico. La expansión de las primitivas colonias hacia el Pacífico y la Guerra de Secesión retrasaron lo que parecía inevitable, la preponderancia americana en el concierto mundial de las naciones.
Tras el extraordinario desarrollo industrial que siguió a la Guerra de Secesión, los EEUU se sintieron con la fuerza y el poder suficientes como para irrumpir en el mundo en el momento justo en el que las potencias europeas se disputaban el globo en una expansión imperialista cuyas consecuencias sentimos duramente hoy. Mientras, en la segunda mitad del siglo XIX, América se había convertido en una tierra de promisión para millones de emigrantes europeos, una tierra de acogida generosa y feraz. Los estadounidenses aprovecharon esta desorbitada afluencia de mano de obra para asentar y potenciar aún más su crecimiento. Quedaba claro que los EEUU, pese a todos sus problemas de integración y diversidad cultural, hablarían con voz alta, clara y única al mundo. Y asi lo hizo saber en 1904 Theodor Roosevelt, con su Corolario a la doctrina Monroe, por el que se reservaba el derecho a intervenir en cualquier país de su zona de influencia y se autoasignaba poderes de policía internacional.
Europa, atascada por los coletazos de los grandes imperios autocráticos y de la aristocracia ancien régime, perdía influencia con rapidez, hasta el punto de que por dos veces tuvieron los americanos que intervenir en nuestro continente para sacarnos las castañas del fuego. En la segunda mitad del siglo XX, convertidos definitivamente en la gran potencia económica, militar y política del mundo, cabeza indiscutida de uno de los dos polos en los que se fracturó la política internacional con la Guerra Fría, los EEUU terminaron por adquirir todos los perfiles que han caracterizado tradicionalmente a los grandes imperios de la Historia: admirados y odiados al mismo tiempo, los americanos desarrollaron sentimientos de orgullo, arrogancia y seguridad en sus fuerzas que fueron consolidándose a medida que se hundía el bloque soviético y que se quebraron de manera estruendosa el 11 de septiembre de 2001.
Aquello fue el comienzo de una nueva era, que en Europa aún sigue sin ser asumida en todas sus dimensiones. Cuando los dirigentes estadounidenses afirmaron que consideraban el ataque de Al Qaeda como una auténtica declaración de guerra del terrorismo islámico, y que estaban dispuestos a afrontar esa guerra, que, a pesar de carecer de las características de las guerras clásicas, sería larga y dura, muchos siguieron pensando en función de los conflictos regionales típicos de la guerra fría, a los que el mundo parecía ya acostumbrado. Uno de los que así lo creyeron fue, para su desgracia y la de los iraquíes, Saddam Hussein, que pensó que podría mantenerle indefinidamente el pulso al gigante americano. Pero no. La disuasión del poderío soviético ya no existía, y los EEUU, liderando una coalición internacional más amplia de lo que habitualmente se admite, lo derrocó con estrépito.
Afrontar unas elecciones presidenciales con la situación empantanada en Iraq (es cuestión de ver la botella medio llena o medio vacía: lo de Afganistán era infinitamente peor y acaban de celebrarse con gran éxito, reconocido incluso por la prensa socialdemócrata europea, unas elecciones democráticas) podía ser un arma de doble filo. Tradicionalmente los americanos se habían puesto siempre detrás de sus dirigentes en períodos de guerra, pero ¿ocurriría lo mismo ahora, cuando Bush parecía tener en contra a la mayoritaria opinión de los medios periodísticos e intelectuales del mundo? En realidad eso iba a importar poco, como se demostró, para el resultado final de las elecciones. Primero, porque extrapolar la política americana a Europa, como se ha insistido una y otra vez en la prensa del viejo continente, era un auténtico disparate. Segundo, porque el término intelectual le viene bastante grande a los Moore, Robbins, Springsteen y demás millonarios del cine y el pop en campaña promocional permanente. En estas circunstancias, hemos vivido unas semanas patéticas, de simplificación constante y necedades continuas, que podían recogerse a puñados, con sólo conectar la televisión o la radio, pasarse por un quiosco o dar un paseo por la red.
De pronto, la elección del presidente de los EEUU se convirtió en un asunto de vital trascendencia para el universo, como si el triunfo de Kerry fuera a suponer un cambio en la política exterior americana. De repente se hizo la amnesia, y todos parecieron olvidar que los intervencionistas y los expansionistas fueron siempre los demócratas y que Bush llegó al poder con la promesa de un repliegue progresivo de EEUU sobre sí mismo, promesa que cambió drásticamente la realidad impuesta por el 11-S. No parece que las caricaturas que se llevan haciendo de Bush en todo el tiempo de su mandato (ya ocurrió con Reagan) haya afectado lo más mínimo al elector americano, si acaso para movilizar a las bases del Partido Republicano. Las comparaciones, hechas desde España, de Bush con Aznar y de Kerry con Zapatero tenían tan poco fundamento que a alguien medianamente informado sólo podían causarle risa. Y sin embargo, muchos medios españoles apostaron por acentuarlas, llegando hasta el ridículo en el caso del diario El Mundo que en un editorial hilarante pedía el voto para Kerry, como si su voz fuese a tener alguna influencia en la opinión americana.
Pero quedaba el corolario, que ha sido bastante peor. Muchos se han sorprendido de la victoria republicana, y han buscado la justificación: América está dividida y en estas elecciones se ha impuesto la América profunda, rural y ultraconservadora, dicen (¿alguien recuerda los argumentos que empleaba la inteligencia socialista cuando desde la derecha se utilizaban las mismas tesis para el caso español: el PP era el partido de las ciudades y el progreso, mientras que el PSOE representaba al campo atrasado y subvencionado?). Es más, los americanos se han convertido en unos paletos e ignorantes integrales que no han sido capaces de detectar el olor a azufre que despedían Bush y su equipo y no han hecho caso a las prudentes llamadas al cambio que les llegaban desde Europa (un vendaval iba a derribar a los protagonistas de la foto de las Azores, y entonces el mundo viviría en paz, felicidad y armonía perpetuas). Lo terrible es que se esgrimen incluso argumentos morales deslegitimadores, que no hacen sino recordar las barbaridades de la política americana en Sudamérica o en Iraq. Y eso se hace desde Europa, casi como queriendo descargar la responsabilidad de los previsibles ataques terroristas del futuro en el voto inmoral de más de cincuenta millones de americanos. Cuán flaca es la memoria. Y cuán estúpido puede llegar a ser el hombre blanco, ¿verdad Míster Moore?