Conciencias
El espectáculo que el PP y sus medios afines están dando a cuenta de la ley recién aprobada en el Parlamento que regula el matrimonio entre personas del mismo sexo resulta en verdad sorprendente y desalentador. Inducidos por los obispos y la prensa conservadora, dirigentes populares de todo rango y condición tratan de convertir el trámite legal de las bodas en un problema de conciencia, hasta el punto de que un número indeterminado de alcaldes y otros cargos públicos del partido afirman que se negarán a casar a parejas de homosexuales, ya que estas bodas van contra sus principios.
Se trata, de forma evidente, de un abuso de la clásula de conciencia, que la ley regula en otras cuestiones (como la del aborto o, en su día, la del servicio militar) de manera lógica y razonable. En este caso, sin embargo, no resulta ni lógico ni razonable apelar a la objeción de conciencia, pues nos movemos en un terreno bien distinto. El matrimonio no es otra cosa que un contrato civil entre dos personas, que exige unos requisitos a los contrayentes, les concede una serie de derechos y les impone unas obligaciones. La firma de este contrato se ritualiza públicamente, pero no es más que un trámite de carácter legal, en la que un funcionario (juez, alcalde, concejal) da fe de que los contrayentes se comprometen a aceptar las reglas que lo rigen. Simplemente. En el aborto hay un conflicto moral objetivo, pero aquí no. Es como si un funcionario de correos se negase a entregar los envíos de la Conferencia Episcopal, alegando que el contenido de los mismos atenta contra su ateísmo, o de un sex shop, por considerarlos inmorales; o como si un funcionario de tráfico se negase a matricular coches deportivos, por su evidente peligrosidad en las carreteras. La ley no admite objeciones para aquellos en quienes los ciudadanos han delegado su aplicación, salvo en los casos excepcionales contemplados por la propia ley. Todo lo demás resulta un subterfugio inaceptable y doloso, más en una cuestión como ésta, en la que ni siquiera parece pretenderse negar el derecho de las parejas del mismo sexo a firmar un contrato civil con las mismas cláusulas del matrimonio, sino sólo el hecho de que sea considerado nominalmente matrimonio. En el fondo, se trata de esa repulsión ideológica a que los invertidos se le peguen a uno más de la cuenta, repulsión asentada firmemente en la moral católica.
Por eso la llamada a la desobediencia civil por parte de miembros autorizados de la Iglesia Católica no debe ser mirada como una mera anécdota de carácter folclorista, sino como una realidad que afecta de manera decisiva a la línea de flotación de la convivencia cotidiana. En su entraña está la incapacidad de la derecha española para construir una opción de valores morales laicos, al margen del dictado de la jerarquía católica, una auténtica tragedia para la vida política de nuestro país. En último término uno desearía que la Iglesia llevase la clásula de conciencia que invoca hasta sus últimas consecuencias y renunciase a la financiación que le proporciona un Estado que permite prácticas que atentan contra sus principios morales. Sería un primer paso para alcanzar la efectiva separación entre la Iglesia y el Estado, que aún tenemos pendiente.