Monos
He aquí una iniciativa progresista, típicamente de izquierdas, me digo. Es imposible que el Gobierno de ZP la asuma tal cual. No tardó mucho la ministra Narbona en confirmármelo: nada de derechos, lo que apoya el Ministerio de Medio Ambiente es una proposición no de ley que aboga por "proteger los hábitats de los grandes simios, evitar su maltrato y que se utilicen en actividades circenses varias". Protección. ¡Cómo si no existieran ya cientos de leyes e iniciativas de protección! Convertidos en meros administradores de consignas que les permitan renovar sus cargos públicos, los progres españoles que nos gobiernan se dedican a defender aberrantes políticas de discriminación positiva, ficticios derechos colectivos, alianzas de la civilización con la barbarie, desarman moralmente a la sociedad en la lucha contra el terrorismo, apelan a difusos criterios culturalistas para limitar las libertades cívicas o agitan irresponsablemente ante los atónitos ojos de los adormecidos el mohoso espantajo de la Segunda República. Mientras tanto, se muestran incapaces de pilotar el rearme moral e intelectual, el coraje civil que requiere una sociedad que ha olvidado el coste de su libertad y de su bienestar.
El Proyecto Gran Simio es una iniciativa progresista porque apela al valor básico en el que se asienta el pensamiento de izquierdas: el progreso moral compartido y apoyado en la razón y el conocimiento. Hoy sabemos que nuestros valores como especie, nuestro universo espiritual y ético no proceden de ningún don divino ni sobrenatural, sino que forman parte del mismo proceso evolutivo que transformó nuestra apariencia externa hasta hacernos lo que somos. Los estudios científicos, los avances en genética han determinado de modo inequívoco que el ser humano comparte con el resto de especies vivas una historia común, codificada en unos genes que han sobrevivido y se han replicado durante millones de años, y que todo aquello que habíamos considerado específicamente humano (la autoconciencia, la imaginación, el sentido del humor, el lenguaje articulado, la creación y transmisión de culturas no instintivas...) es una realidad antes que nada biológica que, en mayor o menor grado, compartimos con el resto de las especies vivas. Gracias a la ciencia, hoy sabemos que algunas de esas especies están tan cercanas a la nuestra que cualidades muy concretas que consideramos durante mucho tiempo como superiores y exclusivas de los hombres caracterizan también a sus individuos.
Costó mucho llegar hasta la Declaración de los Derechos Humanos y, a fecha de hoy, su cobertura práctica no alcanza todavía ni a un tercio de los hombres. Las mismas resistencias, las mismas risotadas (y de los mismos: ese chistoso arzobispo de Pamplona, los medios ultraconservadores) que ha provocado este proyecto, radical pero perfectamente asumible hoy, acompañaron al proceso de emancipación de la razón frente a la tradición y la fe que desembocó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La formación de una comunidad legal de iguales entre humanes, bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes no pretende, como se ha escuchado estúpidamente repetido, pretendiendo ridiculizar a sus impulsores (los ridiculizadores ridículos), que los hombres reciban el mismo trato que los simios antropoides, sino que se reconozca a éstos el derecho a la vida, la libertad y la integridad física, que incluye el derecho a no ser maltratado ni torturado en un circo, un parque zoológico o un laboratorio de investigación médica. Es decir, se trata simplemente de una fórmula de protección que va más allá, porque se convierte en una cuestión de principios y no de oportunidad coyuntural, de las que actualmente se emplean. Derechos humanos para los individuos de esas especies, es decir, los derechos que el hombre ha definido y se ha reservado hasta ahora para sí, significa reconocimiento en ellos de cualidades moralmente relevantes, no por el capricho de cuatro ecologistas chiflados, sino porque la ciencia nos ha descubierto una realidad que hasta ahora se nos había mantenido oculta. Y la política progresista consiste, en gran medida, en convertir cuanto antes el conocimiento científicamente asentado en norma legal que favorezca el progreso ético compartido de los individuos (ya llegarán los creyentes y los conservadores hasta aquí, ya llegarán, como llegaron a la abolición de la esclavitud o al uso del preservativo, paciencia). Bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes no se equiparan a los hombres, pues ellos tienen sus propios modelos de sociedad y de relación, y no se trata obviamente de integrarlos en el mundo de los humanos, sino de reconocerles esa chispa espiritual que hasta hace poco consideramos de nuestra exclusiva propiedad. Así, de camino, a lo mejor aprendemos a respetarnos también algo más entre nosotros.