Televisión
Mi cultura televisiva es insignificante. Salvo para las contadas películas que me interesan (que grabo, no hay quien soporte cortes de hasta 20 minutos seguidos de publicidad) y algunas retransmisiones deportivas, mi minúsculo aparato de 14 pulgadas no pasa de ser un trasto del que me quejo constantemente porque me quita espacio para los libros. Como Jesús dijo una vez aquí, lo que de verdad me gustaría sería que TVE (la que pagamos todos) se convirtiera en un aburridísimo canal de documentales científicos e históricos, ciclos de cine en blanco y negro, retransmisiones de óperas (no se me ha olvidado que en tiempos de Pilar Miró llegó a ofrecerse una Lulú de Alban Berg en directo desde la Zarzuela), entrevistas a poetas y neurocirujanos, programas sobre historia de la música, debates sobre literatura y arte egipcio, etc., etc., etc.
Estoy convencido de que esa televisión sería mucho más barata. Y la otra (la que hoy domina por doquier) ya la ofrecen las privadas. La sacrosanta libertad de elegir mierda para comer quedaría así resguardada. Una de las grandes falacias del debate sobre la televisión pública en España en los últimos años es el de su financiación. TVE pierde cada año cantidades ingentes de dinero, y para tratar de evitarlo se endeuda, paradójicamente, cada vez más con programaciones carísimas que pretenden competir por la publicidad con las cadenas privadas. Este círculo vicioso es, sin embargo, fácil de romper. Se trata simplemente de renunciar a la competencia y utilizar la televisión que pagamos entre todos para ofrecer el servicio público para el que en principio está destinada. Pero resulta evidente (y aquí está el meollo del asunto) que así perdería el carácter de propagandista del partido en el gobierno que ha tenido siempre en España, independientemente de las siglas y los nombres de quienes manden. Algunos ya ni se callan en público las estrategias que utilizan para facilitar el control ideológico. Hace algo más de un año asistí a una reunión en la que con todo el desparpajo del mundo un directivo de Canal Sur Televisión afirmaba que Andalucía Directo era un buen programa, pero que hacía perder audiencia. Por eso, media hora antes de que empezara el informativo de la noche, se había metido, como si fuera una cuña para ganar audiencia, otro programa, un resumen de lo mejor del día en uno de esos concursos infames con gente (infame) dentro. Así. Tan claro como lo cuento ahora. Era la única forma de asegurarse de que cuando el gobierno andaluz emitiera el parte diario, el índice de audiencia fuera políticamente aceptable.
Esta semana ha tenido lugar una reunión entre enviados del gobierno de Zapatero y de las televisiones privadas para pactar una serie de puntos que supuestamente protejan a los niños de la basura televisiva, todo ello con la amenaza de fondo del gobierno socialista de que si no se llegaba a un acuerdo, estos puntos serían impuestos. Niños. Nada mejor que hablar de ellos como ejemplo de la progresiva puerilización de nuestra sociedad. Resulta terrible asistir al derrumbamiento, una por una, de las ideas que sustentan nuestra civilización. En este caso, se trata de la responsabilidad (y de su otra cara, la libertad). Como si la televisión fuera obligatoria, los padres parecen exigir del Gobierno que regule sus contenidos. Como si no hubiera más remedio que enchufar a los niños. Que el Gobierno decida lo que mis hijos pueden ver en la tele, que yo no tengo tiempo. Que decida lo que yo puedo ver y lo que no, lo que tengo que votar cada cuatro años.