Brahms eternamente joven
Hay en la música de Brahms algo de eternamente serio, de adusto, un clasicismo formal que diríase destinado a servir de dique contra el exceso de sentimentalismo, pero también contra las extravagantes veleidades de la juventud. Parece como si el compositor hubiera nacido adulto y jamás sufriera el deterioro de la vejez. La indudable profundidad de su arte no es otra cosa que la hondura de lo perfectamente racional, un mecanismo que hunde sus raíces en la precisión de la ciencia positiva y se manifiesta siempre en justa armonía con su mundo interior, en la búsqueda permanente del esquivo equilibrio con la naturaleza incomprensible de los seres que lo rodeaban. Una especie de confesonario virtualmente abierto para la resolución de los conflictos del sentimiento. Un intento por conservar siempre la madurez y la lucidez conquistadas nadie sabe cuándo, pues sus obras más antiguas presentan ya esas hechuras de cosa acabada, otoñal, un punto ríspida si se quiere. Frente a los desvaríos expresivos y las carencias formales de Schumann o las pasiones irrefrenables y obsesivas de Wagner, Brahms ofrece el aspecto saludable del músico recluido permanentemente en la geometría de una mente que parecía creada para calcular, un filtro inagotable de fantasías artísticas que sólo se conformaba con las que se ajustaban rígidamente al modelo platónico de los esquemas previamente asumidos. De ahí las dudas constantes, los cientos de bocetos destruidos (veinte cuartetos antes de dar por bueno el primero), sus miedos a la hora de afrontar su primera sinfonía, que sólo supera a los 40 años... ¿La décima de Beethoven? No. Ni mucho menos. Es Brahms, puro Brahms el que nos habla en esa obra, el Brahms adulto, perfecto, de ideas siempre inspiradas pero siempre contenidas, los bordes de la expresión escrupulosamente nítidos, la música en su más abstracta y pura emanación de espíritus incontaminados; un clásico en un mundo de locos.
Eternamente adulto. Uno imagina a un joven pianista dejándose el alma en las confesiones íntimas de Chopin o rompiendo marcas atléticas y decibélicas en los endemoniados criptogramas lisztianos, pero para Brahms hay que tener un sexto sentido que sólo concede la edad, la experiencia, la madurez. Incluso las obras en teoría escritas para el puro espectáculo hedonístico y el virtuosismo de los grandes taumaturgos decimonónicos, esto es, los conciertos, alcanzan en Brahms una trascendencia, una gravedad que parecen ajenas al empeño impetuoso pero atolondrado de los más jóvenes. Obviemos incluso el 2º de piano, atributo puro, para fijarnos en el Concierto para violín, esa obra escrita para Joachim, que la ajustó a sus necesidades, y rechazada por Sarasate, que no podía soportar permanecer de brazos cruzados mientras el oboe tocaba en el Adagio la más hermosa melodía de toda la partitura. Una obra en apariencia convencional, con un extenso primer movimiento que deja la cadencia abierta, el tradicional Adagio contrastante y un final en forma de rondó-sonata construido a partir de un tema de resonancias zíngaras. Y sin embargo, hay algo en él que parece preservarlo del ardor y la inconsciencia de los virtuosos más inexpertos, acaso sea su entraña formal, más sinfónica que concertante, el lirismo decadente de su segundo movimiento o la explosión de un Finale que tiene más de febril ensoñamiento que de pasión dionisíaca.
Violinistas de toda edad y condición se han sentido atraídos por el Concierto de Brahms, que en las manos de los más jóvenes siempre me ha sonado con una brillantez epidérmica, con un academicismo de lección memorizada y una mecánica demostración de simple competencia. Hasta que llegó Julia Fischer. Con Bach nos había dejado ya la imagen de una madurez tan inesperada como natural. La niña capaz de transformarse en adulta, y no de tocar como una adulta, para acercarse al Dios de la música. En su Brahms puede admirarse la ligera, alada sensualidad de las pasiones más livianas, pero siempre sutil, esencialmente atemperadas por el equilibrio espontáneo que impone una mente que calcula.
Allegro giocoso, ma non troppo vivace - Poco più presto del Concierto para violín en re mayor Op.77 de Brahms. Julia Fischer, violín. Orquesta Filarmónica Holandesa de Amsterdam. Yakov Kreizberg (Pentatone)