Moralistas
Para J., el problema básico de los moralistas no era otro que el de la incapacidad para encontrar (o inventar) un sistema en el que cada comportamiento hallara, incluso desde la primera vez que se hiciera manifiesto, natural acomodo en un espacio único y distinto de la regla general, de tal manera que el juicio que mereciera fuera simple e inexcusable, primario, como el cyan en la ruleta de los colores. Un orden de la vida en el que todo estuviera previsto de antemano y encajara en el universo ético con la elegancia de los elementos en la tabla periódica de Mendeleyev, ordenados verticalmente por sus valencias electrónicas, horizontalmente por su número atómico con tal armonía y distinción que a cada uno, aun a los que ni siquiera se conocen todavía, les corresponde (les espera) su cuadrícula, perfectamente individualizada y singular, y todos juntos, actuando en relaciones insospechadas para los sentidos, componen la materia de la que están hechas las cosas, la vida. Al fin y al cabo, el orden que han creído atrapar siempre las religiones sin conseguirlo, tan atadas a la historia e impotentes ante la casuística en permanente transformación de los actos humanos como los sistemas filosóficos más complejos. J. no dejaba de sorprenderse con la forma en que el hombre, mecanismo de reproducción de genes como la amapola o el zorzal, escapaba tan insistentemente a las leyes más simples de la naturaleza.
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