Intolerancia
Tengo un amigo que pasó parte de su infancia en Tánger, cuando la ciudad era una referencia internacional de apertura, libertad y tolerancia. A menudo recuerda sus visitas a la sinagoga, acompañando a su amigo judío, cuyo nombre he olvidado, y a la mezquita, junto a sus compañeros musulmanes. Debió de ser en la segunda mitad de los ‘50 cuando ocurrió algo que mi amigo, entonces un niño de apenas 6 ó 7 años, suele contar a menudo y no olvidará jamás. Una señora alemana había llegado a Tánger y, no sé por qué tipo de relación personal o profesional (el padre de mi amigo trabajaba en el diario España, una referencia de la prensa de la época), había sido invitada una tarde a su casa. Durante la merienda, se hablaba un poco de todo, hasta que salió la cuestión de la guerra, no hacía tanto terminada. La mujer empezó a contar una anécdota que ella vivió en un tren al comienzo de la contienda. Al parecer, una joven judía trataba de abandonar el país con documentación falsa y fue descubierta por la Gestapo. Mientras los agentes la sacaban del departamento y la bajaban del tren, los viajeros comenzaron a increparla, gritándole: “¡Judía, judía, judía!”. Y la buena señora contaba todo aquello entre risas y una inocultable satisfacción íntima. Mi amigo recuerda que de pronto la atmósfera de aquella amigable reunión se transformó, haciéndose cada vez más tensa, hasta que su padre se puso de pie y, dirigiéndose a la aturdida mujer, le señaló con un dedo la puerta de la calle para decirle: "Salga usted inmediatamente de esta casa". Dice mi amigo que aquella tarde aprendió que la tolerancia es una forma admirable de vivir, pero que la única forma de defenderla pasa por ser radicalmente intolerante con sus enemigos, el fanatismo, el racismo, la xenofobia… Claro que escenas como aquella resultan desagradables y se vive mucho más cómodo instalado en la equidistancia, la comprensión de las razones del otro, la sonrisa permanente y el talante. Es comprensible.
He recordado todo eso mientras me documentaba mínimamente sobre el gueto de Lodz y escuchaba un disco sorprendente y extraordinario publicado por el sello alemán Winter & Winter, que lleva por título Song of the Lodz Ghetto. Cuando el 1 de septiembre de 1939 el ejército del III Reich invadió Polonia, Lodz era la segunda ciudad del país en número de judíos (230.000), sólo superada por Varsovia. Las persecuciones empezaron de inmediato. En febrero del año siguiente se ordena la creación del gueto, que se cierra oficialmente el 1 de mayo. Organizar el encierro de tal cantidad de personas suponía un esfuerzo considerable, y las autoridades nazis recurrieron a un judío para dirigirlo. Se llamaba Mordechai Chaim Rumkowski, tenía 62 años, pelo blanco y notable prestigio entre la comunidad hebrea. Rumkowski consiguió establecer un sistema de trabajo que permitía a los habitantes del gueto intercambiar sus productos por comida, pero la escasez se hizo notar pronto y en diciembre hubo que aplicar el racionamiento. Para entonces, las pesadillas de los judíos de Lodz no habían hecho sino comenzar. A lo largo de 1941 más de 20.000 judíos de otras regiones fueron trasladados al gueto de Lodz, y en diciembre comenzaron las deportaciones al campo de exterminio de Chelmno, donde miles de personas fueron sistemáticamente asesinadas en el interior de camiones, convertidos en genuinas cámaras de gas, pues el procedimiento empleado para su exterminio era introducir el monóxido de carbono de la combustión del propio vehículo en el habitáculo cerrado en el que las víctimas se apiñaban por cientos. Durante dos años las deportaciones se alternaron con períodos de cierta calma, provocados por la necesidad de suministros de las tropas alemanas, que les proporcionaban los habitantes del gueto. Pero en junio de 1944, intuyendo la proximidad de la derrota, Heinrich Himmler ordenó su completa liquidación. Para facilitar las deportaciones masivas que siguieron a aquel mandato, los nazis hicieron creer a Rumkowski, y éste hizo creer a su vez a los habitantes del gueto, que su trabajo se necesitaba en la propia Alemania, para reparar los daños causados por los ataques aéreos de los aliados. Llegaron los trenes, cuyo destino era, en cambio, bien otro. Cercanos los soviéticos al campo de Chelmno, el destino final de miles de personas salidas de Lodz no fue otro que Auschwitz. Cuando el 19 de enero de 1945 las tropas rusas liberaron Lodz, de los más de 230.000 judíos que habitaban la ciudad cinco años atrás, sólo quedaban 877.
El conjunto Brave Old World lleva trabajando más de una década sobre la música nacida en el gueto de Lodz entre 1940 y 1944. Se trata en esencia de canciones recogidas en Israel y Estados Unidos por Gila Flam, musicóloga especializada en música étnica e hija de un superviviente del propio gueto de Lodz. Según Flam, los testimonios más importantes son los aportados por Ya’akov Rotenberg, Rumkovski Khayim, Miriam Harel y Ya’akov Flam, su propio tío, todos ellos apenas unos adolescentes en el momento de la creación del gueto. Respecto a este repertorio, los miembros de Brave Old World comentan: "Si bien las canciones más famosas de los guetos de Vilnius, Varsovia, Cracovia y Bialystok se deben en su mayoría a la pluma de reconocidos poetas y compositores, la particularidad de la música de Lodz radica en haber sido compuesta esencialmente por músicos callejeros y cantantes populares. Por eso está llena de imágenes de gran viveza sobre la vida cotidiana -y la muerte- en uno de los momentos más sombríos de la historia humana; en su temática se alternan inquietudes, provocadoras sátiras y busca de consuelo. La fuerza de esas canciones proviene de su objetivo primordial, levantar la moral y poner de manifiesto la importancia de la resistencia espiritual en circunstancias extremas".
Y la fuerza de la música resulta manifiesta. Más que canciones de muerte escuchamos auténticos cantos a la vida. Es indudable que los arreglos de Brave Old World y el uso de un amplio arsenal de instrumentos (acordeón, piano, violines, guitarra, clarinetes, contrabajo, violonchelo, címbalo, trombón) contribuyen a esa luminosidad, esa vitalidad, esa alegría que impregna buena parte del disco. Por momentos parecemos traspasar la puerta de un cabaret del Berlín republicano de Weimar, allí resuena el Mahler errante de los callejones y las cervecerías, allá hay un motivo beethoveniano que se transforma en auténtica fanfarria para banda, y de pronto nos sorprende un grito de dolor, un lamento que rasga el aire, por lo incomprensible, por esa banalidad del mal que tan bien describiera Hannah Arendt, la melancolía del tiempo definitivamente perdido. Un disco para la memoria y para la intolerancia, sí, la intolerancia.
3 comentarios:
¡Dios mío, qué horror! Por muchas veces que se oigan historias de aquello, todo sigue siendo -afortunadamente- desolador.
Lo siento, pero no me quedó el cuerpo como para atender a la parte del disco. Pero de todos modos me parece muy interesante.
Un saludo.
Sí y no. Sí que es un horror selectivo. A menudo olvidamos el genocidio impulsado por el rey Leopoldo de Bélgica en el Congo, posiblemente el mayor de la historia, o las matanzas a machetazos entre hutus y tutsis en Ruanda, la tragedia recentísima de Yugoslavia o las matanzas del GIA en Argelia (ambos casos, al lado justo de nuestra puerta). Sí que gran parte de la industria cultural que se mueve en el entorno de estas grandes tragedias tiene el olor inconfundible del morbo. Pero no estoy de acuerdo con esa idea que subyace en lo que dices (y no digo que tú lo hayas dicho, pero sí que muchos dan ese paso a partir de discursos como el tuyo), por la cual se termina relativizando la shoah, habida cuenta de que otras barbaridades parecidas han sucedido a lo largo de la historia. Creo que el holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial es más que una inmensa tragedia humana (con ser eso lo más importante), es un símbolo de nuestra civilización, y como tal símbolo pienso que debemos de tenerlo siempre presente, de profundizar en su estudio desde cuantos perfiles nos permitan conocerlo (porque entenderlo, desde una perspectiva humana, es casi imposible) con el fin de evitarlo en el futuro, aunque ya sé que hasta ahora la memoria no ha podido evitar otras catástrofes similares, pero, al fin y al cabo, poco más es lo que nos queda...
Me gusta esa idea que nos ofrece hoy, don Paolo, de la intolerancia contra la intolerancia. La idea sí, el ejemplo que nos brinda, no. Porque no me gustaría admitir tan pronto que la forma de "derrotar" a la intolerancia sea echarla a la calle cuando se presenta en nuestra mesa. Y quiero pensar que si el resto de comensales no se hubiese aguantado las ganas de contestar a esa señora, no habría sido necesario ejercer cierta violencia sobre ella (violencia en parte generada por el desagrado acumulado y no exteriorizado), se hubiese marchado, abochornada, por propia iniciativa.
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