lunes, 30 de abril de 2007

Nuestra libertad

Sumisión
No es que vaya a hacerme más ateo, más antirrelativista, más antimulticulturalista ni más antiposmoderno de lo que ya soy, pero reconozco que la lectura simultánea de Mi vida, mi libertad, el relato autobiográfico de Ayaan Hirsi Ali, y El espejismo de Dios de Richard Dawkins ha sido como un puñetazo directo a la conciencia o, tal vez mejor, como un complejo vitamínico que sirviera para revitalizarla y mantenerla alerta. No sé si Ali y Dawkins se conocen personalmente, pero deberían. Ella quizá encontrara explicaciones claras y rotundas a tantas cosas que la han atormentado a lo largo de su vida y él... él saldría sin duda alguna ganando, pues tendría ante sí el vivo ejemplo de la construcción de una individualidad, de un pensamiento crítico, de una mente capaz de liberarse de las ataduras más severas para acabar enfrentada a sus propios espejismos.

El libro de Ayaan es apasionante. El relato de su infancia y su juventud, pasada entre Somalia, Arabia Saudí, Etiopía y Kenya, tiene la fuerza hipnótica de una gran novela de aventuras ambientada en un pasado lejano y exótico. Me costó trabajo aceptar que era una mujer algo más joven que yo la que me estaba contando su vida. A pesar de todo lo que sabemos acerca de los países musulmanes, pese a los múltiples reportajes de prensa y a los no menos numerosos documentales de televisión, a pesar de las noticias directas de conocidos que mantienen relaciones permanentes con comunidades musulmanas, era como si se abriera ante mí un mundo que nunca habría imaginado que llegara en esa forma a finales del siglo XX. Porque además, lo que Ayaan nos cuenta no es la situación provocada por el delirio ultrafundamentalista de los talibanes afganos o del wahabismo saudí, sino la situación diaria de millones de seres humanos que viven en los países islamistas moderados (y subrayo muy intencionadamente el adjetivo). Como ella va descubriendo con una lucidez extraordinaria a lo largo de su peripecia personal, no es una interpretación más o menos extremista del Islam la que causa esta situación, es el Islam en sí mismo el que pone barrotes no ya a los cuerpos, sino a las mentes de los individuos, tanto a hombres como a mujeres, aunque sean éstas las más perjudicadas, pues su única misión en el mundo, y en espera de la recompensa ultraterrena, es ser y mostrarse por completo sumisas, a Alá y a los varones. (No parece en vano que ‘Islam’ signifique literalmente ‘Sumisión’.)

Debo aclarar que si el relato de Ayaan tiene ese magnetismo y provoca esa fascinación no es desde luego porque esté escrito como un lamento continuo, como una jeremiada en la que ella se presente como la gran víctima, rodeada de seres malvados y perturbados mentales. No, todo lo contrario. Su fuerza radica en que lo que cuenta lo hace con absoluta naturalidad, porque aquello es lo natural, lo normal. No hay ni pizca de rencor en todo el libro, que está dedicado a su familia. No hay rencor para su abuela, sino cariño y agradecimiento por enseñarle a sobrevivir en su medio, a pesar de que fue su abuela la que, aprovechando la ausencia de los padres, la sometió a la mutilación genital. No hay rencor para su madre, una mujer permanentemente amargada y fuera de su mundo, que la maltrataba sistemáticamente, sino comprensión y amor. No hay rencor para su padre, que la repudió cuando se refugió en Holanda huyendo de un matrimonio indeseado, sino admiración y lealtad. Ni siquiera hay rencor para Rita Verdonk, la compañera de partido, ministra de Interior, que la sometió a un vergonzoso proceso político para arrebatarle la nacionalidad holandesa cuando las amenazas de muerte la hacían vivir rodeada de guardaespaldas y en permanente vigilia, cambiando casi cada noche de albergue. Ni rencor para los vecinos que la obligaron a abandonar su casa por el riesgo que suponía para la seguridad de su zona residencial. Es más, al final del libro, Ayaan hace una sentida referencia a su sentimiento de orgullo por haber podido conservar la nacionalidad holandesa y lanza un mensaje de agradecimiento a la sociedad que la acogió, pero además se reconoce como una privilegiada que pide que no se juzguen sus ideas por el hecho de poder ser considerada una víctima sino por el valor de esas ideas en sí mismas.

Ayaan jamás se regodea en lo escabroso. Narra la fractura de cráneo que le provocó un profesor de Corán casi como si le hubiera pasado a otra chica, mientras que el relato de su ceremonia de purificación (a los 5 años de edad) resulta terrorífico para cualquiera, pero ella lo narra con una sencillez y una sobriedad admirables, a pesar de que cuenta cómo la abrieron de piernas y la sujetaron entre varios y cómo sintió las tijeras que le seccionaban el clítoris y los labios menores y luego la aguja cosiendo los labios mayores, el dolor insoportable no sólo de ese momento, sino durante los quince días que tardó en reponerse. Y si a veces hace cierto énfasis en situaciones que para nosotros son del todo punto inaceptables, los protagonistas, las víctimas siempre son otros, como cuando estalla la guerra civil en Somalia y ella, que hacía apenas un mes se había trasladado a Kenya, se acerca hasta un campo de refugiados en la frontera para tratar de salvar a unos familiares. Las impresiones de aquellos días son sencillamente aterradoras. O como, cuando ya residiendo en Holanda, trabaja de intérprete y tiene que acompañar al ginecólogo a una chica somalí a la que habían practicado un tipo de ablación extrema, y nos cuenta el espanto de los médicos; o a aquella otra que pedía asilo político y tenía que traducir cómo había sido convertida en esclava sexual y cómo le habían arrebatado a su bebé y la habían obligado a contemplar cómo se abrasaba en una hoguera (por cierto, abro paréntesis, que esta práctica de arrojar a los niños al fuego mientras se viola a las madres está, según nos cuenta aquí Bernard-Hénri Levy, bastante extendida por la zona, pero creo que se trata de un asunto por el que no debemos preocuparnos demasiado, al menos de momento. Al fin y al cabo, se trata del conflicto interno de un estado soberano; ya habrá tiempo, si intervienen los estadounidenses, de manifestarnos horrorizados por su imperialista política exterior. Cierro paréntesis).

Otro momento clave del libro es la llegada al aeropuerto de Fráncfort, sus primeros días de estancia en Alemania y luego en Holanda. El descubrimiento emocionado de la civilización, del Estado de derecho, del individuo. Frente a la brutalidad y el oscurantismo de las autoridades de los países que había conocido, frente a la sumisión obligada a la religión y al honor de la familia, frente a la disolución de su individualidad en el cuerpo gregario del clan, de pronto la libertad, el individuo como sujeto de derechos inalienables, el funcionamiento regular de los servicios públicos y la existencia de un estado benefactor, cuyos agentes tratan de ayudarla a resolver sus problemas y no buscan la forma de extorsionarla. ¿Por qué hacéis esto por mí?, repite una y otra vez a policías y funcionarios. Es la ley, le responden, con absoluta naturalidad.

La carrera política de Ali es aleccionadora. Su adscripción primera a los socialdemócratas y la sorpresa cuándo tras el 11-S descubre la ceguera absoluta de sus dirigentes con respecto al problema del Islam y de la inmigración (el 11-S le sirvió también para encontrar a “analistas estúpidos hasta la exasperación –en particular los que se autodenominaban arabistas [tenemos por aquí legiones de esos], aunque desconocían la realidad del mundo islámico– [que] escribían numerosos comentarios. En sus artículos decían que el islam había salvado del olvido a Aristóteles y el número cero gracias a los sabios musulmanes que habían vivido ochocientos años antes; que el islam era una religión de paz y tolerancia, carente del menor atisbo de violencia. Eran cuentos de hadas que no tenían nada que ver con el mundo real que yo conocía”.). Comienzan entonces sus primeros artículos, sus primeras comparecencias públicas, siempre polémicas, simplemente por contar la verdad. No me resisto a traer aquí un hecho en verdad significativo (y a la vez desmoralizador). Ayaan asiste a una mesa redonda cuyo tema era: “Occidente o el islam: ¿quién necesita un Voltaire?”. Para su (mi) sorpresa, la mayoría de oradores (occidentales) opinaban que Occidente necesitaba otro Voltaire y expresaban las razones por las que consideraban que las cosas estaban tan mal por aquí: “la arrogancia de invadir otros países, el neocolonialismo y la decadencia de un sistema que había creado sociedades consumistas” y el blablabla que por bien conocido me ahorro. Fue un iraní, profesor de Derecho Penal en Amsterdam, quien vino a decir que el islam necesitaba una renovación crítica, pero en el debate posterior la mayoría de los que pedían la palabra no estaban de acuerdo con el profesor iraní, sino con los primeros oradores. Entonces Ayaan se levantó: “Miren cuántos Voltaires tiene Occidente. No nos nieguen el derecho a tener también nuestro Voltaire. Miren a nuestras mujeres y miren a nuestros países. Miren cómo huimos y les pedimos refugio y cómo hay gente que en su locura estrella aviones contra edificios. Permítannos tener un Voltaire, porque aún vivimos en la Edad Oscura”. Luego, el asesinato de Pim Fortuyn, el partido liberal, las elecciones, el Parlamento, Sumisión Parte 1, Theo van Gogh, su asesinato y la huida de Europa.

Ella se esfuerza en presentar este último suceso como una decisión personal, tomada en realidad antes de que se pusiera en marcha el proceso contra su nacionalidad holandesa, pero está claro que después de la denuncia de sus vecinos, después de la odisea que la obligaron a seguir por preservar su seguridad a toda costa, Holanda (y en realidad toda Europa) había dejado de ser un lugar seguro en el que residir. Resulta curioso ver cómo Ali y Dawkins coinciden en la alusión a Spinoza, el primer espíritu verdaderamente libre de Europa. Algo va muy mal en nuestro continente si un país como Holanda, símbolo de la tolerancia y de la libertad, la patria de Spinoza, es incapaz de preservar la seguridad de gente como Fortuyn, como van Gogh o Ali, y no me refiero ahora a su vida, pues está claro que ningún estado puede garantizar al 100% la vida de nadie, sino a la seguridad de que su discurso, sus ideas, sus mensajes merecen ser protegidos hasta el final, aunque no los compartamos, porque sus crímenes (como los de tantos otros en España, el paralelismo resulta perfectamente consecuente) no fueron crímenes comunes, fueron crímenes políticos. Fortuyn y van Gogh murieron por ejercer su libertad, que es también la nuestra. Muchos otros lo han hecho en otro tiempo, ya lo sé, pero hasta hace bien poco existía una unidad sin fisuras en torno a la idea de que era importante mantener incólumes los valores de la libertad que nos han hecho ser lo que somos, ciudadanos libres e iguales en el seno de estados de derecho, unos valores que algunas tendencias ideológicas que se quieren dominantes han sustituido por una especie de “síndrome de Estocolmo”, por el cual es signo de inteligencia respetar aquello que atenta contra nuestros valores y nos destruye. No puedo olvidar que ante la irrupción pública de las polémicas en torno a Ayaan Hirsi Ali, no tardó mucho Timothy Garton Ash en acusarla de ser “una fundamentalista de la Ilustración”. Tontos útiles los hay en todas partes. Así que prefiero quedarme con una sentencia de esta mujer valiente y decidida, lúcida y admirable:

Algunos me preguntan si albergo algún deseo de morir por decir lo que digo. La respuesta es que no: me gustaría seguir viviendo. Sin embargo, hay cosas que es necesario decir, y hay épocas en que el silencio es cómplice de la injusticia.


miércoles, 18 de abril de 2007

Lorenzo Milá: el telediario más guay

No conviene perderse esta entrada de Renault. El pdf que se enlaza es largo (menos de lo que en principio parece, porque está lleno de imágenes), pero muy muy jugoso...

martes, 17 de abril de 2007

Miserere mei Deus


José de Nebra (Calatayud, 1702 - Madrid, 1768) es sin duda uno de los compositores que más está beneficiándose de la corriente de recuperación del patrimonio musical español de los siglos XVII a XIX, durante mucho tiempo demasiado poco considerado. Tanto la música teatral como la religiosa que está conociéndose de Nebra lo colocan en un lugar muy eminente de la Europa musical de su tiempo, por lo que el olvido de su nombre hasta hace apenas una década se hace aún más incomprensible. Este disco, que se publica en el sello del Festival de Música Antigua de Aranjuez (gran iniciativa, que tendría mejor acogida con diseños más modernos y atractivos), recoge una escena de la música escrita por el compositor para un auto sacramental de Calderón (El Diablo mundo), representado en Madrid en 1751, y un Miserere a dúo, para dos voces de soprano, cuerda y continuo que se ha conservado en el Archivo de Música de las Catedrales de Zaragoza. Escrito bajo la larga sombra del estilo napolitano de mediados de la centuria (el célebre Stabat Mater de Pergolesi parece un modelo más que razonable, y no sólo por el orgánico empleado), la obra toma a menudo caminos insospechados que la aproximan a una sensibilidad no ya plenamente clásica, sino en la que incluso resuenan sonoridades de inequívoca naturaleza prerromántica. Luis Antonio González dirige a Los Músicos de Su Alteza, sin duda uno de los mejores grupos españoles dedicados a la música del XVIII, una interpretación muy matizada, que alcanza momentos de exquisita delicadeza en momentos como este "Sacrificium Deo" que Raquel Andueza canta de manera por completo turbadora.


"Sacrificium Deo", Miserere de José de Nebra. Raquel Andueza. Los Músicos de Su Alteza. Luis Antonio González (Música Antigua Aranjuez).

domingo, 15 de abril de 2007

El canon

La creación artística (entendida en sentido laxo, es decir, igualando a Bergman con Amenábar, a Kundera con Rosa Regás y a Sciarrino con Miguel Bosé) está, por norma, sobrevalorada en Occidente. A los productores de obras de arte (in extenso) se los considera sujetos extraordinarios, una especie de prolongación de los brujos paleolíticos, cuya función es clave para apaciguar a la divinidad y mantener la cohesión y la seguridad de la tribu. Por eso se dictan a su favor leyes de excepción y se protege su tarea como si de ella dependiera la supervivencia no ya del clan, sino incluso de la raza humana. Pero la obra de arte (su producción y su disfrute) es sólo una forma de participación social entre otras posibles (el deporte, los cafés, las ermitas, los chiringuitos de playa y los parques públicos cumplen idéntica función) y su tratamiento como cosa excepcional debería depender de la excepcionalidad de la cosa, es decir, protejamos a Barceló pero dejemos que Cattelan mueva sus piedras y sus poleas él solito.

Habida cuenta de que la distinción de lo excepcional se rige por criterios de difícil objetividad (habrá incluso quien considere un genio a Cattelan), las normas protectoras de la actividad artística deberían limitarse considerablemente en número y huir radicalmente de las generalizaciones, que alcanzarían indiscriminada e inevitablemente a un número proporcionalmente elevadísimo de mediocres (la campana de Gauss no engaña), provocando para la sociedad una dudosamente aceptable relación coste/beneficio. Esto es, menos leyes generales y más actuaciones en pro de la excelencia artística social e históricamente asentada. Si el mercado es válido para las lechugas, los utilitarios y las botas de fútbol, por qué no habría de serlo para las películas en vascuence, la poesía fonética y los cuartetos de cuerda.

Llama poderosamente la atención cómo en los últimos años la socialdemocracia europea ha iniciado un progresivo abandono del mundo de lo real y sus implicaciones morales para refugiarse en la imposición ideal de normas pretendidamente igualadoras que supuestamente habrán de traernos un futuro de paz, concordia e igualdad eterna e infinita. Toda la política discriminatoria (eufemísticamente calificada de positiva) pergeñada por los gobiernos occidentales (no sólo socialdemócratas, cierto, aunque éstos se han lanzado sobre ella con mayor entusiasmo, verbigracia, Zapatero and company) responde a esos criterios, como el apaciguamiento con el terrorismo islamista, liderado igualmente por el presidente Rodríguez, o la incomprensión absoluta sobre algo tan real y tan elemental como las consecuencias del progreso tecnológico.

Aceptemos como normal que las sociedades de autores quieran obtener el máximo beneficio para sus asociados y rastreen hasta el códice de Hammurabi en busca de argumentos jurídicos y morales que avalen sus pretensiones, pero que el Gobierno les conceda prácticamente todo lo que piden resulta desde luego inconcebible. Los sucesivos impuestos con los que se gravan soportes de registros de datos informáticos, programas de software y equipos y las restricciones legales al uso de los avances tecnológicos –so pretexto siempre de la defensa de la propiedad intelectual y la supervivencia de la actividad artística–, son la expresión más cruda de esta realidad. El blindaje que pretenden los creadores (¡oh, los creadores!) en el arcádico mundo de control absoluto de su producción es incompatible con los tiempos modernos. La informática y sus aledaños están ejerciendo de tecnologías disruptivas (y perdón por el palabro, pero lo leí el otro día y me gustó, suena recio) como ha habido muchas a lo largo de la historia de la Humanidad, acabando con oficios y costumbres y dando lugar a otros nuevas. ¿Se imaginan que los amanuenses hubieran exigido el pago de un canon por cada imprenta que se instalara a finales del siglo XV? ¿O que los arrieros hubieran hecho lo mismo por cada camión que se vendía?

Hasta hace bien poco producir un disco o un libro era algo muy caro, que quedaba lejos del alcance del consumidor medio, y su copia resultaba también más que problemática. Hoy la producción no resulta especialmente onerosa, hasta el punto de que cualquiera puede hacer en su casa un libro o un disco con medios muy modestos, y los sistemas de copia permiten réplicas si no siempre exactas más que satisfactorias para la mayoría de los interesados y a precios que rozan en ocasiones la gratuidad. ¿Por qué habrían los consumidores de renunciar a esas ventajas que les proporciona el avance tecnológico en función de un más que dudoso derecho de propiedad intelectual? La propiedad intelectual está ya, a mi modo de ver, sobreprotegida (¿cuánto tardarán los avispados alcaldes en cobrarnos un canon por fotografiar los monumentos de sus respectivas ciudades?, ¿podremos colgar estas fotos en internet?, ¿se creará en el futuro una policía que haga registros aleatorios de las casas en busca de copias prohibidas?) y los creadores (¡oh, los creadores!) lo que tienen que hacer es adaptarse a la realidad del tiempo que les ha tocado vivir, aunque eso a mí personalmente me perjudique (y mucho, pero me aguanto) y dejar de llorar como plañideras, tratando de poner puertas al campo y alargar en el tiempo una situación insostenible. Los autores ya cobran (sin reparos y sin remilgos) por la exhibición pública de sus obras hasta límites que rozan lo abusivo. Por ejemplo, si usted tiene un comercio y se lleva una radio a la trastienda para distraerse mientras no hay público, le cobran un canon por tener un medio de difusión de música en lugar público (y eso aunque a usted no le guste la música y escuche todo el rato programas informativos). Puestos en esta tesitura, puede que llegue el tiempo en que seamos los consumidores los que nos unamos para exigir a los autores un canon por la saturación acústica de nuestro espacio vital. Que vamos a un supermercado y tienen puesto los 40 Principales, sacamos nuestra tarjetita de consumidor antirruido y canon al canto; que nos subimos a un taxi y el taxista viaja con Kiss Fm a toda mecha, canon; que en el bar hay una tele encendida, tarjetita y canon (¿no paga el dueño del bar por poner el televisor, por qué no íbamos a cobrar nosotros, que odiamos la tele?); que el dentista nos atribula con una dosis excesiva de Richard Clayderman, canon doble, y así... A ver quién resistía más.

viernes, 13 de abril de 2007

Soleá

A J. le producían urticaria los haikus, los tankas y en general todas esas formas breves de la poesía oriental, con sus cielos siempre demasiado azules, sus aborrecibles lunas de oro y plata, sus bosques eternamente susurrantes y la tibieza acariciadora de los pútridos labios de la amada. Y para colmo, la defensa del pedantuelo de Borges. Pero una vez topó con un poema de Aquilino Duque, una soleá, que es el haiku de los gitanos, y se replanteó absolutamente todas sus fobias. Decía así:

Reloj de arena
tu cuerpo.
Te estrecharé la cintura
para que no pase
el tiempo.

jueves, 12 de abril de 2007

Verba Iesu in cantu

Dicit Dominus. Schola Antiqua

Frente a la exuberante intensidad de otras visiones, el tiempo se detiene en esta forma de entender el canto gregoriano. En su último disco, Schola Antiqua le da la palabra al galileo, algo tan raro de oír en la música monástica...
Beatus servus, quem, cum venerit Dominus, invenerit vigilantem: amen dico vobis, super omnia bona sua constituet eum.


Beatus servus. Schola Antiqua. Juan Carlos Asensio (Pneuma)

miércoles, 11 de abril de 2007

Un día crucial

Aquel en que un gobernante le dijo a un clérigo, Mire, me parece muy bien que ustedes publiquen todos los años su Índice de libros prohibidos, pero esa lista no afecta a la sociedad, allá cada cual con su conciencia, sus pecados no son delito.

martes, 10 de abril de 2007

El miedo a la libertad

¡Atención! Pregunta: ¿qué tienen estas imágenes en común?

Girbaud

Mahoma

Dolce & Gabanna



JAM Montoya

Armani

lunes, 9 de abril de 2007

Me gustan los lunes

Sí, porque vuelve la rutina. Hay rutinas embrutecedoras y otras que nos atan a aquello que más amamos. Y si me gustan los lunes es por la soledad deseada de las mañanas, la tranquilidad y el silencio de las horas de la siesta y, sobre todo, porque sé que llegará la noche, cogeré mi radio y mis auriculares, me calzaré mis Gios Eppo y saldré al encuentro de la luz por las calles de la ciudad en penumbra, sabiendo que no existe riesgo alguno de que una feminazi me acuse de sexismo.

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domingo, 8 de abril de 2007

sábado, 7 de abril de 2007

Melancolía

MorleyDurante siglos la música británica se distinguió de la continental por su especial gusto por las consonancias imperfectas (terceras, sextas) frente a las consonacias perfectas paralelas que eran mucho más características del resto de Europa. Era una música biensonante, de sonoridades dulces, elegante, sencilla, sin disonancias ni estridencias. En correspondencia, en las islas se desarrollaron de forma muy destacada los instrumentos de timbres leves y acariciantes, como los del broken consort (esto es, conjunto de instrumentos de familias diferentes) para los cuales Thomas Morley previó su First Book of Consort Lessons, que publicó con obras propias y de otros grandes maestros de su tiempo en 1599. Se trataba de una mezcla de tres instrumentos de cuerda pulsada (laúd, pandora, cítola), dos violas da gamba (una soprano y otra bajo) y una flauta dulce. Aunque hoy pueda resultar extraña, la combinación era muy habitual en la época, como demuestran otras colecciones coetáneas (las Lessons for Consorts de Philip Rosseter, diez años posterior, sin ir más lejos) y la documentación que ha quedado sobre famosas veladas musicales, como la que el duque de Hertford dedicó a Isabel I en 1591.

El conjunto La Caccia, que dirigen el laudista Philippe Malfeyt y el flautista Patrick Denecker, ha tenido muy en cuenta la tradición del delicado sonido inglés para este disco del sello Ricercar dedicado al primer libro de Morley, en el que todo es un puro abandono hedonista, donde nada está violentado ni forzado. Lejos del patetismo torturado de visiones más profundamente románticas y turbadoras, hasta las célebres lágrimas de Dowland resbalan por nuestros oídos con el placer que sólo se obtiene de la dulce melancolía.


Lachrimae Pavin, de John Dowland. La Caccia. Patrick Denecker. (Ricercar)

viernes, 6 de abril de 2007

Drift

Drift
Derivas...

Liquidado el Festival Confluencias, al menos aún perdura el Concurso Internacional de Miniaturas Electroacústicas, que llega a su quinta convocatoria.

[Instrucciones para ir a la deriva y pasar desapercibido:

1. Sonría usted permanentemente. Aunque una foca bípeda le pise en medio de una bulla, sonría.
2. Visite alguna web porno de confianza. Le ayudará a mantener la adrenalina siempre alta.
3. Escuche en auriculares los grandes éxitos pop de los últimos 30 años. Si no los tiene, bájeselos del emule. Le servirá para mantenerse entretenido.
4. No salga de su casa bajo ningún concepto. Con eso, además evitará los riesgos de bullas y de pisotones.
5. Olvídese por completo de Kafka, de Bergman, de Tapiès y de Dowland.
6. No hable bajo ninguna circunstancia. Una serie de sonrisas encadenadas bastará para convencer a sus interlocutores de que su estado de ánimo es óptimo y no conviene alterarlo.
7. Eluda muy especialmente los telediarios de las cadenas públicas, el editorial de El País y el Humor Amarillo o, en último caso, permítaselo brevemente en soledad. Un poco de llanto puede hacerle bien, sobre todo si el ridículo es ajeno.
8. Deje en silencio su teléfono móvil. Ya tendrá tiempo de explicar que fue producto de un olvido.
9. Coma pipas con frenesí. El ruido evitará la incómoda sensación del silencio no deseado por algún familiar o amigo especialmente picajoso.
10. Enfrásquese en alguna tarea atrasada, sobre todo, si tiene que encerrarse para realizarla, pero tampoco abuse del aislamiento, podría despertar sospechas y propiciar incómodos interrogatorios.

Este decálogo puede reducirse a dos reglas fundamentales: no salte jamás por la ventana si vive por encima de un primer piso y al prójimo como a ti mismo.]


Con Drift, el norteamericano Ed Martin ganó la edición del año 2005.


Drift de Ed Martin.

jueves, 5 de abril de 2007

Torso de Apolo arcaico

Para J., Rilke servía como una especie de gran vademécum en el que siempre hallaba sin esfuerzo la imagen capaz de penetrar en su estado de ánimo, de cifrar y poner en orden sus obsesiones, de encontrar palabras para aquello que más hondo sentía. A menudo bastaba con abrir uno de sus libros de poemas y dejarse llevar por el azar; en sus metáforas ambiguas, en su abigarrado y hermético universo de constantes proyecciones turbulentas bastaba con trastocar el orden de un verso, con añadir una preposición o variar el sentido de un sustantivo para crear algo nuevo que lo señalaba con el dedo.

Llevaba todo el día sin poder liberarse de la voz de Debbie Harry, que cantaba aquello de "...You've got to see her/ Go insane and out of your mind...", y era el gesto bergmaniano de Gena Rowlands en Otra mujer el que se le aparecía una y otra vez, como guiando sus pensamientos. Todo daba vueltas, el diluvio del día antes, el insomnio, la desesperación, Rowlands, Woody Allen y ahora el libro de Rilke en aquella vieja edición bilingüe que salvó de la guillotina de los restos de serie; y mientras en su cerebro, azul como el hielo y el deseo, seguía resonando la voz de fuego, "...Won't come in from the rain...", sus ojos resbalaron por el torso de Apolo para acabar sobre una línea que inconscientemente reinterpretó a su gusto, "pues no hay en ella un punto en que no te vea", y de pronto fue de nuevo la lluvia, inocentemente cayendo sobre su pelo encendido, sobre la piedra centenaria.

Archaïscher Torso Apollos

Wir kannten nicht sein unerhörtes Haupt,
darin die Augenäpfel reiften. Aber
sein Torso glüht noch wie ein Kandelaber,
in dem sein Schauen, nur zurückgeschraubt,

sich hält und glänzt. Sonst könnte nicht der Bug
der Brust dich blenden, und im leisen Drehen
der Lenden könnte nicht ein Lächeln gehen
zu jener Mitte, die die Zeugung trug.

Sonst stünde dieser Stein entstellt und kurz
unter der Schultern durchsichtigem Sturz
und flimmerte nicht so wie Raubtierfelle;

und bräche nicht aus allen seinen Rändern
aus wie ein Stern: denn da ist keine Stelle,
die dich nicht sieht. Du musst dein Leben ändern.