miércoles, 17 de agosto de 2005

Ariadna

Teseo y el Minotauro en un mosaico romano
En Los Reyes (1949), breve y poco difundida pieza teatral, la primera obra publicada con su nombre, Julio Cortázar plantea una revisión del mito de Teseo y el Minotauro, en un juego transgresor que no era nuevo en absoluto y que tiene en el simbolismo francés un punto evidente de anclaje. Para Cortázar, Ariadna no se enamora de Teseo. Ella ama al Minotauro, su medio hermano, con el que convivió durante su infancia en el palacio de Cnossos. Su hilo no está destinado por tanto a la salvación del héroe, sino a la de su víctima, que ella espera resulte victoriosa en la lucha ("¡Ven, hermano, ven, amante al fin!"). Teseo y Minos no son en realidad rivales, pues ambos se necesitan mutuamente y están dispuestos a colaborar para alcanzar sus fines. Minos espera que el héroe ateniense le libre del símbolo evidente de su deshonor, de aquel de quien además sospecha que no devora a los jóvenes que le son entregados cada nueve años, sino que trama con ellos la creación de una nueva raza para su destronamiento. Teseo sueña con que su hazaña guerrera ("¡Los héroes odian las palabras!") le permita desembarazarse de todos sus rivales en el camino de la sucesión de su padre Egeo al frente de Atenas. Por su parte, el Minotauro sueña con Ariana, que para él es el mar (y así se lo dice también el ateniense), pese a lo cual se dejará matar por Teseo, a quien considera su libertador ("¿No comprendes que te estoy pidiendo que me mates, que te estoy pidiendo la vida?"). Opta por la muerte para convertirse en mito y así poder infiltrarse, símbolo de la libertad, no solo en el espíritu de Ariadna, sino en el del mundo entero. ("Ariana, en tu profundidad inviolada iré surgiendo como un delfín azulísimo. Como la ráfaga libre que soñabas vanamente. ¡Yo soy tu esperanza! ¡Tú volverás a mí porque estaré instaurado, incitante y urgido, en tu desconcertada doncellez de sueño!").

En una carta a Sergio Sergi los comentarios del propio Cortázar son esclarecedores al respecto: "Teseo es el orden, la ley. ¿Por qué mataba Teseo a los monstruos [...]? Porque el monstruo es aquel que escapa a la codificación, es lo libre, el individuo puro, sin especie.[...] El Minotauro representará pues al individuo libre y anárquico, y en cierta medida al poeta (anarquista espiritual)". En 1983, cuando la obra se publicó por primera vez en francés, el autor escribió un sucinto prólogo en el que hacía una lectura por completo política del texto, lo cual se entiende a la perfección si lo situamos en el contexto de los últimos años de la vida del argentino, años, como es bien sabido, de compromiso con las utopías izquierdistas hispanoamericanas, de las que hoy sabemos tantas otras cosas que el escritor nunca llegó a conocer. Algunas frases recuerdan incluso las famosas retractaciones públicas de los artistas forzadas por las autoridades stalinistas o maoístas, hasta el punto de que Cortázar llega casi a arrepentirse del esteticismo formalista de la pieza:

En aquella época yo no veía lo que había en el reverso de mi texto, pues lo estético me preocupaba entonces mucho más que lo ético o lo histórico; para mí se trataba simplemente de dar una versión diferente del mito del Minotauro y de Teseo, invirtiendo la versión que podía calificarse de oficial, es decir el punto de vista autocrático de Minos frente a la amenaza latente que representa para su trono el hijo del toro y de Pasifae. [...] Sigo creyendo que el Minotauro -es decir, el poeta, la criatura doble, capaz de aprehender una realidad diferente y más rica que la realidad habitual- no ha dejado de ser ese "monstruo" que los tiranos y sus secuaces de todos los tiempos temen y detestan y quieren aniquilar para que sus palabras no lleguen a los oídos del pueblo y hagan caer las murallas que los encierran en sus redes de leyes y de tradiciones petrificantes. Por su lado Teseo es siempre la encarnación de lo que recibe hoy diferentes nombres -fascismo entre otros- puesto que su espada no está al servicio de la libertad sino de lo que representa Minos, símbolo de la opresión, de la reificación de los pueblos. Y Ariana, que tiene el coraje desesperado de amar a su hermano infamante, vive en mí como el símbolo de la mujer que cada día se alza más a su verdadera condición que la historia le ha negado hasta ahora.

No deja de resultar curioso que 1949 sea también el año de la publicación de El Aleph, que incluye un breve relato de apenas dos páginas titulado La casa de Asterión, en el que Borges ofrece una lectura del mito coincidente en algunos aspectos con el punto de vista cortazariano. El laberinto es realmente infinito ("Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero") y eso angustia al Minotauro que espera impaciente a su libertador: "Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?". La transgresión no alcanza en cualquier caso en Borges los umbrales de Cortázar (ni por supuesto roza lo más mínimo la preocupación política, que no fue motivo de sus desvelos ni en el 49 ni en el 83 ni nunca). "-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo- El minotauro apenas se defendió."

En el año 2004, Los Reyes conoció una versión operística, con libreto y música de Philippe Fenelon, que en mayo de aquel mismo año subió por primera vez a las tablas en la Ópera Nacional de Burdeos con puesta en escena, escenografía y vestuario de Yannis Kokkos. Nada nuevo bajo el sol. Desde su misma aparición en Italia a comienzos del Seicento, la ópera ha sido diligente compañera del personaje de Ariadna, bien haciendo hincapié en su primera relación con el Teseo que precisa ayuda para acabar con el monstruo, en la desesperación provocada por el abandono posterior del héroe, en su final reconciliación con la vida de la mano de Baco o bien, como en la magistral Ariadne auf Naxos de Strauss-Hoffmanthal, ofreciendo el mito como simple excusa lúdica para una febril representación de la lucha de contrarios que mueve el mundo. En carta al compositor, Hoffmansthal dejaba claro su punto de vista: Ariadna encarnaría la fidelidad y la nobleza; Zerbinetta, la infidelidad y la frivolidad, pero lejos de incitar con ello a un juicio moral, el dramaturgo pretendía destacar con ese antagonismo la tensión que caracteriza a todo lo humano: la fidelidad absoluta lleva a la petrificación y a la muerte, mientras que la infidelidad es en el fondo la ley de la vida, pues ésta no es otra cosa que devenir y movimiento.

Por supuesto, en el principio está la Arianna de Monteverdi, la obra compuesta sobre libreto de Ottavio Rinuccini para las bodas celebradas en Mantua en 1608 entre el príncipe Francesco de Mantua y Margarita de Saboya. Así describía su estreno el enviado de Venecia a las celebraciones nupciales: "Se representó más tarde la comedia en música, que comenzó antes del avemaría y duró hasta las tres de la madrugada, y todos los bien vestidos recitantes hicieron muy bien su papel, siendo la mejor de todos la que representaba a Ariadna: se hizo la fábula de Ariadna y Teseo, que en su lamento en música acompañado de violines y violas hizo llorar a muchos su desgracia; había un tal Raso, músico, que cantó divinamente, aunque lo superó Ariadna, y los eunucos y los demás no parecieron nada. Vino una nube del cielo con Júpiter y éste bendijo la boda de Ariadna y Baco, y no cambió la escena, que era toda de montes, escollos y arena". Como es bien sabido, ese lamento (que hizo llorar a tantos y que Monteverdi trató en varias ocasiones a lo largo de su vida) es lo único que ha sobrevivido de la ópera, aunque en los últimos tiempos, en el ambiente musical se rumorea con insistencia que Alan Curtis podría haber localizado la partitura completa de la obra, lo cual, de confirmarse, sería el descubrimiento musicológico del milenio.

Ariadne de Johann Georg ConradiSon innumerables los compositores que trataron el tema de Ariadna en óperas u obras dramáticas de distintos tipos. La mayoría de ellos se concentra en el Barroco. Una lista no exhaustiva debería incluir al menos a Johann Sigismund Kusser, Johann Georg Conradi, Bernardo Pasquini, Giuseppe Maria Orlandini, Giovanni Alberto Ristori, Georg Friedrich Haendel, Benedetto Marcello, Francesco de Feo, Leonardo Leo, Riccardo Broschi, Nicola Porpora, Giuseppe de Majo, Andrea Adolfati, Girolamo Abos, Giovanni Battista Pescetti, Pasquale Cafaro, Antonio Maria Mazzoni... En el Clasicismo y el Romanticismo, con la reducción del tratamiento de los temas mitológicos, la lista es más corta, pero no debería olvidarse a Franz Joseph Haydn (su célebre cantata Ariadna en Naxos), Jiri Antonin Benda, Pasquale Anfossi, Giuseppe Ponzo, Felice Alessandri, Angelo Tarchi, Bernhard Klein, Anton Fischer o Victor Pelissier. El siglo XX tampoco se olvidó de la hija de Minos, como demuestran, además del ya citado Richard Strauss, Bohuslav Martinu, Darius Milhaud, Carl Orff, Hans Haug, Thea Musgrave o Alexander Goehr, cuya Arianna data de 1995.

Como puede apreciarse, la mayoría de los nombres son italianos, especialmente en los siglos XVII y XVIII; no en vano, fueron ellos los creadores del invento. No deja de causar sorpresa por ello la edición que presenta el sello CPO de la Ariadne de Johann Georg Conradi, obra que permaneció en la Biblioteca del Congreso de Washington sin que su autor fuera conocido hasta que en 1970 lo descubriese y difundiese el musicólogo George Bülow. El Festival de Música Antigua de Boston presentó en escena la ópera en su edición de 2003 y ahora aquellas representaciones llegan al disco.

Conradi había nacido hacia 1645 en Oettingen, ciudad donde ocupó el puesto de director musical antes de pasar a ser maestro de orquesta de la corte de Anbach y de recalar en el Teatro del Mercado de Ocas de Hamburgo en 1690, un centro inaugurado sólo doce años antes y que disponía de uno de los escenarios más amplios y con más posibilidades técnicas de la Europa de su tiempo. En los tres años que permaneció a su frente, Conradi presentó allí multitud de óperas italianas y de Lully además de ocho composiciones propias, de las cuales sólo ha sobrevivido la Ariadne, que se estrenó en 1691 con extraordinario éxito, como contaría mucho después el teórico y compositor Johann Mattheson, que por entonces era un niño de coro del teatro.

La ópera italiana había tardado en conquistar las tierras del Imperio, frenada sin duda por la Guerra de los Treinta Años. Si bien Schütz, alumno en Venecia de Gabrieli primero y de Monteverdi después, había escrito en 1627 una Dafne que se ha perdido y se considera la primera ópera alemana de la historia, no fue hasta la segunda mitad del siglo XVII cuando el género se estableció con fuerza tanto en Viena como en los estados del norte. Fueron compañías itinerantes llegadas de la misma Italia las que difundieron los títulos líricos antes de que el arraigo del género provocase por sí mismo el surgimiento de teatros y compañías propias. Así y todo, son pocos los títulos alemanes que han sobrevivido al paso de los siglos, y por ello la importancia de esta Ariadne, que contiene una música extraordinaria. Apoyada en un libreto excepcional de Christian Heinrich Postel, la obra es una mezcla de elementos franceses (obertura y danzas: chaconas y pasacalles de corte típicamente lullysta), italianos (las arias, los recitativos, los ritornelos) y autóctonos (las arias cómicas, que provienen de la fértil tradición de las canciones populares alemanas), todo ello manejado con auténtico talento dramático y musical.

La Ariadna de Conradi no tiene, desde luego, nada que ver con Los Reyes de Cortázar. Lo que nos ofrece es un recorrido por las pasiones humanas a través de una lectura literal del mito, envuelta en toda la imaginería típicamente barroca: el hombre enfrentado a los monstruos, los que lo rodean y los que lo habitan (celos, envidia, crueldad, ansia de poder, engaño...), aunque para mí que Julio, gran cronopio melómano, no habría podido dejar de apreciar la ópera en su totalidad y en especial una escena, la primera del tercer acto, cuando Pasifae, desaparecido el hijo indeseado que infamaba su honra, pide a las estrellas que detengan su paso para poder contemplar así pausada y holgadamente el cielo que le trajo tantas bienaventuranzas. En su forma de hacer que se pare el tiempo (teatral, como gran metáfora de su intención de frenar al otro, al imparable), la reina de Creta se mueve impulsada, en el fondo, por las mismas aspiraciones que el Minotauro, el poeta anárquico de Cortázar, devenir en mito para, una vez extinguida, ganar la eternidad en el corazón de los hombres.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Vale, me rindo: ¿cómo demonios hace usted para saber tanto?

Un abrazo,

Er Opi.