martes, 26 de julio de 2005

Azar

Si mi hermano no hubiera muerto, yo no habría nacido jamás. Fue esa una constatación tardía, alumbrada mucho después de que conociese lo sucedido. Hasta entonces, era a menudo el juego de imaginar cómo habría sido nuestra vida con otro hermano en casa, recrear su aspecto (pues ni siquiera fotos), sus gestos, las tardes de verano junto a alguien mucho más cercano en edad... Hasta que un día, la luz automática del entendimiento, y la sonrisa de pronto helada.

No recuerdo cuándo supe de su existencia. Sería seguramente una referencia tangencial, indeseada, cogida inopinadamente al vuelo. Pues nadie hablaba de aquello. Y yo no pregunté, nunca lo hice. Incluso cuando, después de la sorpresa y el sobrecogimiento, abrí cajones y más cajones para saber y tuve que acabar conformándome con los fríos datos oficiales del libro de familia, nacido tal día y muerto tal otro, apenas tres meses de vida, y a continuación mi página, ni siquiera entonces pregunté. Fueron otras conversaciones en el filo las que me abrieron la conciencia, el catarro sin curar, un error médico, el taxi que nunca llegó a urgencias, y yo miraba a mi madre y me preguntaba cómo pudo aguantar aquello, el hijo muerto en brazos, el desgarro, la vida sin embargo inevitable y después yo.

Quizá todo empezara con la lápida de mi padre muerto y aquel “yacen restos de su hijo E.” que volvió a trastornarme, quizá entonces, con la sombra de la muerte todavía instalada en la casa, se abrieran las primeras grietas en la imaginación del niño que yo era aún. Pero el tiempo pasa, emociones más fuertes se sobreponen a las antiguas, y olvidas. Hasta que un día, no sabes cómo, te descubres pensando en que tuviste un hermano que nunca conociste y en que él tuvo que morir para que tú nacieras. En el fondo, siempre es así. Alguien muere, alguien nace. Eso es todo. O no.

Una vez leí el cálculo que un científico había hecho acerca de cuántos seres humanos distintos eran posibles. La cifra era de tal calibre que la posibilidad de llegar a nacer resultaba absolutamente minúscula. Han sido necesarias tal cantidad de pequeñas cosas para que quienes poblamos la tierra seamos hoy exactamente quienes somos y no otros completamente distintos, que la mente se pierde en elucubraciones, se marea en analizar los detalles más nimios (bastaría que aquella noche tu padre se hubiera acostado media hora más tarde, y así con cada uno de tus antepasados, hasta las ochocientas generaciones), se aniquila pensándose a sí misma, para concluir que, en el fondo, es el azar el que gobierna el mundo y que todos somos, de uno u otro modo, producto de sus sucesivas, imprevistas concatenaciones.

2 comentarios:

it dijo...

...¡y nosotros que nos pasamos media vida pensando en cómo sería (la otra media) si se murieran o no hubieran nacido la mitad de los hermanos!!!!

¡Ay!

Saf ;-))

ariadna dijo...

¡qué suerte tuvimos entonces de nacer! Habrá que aprovechar al máximo, intensamente... a pesar de las lágrimas y de los errores... vale la pena ¿a que sí?